Una luna perdida. Un alfa maldito. Una marca que arde más fuerte que la sangre.
Cuando el reino de Nyra Veyra cae ante la brutal invasión de los clanes lobo, ella se convierte en botín de guerra. Sin títulos, atrapada en un templo de piedra, solo le queda su cuerpo… y un fuego desconocido que empieza a despertar bajo su piel.
Pero hay algo que ni ella ni su captor esperaban:una Marca antigua arde en su vientre. Una conexión salvaje la une a Varkhan, el alfa más temido del norte.
Y él está dispuesto a reclamar lo que el destino le ha entregado. Con placer. Con sangre. Con colmillo.
Entre rituales, deseo y magia dormida, El Alfa y su Presa es una novela de romance oscuro, brujería ancestral y erotismo salvaje, donde el mayor enemigo no siempre es el que te encierra… sino el que arde dentro de ti.
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Capítulo 2 – Fiebre lunar
El techo era de piedra negra. Alta, redonda, húmeda. Parecía más una prisión que un templo.
Nyra abrió los ojos con dificultad. Sentía los párpados pegajosos, la garganta seca, la piel perlada de sudor. El aire estaba cargado de humo y algo más: tierra, sudor y hierro. Bajo su espalda, un lecho de pieles ásperas. Bajo ellas, piedra caliente. Su cuerpo entero ardía. Algo latía entre sus piernas, trepaba por su estómago y le cosquilleaba el pecho desde dentro.
Deseo. Magia. Ambas cosas.
Se incorporó con esfuerzo. El cuerpo le dolía, pero no como después de una batalla. Era como si cada fibra quisiera moverse sola, como si su piel recordara manos que no estaban allí. Garras. Lenguas. Aliento.
Estaba sola. Pero no del todo.
El lugar era circular, sin ventanas, iluminado apenas por antorchas encajadas en la roca. En el centro, un cuenco con agua, una vasija de barro… y su vestido rasgado, cuidadosamente doblado sobre una losa. Demasiado cuidado para alguien que era prisionera.
Recordó los brazos que la habían llevado hasta allí. El olor a bosque profundo. El calor de su pecho.
Varkhan.
Y su cuerpo, de inmediato, reaccionó. Se tensó. Se humedeció.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la roca templada.
Entonces llegaron las imágenes.
No eran sueños.
Eran fragmentos.
Destellos.
Ella, desnuda, tumbada sobre una piedra ritual. Las caderas abiertas, la espalda arqueada. Una sombra —hombre, bestia, algo entre ambos— jadeando entre sus muslos. Sus labios abiertos. Su garganta rota de placer. Tenía las piernas abiertas y las caricias en su intimidad no le permitían pensar. Y cuando explotó de placer, la boca del desconocido subió hasta su cuello y entonces ocurrió, el dolor. El grito. El colmillo que mordía su cuello… como un pacto.
Se tocó los labios. Seguían entreabiertos. No era solo deseo. Era un recuerdo. De algo que nunca había vivido.
Se sentó y bajó la vista. Su piel estaba cubierta de pequeñas líneas blancas, talladas como raíces en carne viva. Marcas que no estaban antes. Marcas que no sangraban… pero latían. Como runas.
Las tocó. Se estremeció.
—¿Qué me estás haciendo…? —murmuró.
Pero la pregunta no era para él. Era para algo. Para ella. Para la parte de sí misma que se despertaba en la oscuridad, húmeda y feroz.
Se arrastró hasta el cuenco de agua y miró su reflejo. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos…
Verde esmeralda.
Como los de su madre en los retratos prohibidos.
Como los de las brujas quemadas por la Iglesia de la Espina.
—Esto no es mío… —susurró, retrocediendo.
Pero lo era.
La puerta de piedra crujió. Nyra se cubrió instintivamente con la piel más cercana.
El olor llegó antes que él. Almizcle. Pino. Sangre seca. Varkhan.
Entró en silencio. Sin anunciarse. Descalzo, con una camisa oscura suelta, el cabello despeinado. Sus ojos dorados se clavaron en ella como cuchillos que no sangraban, pero sí desgarraban.
—Has dormido casi un día.
—¿Eso hacen con sus presas? ¿Dejarlas aquí hasta que se ablanden?
Él no respondió. Dio un paso más. Ella no retrocedió. No esta vez.
—¿Qué me has hecho?
—Nada. Lo que pasa en ti no viene de mí.
Se agachó. Las antorchas crepitaron a sus espaldas.
—¿Sabes qué eres?
—Soy Nyra de la casa Veyra.
—Eso no es una respuesta. Eso es… una excusa.
Ella apretó los dientes. Lo odiaba. Y lo deseaba. Porque su cuerpo seguía respondiendo. Las runas vibraban. Sus pezones se endurecieron bajo la manta. Y cuando él estiró la mano sin tocarla, el aire entre ellos se volvió más denso que el humo.
—Cuando te vi… sentí el vínculo. Lo reconozco. Pero no lo quería.
—Yo tampoco.
Y, sin embargo, sus cuerpos se inclinaban el uno hacia el otro.
Como si algo en sus huesos supiera lo que sus bocas negaban.
—¿Lo sientes también, verdad? —murmuró él.
Ella tragó saliva. Bajó la mirada. Pero asintió.
Un silencio cargado de electricidad se extendió entre ambos. Varkhan se acercó un poco más. Rozó su mejilla. Ella no se apartó.
Y cuando su dedo llegó a su clavícula…la antorcha estalló.
Una llamarada se alzó con un rugido.
Ambos se separaron bruscamente. El fuego crepitó. Los ojos de Varkhan se dilataron. Los de Nyra ardían.
—¿Qué…? —jadeó ella.
Pero él no dijo nada. Se volvió y se marchó. No corriendo. Pero casi.
***
Horas después, una mujer entró en el templo. Joven, morena, con el cabello trenzado hasta la cintura y una cicatriz en la mejilla. Llevaba una bandeja de barro con pan duro, carne fría y una copa de agua. No habló hasta dejarlo todo en el suelo.
—Soy Mairen —dijo, sin mirarla—. Guardiana de los templos de piedra. He cuidado de los cuerpos antes que del tuyo.
Nyra no contestó. La observó, aún envuelta en la piel, los muslos marcados.
—¿Qué me está pasando?
Mairen la miró con una mezcla de temor y respeto.
—Estás despertando. Y no eres solo la luna del Alfa.
Nyra entrecerró los ojos.
—¿Entonces qué soy?
—No lo sabemos. Pero debes de ser heredera de una sangre que se creía extinguida.
***
Esa noche, en otro punto del bosque, un hombre se acercó al santuario abandonado del sur. Iba montado a caballo, con una capa bordada en plata y una daga ceremonial en la bota.
Sus ojos eran azules. Su sonrisa, fina. Su nombre, olvidado por muchos. Pero Nyra sí lo recordaría.
Cassian. Su medio hermano.
—¿Está viva? —preguntó al emisario.
—Sí.
Cassian asintió.
—Entonces aún puedo recuperarla.
Antes de que él la corrompa.
Antes de que me la quite.
Y sus ojos brillaron con una intensidad que no era del todo humana.