En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 02: “La tumba que respira"
Cedric se inclinó con lentitud sobre la tumba, dejando que sus dedos rozaran la superficie del mármol. Estaba tibia por el sol, pero impecable, pulida, sin rastros de musgo, sin una sola grieta. Mientras las otras lápidas del lugar yacían desgastadas por el tiempo —quebradas, cubiertas por la humedad y olvidadas entre maleza— aquella parecía recién colocada, como si alguien la hubiese limpiado esa misma mañana. O como si el tiempo, por alguna razón desconocida, se hubiese negado a tocarla.
Sus ojos se fijaron en la inscripción. No había fechas. Ni lugar de origen. Ni apellidos. Ni siquiera una señal de parentesco.
Solo un nombre:
Aurora
Y justo debajo, grabada en una caligrafía elegante que parecía llorar por sí misma:
“Una belleza eterna.”
Eso era todo.
Ni una pista más.
Ni una historia.
Ni una vida contada.
Solo un nombre, suspendido en el mármol como un suspiro perdido en el tiempo.
Cedric frunció el ceño. El silencio del lugar no era común: era denso, contenido, expectante. Como si el cementerio mismo esperara algo. O a alguien.
Se irguió y retrocedió un paso, sus botas crujieron sobre las hojas secas del sendero. Miró alrededor, buscando sin buscar, con esa inquietud de quien sabe que hay algo que no encaja, algo que se escapa entre los dedos como agua. Las estatuas de ángeles parecían más solemnes ahora, sus ojos tallados —cerrados, eternamente dormidos— parecían más conscientes que antes. Y en el aire, flotaba una quietud antinatural, casi una contención.
Sacó su reloj de bolsillo.
La aguja marcaba con indiferencia que ya era tarde. Pero el tiempo, en ese lugar, parecía transcurrir de forma distinta.
Más lenta. Más pesada. Más antigua.
Miró una vez más la tumba. El nombre grabado comenzaba a adquirir un peso extraño en su mente, como si lo hubiese escuchado antes, en sueños… o en otra vida.
—¿Quién has sido, Aurora…? —murmuró, apenas un susurro, como si temiera romper el hechizo del lugar—. Prometo averiguar sobre ti.
Y al decirlo, no supo por qué, sintió que sus palabras no se perdían en el vacío como era de esperar… sino que eran escuchadas.
Se dio media vuelta, dispuesto a regresar. Pero no notó cómo el viento se levantaba suavemente tras él, moviendo las ramas, colándose entre las estatuas con un sonido bajo, como un murmullo antiguo. Como si el eco de su promesa hubiera sido recogido por algo que habitaba más allá del mármol y del tiempo.
Y mientras Cedric salía por la verja oxidada del cementerio, una hoja seca giró lentamente sobre la tumba, cayendo justo encima del nombre Aurora… antes de detenerse, como si alguien invisible la hubiese colocado allí con intención.
Ariadne estaba sentada en los escalones de piedra que llevaban a la entrada principal de la mansión, justo entre las dos barandas de mármol que flanqueaban el camino como brazos esculpidos de una deidad dormida. La fuente frente a ella murmuraba con una calma hipnótica, lanzando pequeñas gotas al aire que capturaban la luz del sol como si fuesen fragmentos de cristal flotante. Todo en esa escena parecía detenido en el tiempo, contenido dentro de una espera que no dolía, pero tampoco pasaba desapercibida.
Se había acomodado en el tercer peldaño, apoyando la barbilla entre las palmas de sus manos, con los codos hundidos en su regazo. Su mirada se perdía en algún punto más allá de los árboles del jardín, con una ternura que no pedía atención, pero que la otorgaba sin querer. No necesitaba adornos ni gestos ensayados para ser hermosa; lo era con esa clase de belleza silenciosa y sin pretensiones que solo nace cuando alguien no intenta ser visto.
La luz filtrada entre las nubes acariciaba su piel pálida con una suavidad dorada, mientras el mármol claro proyectaba sombras tenues que se alargaban detrás de ella como pinceladas antiguas. Una brisa ligera le movía el cabello justo en el momento en que el silencio parecía volverse demasiado profundo, como si la naturaleza misma intentara no dejarla sola del todo.
Era como una pintura que aún no había sido firmada, una figura detenida entre el presente y el recuerdo, serena, pero en el fondo inquieta. Una belleza quieta y expectante, al borde de algo que aún no se había revelado.
Cedric apareció por fin, rodeando la fuente con pasos arrastrados. Su camisa estaba manchada de tierra, las mangas remangadas hasta los codos, las botas cubiertas de polvo, y las manos sucias como si acabara de excavar el pasado con los dedos. Su rostro también traía consigo las marcas del cansancio y la obsesión, pero sus ojos, al ver a Ariadne, se suavizaron como si por un momento encontraran descanso.
Ella giró el rostro hacia él, y lo observó con una mezcla de dulzura y resignación.
—¿Ariadne...? ¿Qué haces ahí sentada? —preguntó Cedric, todavía jadeando levemente por la caminata desde el cementerio, sorprendido al verla tan impecable, tan opuesta a él.
Ariadne se incorporó con elegancia, bajando los últimos peldaños con una gracia natural. Se acercó a él sin prisa, sin enojo real, solo con esa expresión suya que parecía nacida para suavizar lo áspero del mundo.
—Te estaba esperando. Te dije que llegaras temprano para almorzar —respondió con un pequeño puchero, cruzando los brazos, aunque en sus ojos no había más que afecto.
Cedric bajó la mirada y se pasó una mano por el cabello desordenado, dejando un leve rastro de tierra en su frente.
—Lo siento... me distraje en el cementerio. No me di cuenta del tiempo. Esa tumba... —sacudió la cabeza, como queriendo alejar un pensamiento que se le pegaba al alma.
—Aún no he comido —añadió Ariadne, en voz más baja, casi como si le diera vergüenza admitirlo—. Te estuve esperando.
Él levantó las cejas, sinceramente sorprendido.
—¿No has comido nada? ¿Por qué hiciste eso?
Ella bajó la mirada, jugueteando con el dobladillo de su vestido blanco, tan limpio y ligero como una nube detenida.
—No quería comer sola —dijo, casi en un susurro—. Me gusta almorzar contigo… Ya me acostumbré.
Cedric sonrió con esa expresión que se reserva para los momentos honestos, los que se quedan grabados sin que uno se dé cuenta. Sin pensarlo, extendió un dedo y le tocó suavemente la punta de la nariz, dejándole una manchita de tierra.
Ariadne se rió con una mezcla de sorpresa y ternura, frunciendo la nariz mientras se limpiaba con el dorso de la mano.
—¡Qué sucio estás! —dijo entre risas, y en su risa había algo que lo hizo olvidar por un segundo todo lo que había visto esa mañana.
Cedric la miró con un destello de alivio en los ojos, como si su presencia fuera un ancla silenciosa que lo mantenía en el presente.
—Está bien —dijo él con un suspiro—. Dame unos minutos. Me daré un baño rápido y luego almorzamos juntos. Lo prometo.
Ariadne asintió, viéndolo entrar por la puerta principal con paso más ligero. A su espalda, la fuente continuaba su murmullo constante, como una melodía antigua. Y por un instante, antes de sentarse de nuevo, Ariadne miró al cielo, como si también ella presintiera que algo, en algún rincón invisible del mundo, acababa de empezar a cambiar.
En el comedor estaba bañado por una luz dorada que entraba en haces oblicuos a través de las altas ventanas. Las cortinas, pesadas y de un azul desvaído por los años, dejaban entrever el jardín que rodeaba la mansión, donde las hojas se mecían con la brisa como si quisieran asomarse a mirar. Todo tenía un aire suspendido, como si el tiempo avanzara más lento allí dentro.
Cedric entró aún secándose el cabello castaño con una toalla, la camisa blanca de lino recién puesta, el rostro limpio pero con el leve enrojecimiento que dejan el sol y el aire fresco en la piel. Ariadne ya lo esperaba sentada a un extremo de la larga mesa de roble, con las manos entrelazadas sobre el regazo y una expresión serena, casi solemne. Su vestido blanco resaltaba contra la madera oscura.
—Me alegra que hayas venido —dijo ella con una sonrisa tenue, aunque sus ojos parecían detenidos en algún pensamiento lejano.
La comida ya estaba servida: pan recién horneado, sopa clara con hierbas, un estofado humeante y vino oscuro en copas finas de cristal que tintineaban con el menor roce. Comieron en silencio durante los primeros minutos, mientras el crujido ocasional de la madera del piso y los cubiertos sobre la loza eran los únicos sonidos que acompañaban la escena.
Ariadne fue la primera en hablar, cortando con cuidado un trozo de carne.
—¿Y cómo la pasaste? ¿Qué hiciste en el cementerio? —preguntó con un tono casual, aunque en su voz había un rastro de verdadera curiosidad.
Cedric tragó antes de responder, apoyando los codos en la mesa con algo de descuido.
—Fue… curioso. Al principio parecía uno de esos cementerios olvidados, lleno de tumbas antiguas, lapidas agrietadas, muchas tan deterioradas que apenas se leía un nombre. Todo tenía ese aire de abandono, como si nadie hubiera pasado por ahí en décadas —hizo una pausa, recordando—. Pero entonces vi una tumba distinta. Estaba impecable. Como nueva. Ni polvo, ni grietas, ni hojas secas alrededor. Era... extraña.
—¿Y no crees que algún familiar cercano la cuida? —preguntó Ariadne, sin levantar la mirada de su plato.
Cedric negó con la cabeza, apoyándose contra el respaldo de la silla.
—No había huellas, ni flores frescas, ni señal alguna de que alguien haya pasado por allí en semanas. Y créeme, el lugar está rodeado de maleza. Para llegar hasta esa tumba, alguien tendría que abrirse paso. Pero no había nada. Todo estaba intacto, como si el tiempo no la tocara.
Ariadne lo miró entonces, con una ceja levemente arqueada.
—¿Y de quién era?
Cedric se encogió de hombros.
—Solo tenía un nombre grabado: Aurora. Ni fechas. Ni epitafios. Ni siquiera un apellido. Debajo, una inscripción breve… “Una belleza eterna”.
Se hizo un pequeño silencio. La luz del sol se desplazaba lentamente por la mesa, y en el aire quedó flotando ese nombre como si tuviera un peso invisible.
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo Ariadne de pronto, en voz baja.
Cedric levantó la mirada, extrañado por el tono repentino.
—Claro.
—¿Qué sentiste… allá?
Él dejó la cuchara con cuidado, como si cualquier ruido pudiera romper algo frágil.
—No sabría describirlo —dijo, entrelazando los dedos—. No era solo la tristeza natural de un cementerio. Era algo más profundo. Como si el aire se volviera más denso, como si todo a mi alrededor... respirara al mismo tiempo. Por un momento, sentí que no estaba solo, aunque no había nadie. Me sentí... hipnotizado, supongo.
Sonrió, intentando restarle importancia, pero la seriedad no se despegaba del todo de su expresión.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó ella, con una calma que rozaba la inquietud.
—Investigar. Por supuesto. Esta mansión tiene una biblioteca enorme, con libros sobre su historia, la región, los antiguos propietarios... Si esa tumba está ahí, debe haber algún registro. Quiero saber quién fue Aurora.
Ariadne desvió la mirada hacia la ventana. El viento hacía crujir las ramas del jardín, y por un segundo pareció más pensativa que preocupada.
—No lo sé, Cedric… Esa tumba me da una sensación extraña. Es como si no debiera estar allí.
Cedric se rió por lo bajo y se puso de pie, estirando los brazos.
—Eso la hace aún más interesante. Por fin tengo algo que me mantendrá ocupado en este pueblo. Ya me estaba volviendo loco con tanto silencio.
Caminó hasta donde ella estaba sentada y, con gesto distraído pero tierno, le dio un beso en la cabeza antes de girar hacia la puerta.
—Voy a la biblioteca. Nos vemos más tarde.
Ariadne no dijo nada. Solo lo siguió con la mirada mientras se alejaba. Cuando la puerta se cerró, sus ojos permanecieron fijos un momento más en el vacío. Había algo que le incomodaba, una punzada sutil que no sabía de dónde venía. No era miedo exactamente… pero sí una sombra. Un presentimiento.
Ojalá no le pase nada, pensó.
Y se quedó allí, en silencio, mientras el reloj marcaba el paso del tiempo con una lentitud casi cruel.
El sonido de los pasos de Cedric resonaba suavemente sobre el mármol gastado mientras se adentraba en la biblioteca de la mansión. El aire allí era distinto: denso, antiguo, cargado con el aroma de papel envejecido y madera húmeda. Parecía que el tiempo había quedado suspendido entre aquellos muros. La luz, filtrada apenas por vitrales polvorientos, proyectaba figuras espectrales sobre los muros y el suelo, envolviendo la estancia en una calma sepulcral. Tenía el aspecto solemne de una iglesia olvidada, donde los libros eran los únicos testigos de los siglos que habían pasado.
Las estanterías se alzaban hasta perderse en la sombra del techo, formando pasillos estrechos como laberintos. Miles de volúmenes dormían en sus nichos, encuadernados en cuero agrietado, muchos sin títulos legibles. Algunos estaban tan deteriorados que Cedric temía que se deshicieran con solo rozarlos. Aun así, sentía en su pecho la misma expectación de un arqueólogo a punto de desenterrar una verdad largamente enterrada.
Pasaron horas sin que se diera cuenta.
Había revisado genealogías, crónicas locales, registros de entierros, tratados médicos antiguos y colecciones de cartas personales. Muchos textos eran fragmentarios, otros incomprensibles o poco útiles. Pero ninguno, ni uno solo, mencionaba el nombre de Aurora. Era como si hubiera sido borrada de la historia, como si nunca hubiera existido fuera de su tumba solitaria.
Agotado y frustrado, Cedric se dejó caer en una de las butacas junto al ventanal. Afuera, el cielo se había vuelto ceniciento y el viento sacudía con furia las ramas contra los muros. Los cristales vibraban débilmente, como si alguien o algo golpeara con insistencia desde el otro lado. No se movió. Solo alzó la vista por costumbre... y entonces la vio.
Allí, arriba, sobre una estantería alta y olvidada, casi fusionada con la madera por el polvo de los años: una caja recubierta de telarañas, sin etiqueta ni nombre.
Impulsado por un presentimiento inexplicable, Cedric rodó una vieja escalera hasta ella y subió con cuidado, sintiendo cómo crujían los peldaños bajo su peso. Al tomar la caja, notó que era más ligera de lo que esperaba, aunque frágil como si pudiera deshacerse en sus manos. La bajó con sumo cuidado y, al abrirla, el broche oxidado cedió con un chasquido apenas audible. Dentro, envuelto en un pañuelo de lino amarillento y reseco por el tiempo, había un cuaderno encuadernado en cuero oscuro, sin título.
Era un diario.
Cedric lo abrió con cautela. La caligrafía era fina, elegante, levemente inclinada hacia la derecha, escrita con tinta marrón ya desvaída en algunos puntos. En la primera página, como una presentación solemne, un nombre:
Sigmund Fitzroy.
Lo reconoció de inmediato. Había leído sobre él en un registro anterior: uno de los primeros propietarios de la mansión, médico renombrado de su época, recordado por su brillantez… y por su muerte repentina, bajo circunstancias inciertas. Movido por la curiosidad, Cedric comenzó a pasar las páginas, leyendo al azar. Al principio, todo parecía banal: descripciones del clima, de cenas con nobles, del mantenimiento de la propiedad, de sus pacientes. Pero pronto, algo cambió.
"Hoy ha venido una mujer... pero no una cualquiera. No puedo dejar de pensar en ella desde que cruzó la puerta. Jamás, en todos mis años, he visto una criatura semejante. Su cabello castaño, largo y suelto, caía por su espalda como una cascada de seda. Su piel, nívea y tersa, parecía brillar con una luz que no era de este mundo. Pero fueron sus ojos lo que me detuvo: verdes, claros, profundos como un lago antiguo y sagrado. Imposible apartar la vista de ellos. Y sus labios... carnosos, suaves, como si cada palabra que dijera estuviera destinada a hechizar. La palabra 'hermosa' le queda pequeña. Hay algo más en ella. Algo que me inquieta."
Cedric sintió que el corazón le daba un vuelco. Continuó leyendo con creciente atención, sus dedos cada vez más tensos.
"Se llama Aurora. Así me lo dijo. No reveló apellido. Dice venir de lejos, pero no especifica de dónde. Nunca parece tener frío, ni calor, ni hambre. Solo... existe. Dice padecer una enfermedad que la debilita cada día. He jurado ayudarla. Soy médico. Es mi deber. Pero esta vez… hay algo que me supera. Hay algo en su mirada que me hace sentir que ya la he visto antes. Y sin embargo, sé que no."
El aire en la biblioteca pareció espesar. Cedric pasó la lengua por sus labios resecos. La habitación se volvió más fría, como si una corriente invisible hubiese atravesado la estancia.
"Su belleza es inhumana. Todo a su alrededor parece desvanecerse cuando está presente. Las velas titilan como si su sola presencia alterara el aire. Los espejos la reflejan de forma confusa. Es tierna, sí… pero hay una tristeza en su sonrisa que me parte el alma. Me escucha con dulzura, y cada vez que se despide… temo que no regrese. Estoy enamorándome. No me lo permito. No debo. Pero lo estoy."
Cada página posterior era más intensa, más cargada de emoción y desesperación. El amor de Sigmund se tornaba obsesivo, su voz se quebraba entre líneas.
"He probado todo. Cada tratamiento. Cada remedio. Nada funciona. Su cuerpo se debilita. Su pulso se hace más lento. Estoy al borde del colapso. No he tenido el valor de confesarle lo que siento. Sé que soy un hombre de ciencia... pero he pedido ayuda a una mujer sabia del bosque. Una bruja, según dicen. No me importa lo que piensen de mí. Haré cualquier cosa."
Cedric tragó saliva. Avanzó hacia las últimas páginas, donde la escritura se tornaba más temblorosa, más irregular, con manchas oscuras —¿tinta? ¿lágrimas?— salpicando el papel.
"Aurora ha muerto. Hoy. En mis brazos. La mujer más extraordinaria que he conocido… ya no está. No lo soportaré. No tuve el coraje de decirle lo que sentía. No pude salvarla. He fracasado como médico, como hombre. Siento que la he matado con mi silencio. No sé cuánto tiempo más podré soportarlo. He oído rumores de un pacto, de algo… prohibido. Si existiera un modo de traerla de regreso, aunque fuera un susurro de ella, una sombra… lo haría. Lo haría sin dudar."
Cedric cerró el diario de golpe, como si temiera que de sus páginas escapara un espectro antiguo. El silencio se volvió opresivo. Una ráfaga de viento hizo crujir los vitrales, y por un instante, Cedric creyó oír algo más allá del cristal: un suspiro.
Aurora.
Ya no era solo un nombre tallado en piedra. Era un susurro que cruzaba los siglos. Un eco sepultado en los cimientos de la mansión.
Y él acababa de abrir la puerta al pasado.
Cedric cerró el diario con un golpe seco, como si al hacerlo pudiera encerrar también la conmoción que se arremolinaba dentro de él. Se quedó inmóvil por un instante, con la mirada perdida en algún punto invisible de la habitación. El aire de la biblioteca se había vuelto espeso, cargado de un silencio que ya no era simple quietud, sino una presencia latente, como si las paredes, los libros y la misma madera de los estantes hubieran escuchado todo y ahora lo observasen en secreto.
La historia que acababa de leer no le parecía un relato ajeno ni una memoria antigua. Le había atravesado el alma, como si las palabras hubiesen sido escritas con tinta viva, destinadas únicamente a llegar a él, siglos después. Era como si la voz del propio Sigmund Fitzroy hubiera susurrado aquellas confesiones directamente en su oído.
Se levantó con lentitud, tratando de despejar su mente, pero sin éxito. Afuera, la noche ya se había adueñado por completo del cielo. El ventanal mostraba su reflejo pálido, iluminado por la llama temblorosa de la lámpara sobre la mesa. A sus espaldas, el diario reposaba cerrado como un corazón que se niega a seguir latiendo… por esta noche. Cedric sentía la cabeza pesada y el pecho revuelto. No podía seguir. No ahora. Había llegado el momento de detenerse.
Cruzó los pasillos de la mansión sin prisa, arrastrando ligeramente los pies. Las sombras danzaban a su alrededor al compás de las velas encendidas, y cada rincón parecía observarlo, como si la casa también supiera que algo había cambiado. Subió por la escalera principal, atravesó la galería de retratos, y finalmente entró a su dormitorio. Allí, el fuego de la chimenea apenas resistía, ofreciendo una luz trémula que proyectaba figuras inciertas en el techo. Cedric se desvistió en silencio, dejó la ropa sobre una silla, y se metió entre las sábanas con el cuerpo tenso y la mente vibrando. Cerró los ojos.
No tardó en dormirse.
Y entonces, soñó.
El mundo desapareció. No había suelo, ni cielo, ni horizonte. Todo era oscuridad, pero no una oscuridad vacía, sino una que respiraba, que parecía tener conciencia propia. Cedric flotaba en ese espacio indefinido, suspendido entre el todo y la nada. De pronto, algo cambió. Una silueta comenzó a tomar forma frente a él, naciendo de la penumbra como si el sueño la estuviera esculpiendo en tiempo real.
Aurora.
Allí estaba. Inmóvil al principio, envuelta en una luz suave que no venía de ninguna parte. Su figura emergía como un fantasma hermoso y trágico. Llevaba un vestido blanco que se deslizaba como agua sobre su cuerpo perfecto, ceñido de forma sutil, casi sagrada. La tela era tan delicada que parecía parte de ella, como si no estuviera vestida, sino envuelta en una niebla luminosa. Su piel resplandecía con una palidez sobrenatural, como si cada poro emitiera una luz suave. Su cabello, largo y oscuro, flotaba en el aire como si el tiempo no pudiera tocarlo. Y sus ojos… aquellos ojos verdes imposibles, brillaban con un fulgor que desafiaba toda lógica.
Era como ver una diosa, una visión destinada a romper la voluntad de los hombres.
Aurora comenzó a caminar hacia él, sin sonido, sin peso, como si el suelo no la mereciera. Cada paso suyo llenaba el vacío. Cedric sentía el corazón acelerado, los labios secos, el cuerpo paralizado por la mezcla entre fascinación y un miedo que no sabía explicar. Ella se acercaba con calma, pero con decisión, y cuando estuvo lo suficientemente cerca, se detuvo justo frente a él.
Podía olerla. Un aroma delicado lo envolvió: flores nocturnas, lluvia sobre piedra antigua, algo dulce y profundo que lo embriagó de inmediato. Cedric la miraba, incapaz de apartar la vista, hipnotizado por su perfección irreal. Entonces, Aurora le sonrió. Una sonrisa suave, ladeada, peligrosa. Sus labios, de un color tenue, se curvaron con una picardía tan leve que parecía flotar entre la seducción y la amenaza. Luego, se mordió el labio inferior, como jugando.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, y su voz fue un roce, un murmullo que se metía por las rendijas del alma. Era dulce, sensual, pero había algo más en ella. Algo oculto. Algo que dormía detrás de cada palabra.
Cedric tragó saliva. Su lengua estaba pegada al paladar, pero forzó una respuesta.
—M-mi nombre es Cedric… Cedric Sinclair —dijo finalmente, con la voz entrecortada, intimidado por su sola presencia.
Aurora alzó una mano blanca y delicada, y con la punta de los dedos rozó suavemente su mejilla. Su caricia era fría como la niebla, pero no desagradable. Cedric contuvo el aliento.
—Es un lindo nombre —dijo ella con un tono seductor capaz de derretir cualquier defensa—. Me pareces un chico interesante…
Cedric no respondió. Apenas si podía pensar. La contemplaba, hechizado, como si su voluntad se hubiera rendido por completo a ella.
—Y dime, ¿qué buscas de mí? —preguntó Aurora, con una mirada profunda que lo atravesó por dentro.
Él intentó reaccionar. Sacó fuerzas de donde no había.
—Q-quiero saber más de ti… Qué pasó contigo, quién eres… por qué estás aquí.
Ella entrecerró los ojos, complacida. Sonrió apenas, y esa sonrisa contenía siglos de secretos. Luego, con un movimiento suave, deslizó la mano desde su mejilla hasta su barbilla, y lo besó. Sus labios tocaron los de Cedric con una ligereza imposible, como si no fuera real. Fue un beso breve, perfecto, como una promesa sellada en otra vida.
—Entonces… averígualo —susurró, su voz flotando entre lo sensual y lo espectral, entre lo real y lo imposible.
Y en ese mismo instante, Cedric despertó de golpe.
Su respiración era agitada. El pecho subía y bajaba como si acabara de correr. Estaba sudando, el cuerpo ardiendo, los latidos resonando en sus oídos como campanadas.
Se llevó una mano al rostro. La habitación estaba a oscuras, apenas iluminada por las brasas moribundas de la chimenea. Todo estaba en silencio… pero su mente solo podía pensar en ella.
Aurora.
El nombre ardía aún en sus labios. Su imagen seguía viva, perfecta, insaciable. El sueño no se sentía como un simple delirio nocturno. Era otra cosa. Más real, más cercano… como si ella hubiera estado realmente allí.
Y Cedric lo sabía.
Sabía que ese beso no era un adiós. Era solo el principio.