En un mundo donde las historias de terror narran la posesión demoníaca, pocos han considerado los horrores que acechan en la noche. Esa noche oscura y silenciosa, capaz de infundir terror en cualquier ser viviente, es el escenario de un misterio profundo. Nadie se imagina que existen ojos capaces de percibir lo que el resto no puede: ojos que pertenecen a aquellos considerados completamente dementes. Sin embargo, lo que ignoraban es que estos "dementes" poseen una lucidez que muchos anhelarían.
Los demonios son reales. Las voces susurrantes, las sombras que se deslizan y los toques helados sobre la piel son manifestaciones auténticas de un inframundo oscuro y siniestro donde las almas deben expiar sus pecados. Estas criaturas acechan a la humanidad, desatando el caos. Pero no todo está perdido. Un grupo de seres, no todos humanos, se ha comprometido a cazar a estos demonios y a proteger las almas inocentes.
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CAPÍTULO DOS: EL ALMA DE UNA POBRE CONDENADA
Las sombras empezaron a reunirse alrededor de ella, encerrándola en un círculo. Sus ojos eran rojos como el fuego de los volcanes, y la negrura que las componía parecía absorber toda la luz del santuario. Annabelle estaba aterrada; nunca antes había visto algo tan siniestro. Pasó la espada por la mitad de una de las sombras, haciéndola desaparecer momentáneamente, pero rápidamente se regeneró. Sin esperar más, comenzó a correr, con las sombras siguiéndola, sus sonrisas espeluznantes brillando en la oscuridad.
— No dejes de correr, Annabelle—se animó a sí misma—. Tú puedes, solo…sigue.
Corría con todas sus fuerzas, sabiendo que no podía detenerse. La mansión se acercaba cada vez más, y con ella, la oportunidad de enfrentar a esa familia y romper el ciclo de oscuridad que los rodeaba. No iba a permitir que el amor se convirtiera en su perdición; lucharía por su vida y por su libertad, cueste lo que cueste.
—Nunca moriré por amor —dijo corriendo—. Salazar, te amo, pero el amor que tengo hacia mí es mucho más fuerte que el que tengo hacia ti.
Cuando llegó a la mansión, las puertas ya estaban abiertas y las antorchas comenzaron a prenderse automáticamente. Ella caminó entre las llamas hasta llegar al imponente y espeluznante comedor, donde estaba reunida toda la familia Lith. En total eran diecinueve. En la parte superior de la mesa se encontraban los monarcas, quienes la miraron sin expresión alguna. El resto de los rostros se volvió hacia ella, incluyendo el de su prometido, Salazar Lith, quien la observaba con una mezcla de orgullo y algo indescifrable en sus ojos.Annabelle, rompió el vestido negro con la espada de su padre. El vestido, hecho de magia negra, se evaporó en el aire al entrar en contacto con la magia blanca de la espada, dejando a Annabelle con el simple vestido blanco que su madre le había confeccionado cuando se enteró de su matrimonio con Salazar.
—Vosotros sois el demonio encarnado —dijo ella con odio, mirando a cada uno de los presentes—. Son tan malos y despreciables.
Los monarcas no mostraron ninguna reacción, pero el resto de la familia murmuró entre sí, sorprendidos por su audacia. Salazar dio un paso hacia adelante, su rostro aún marcado por el orgullo, pero también por una sombra de preocupación.
—Annabelle —dijo él, intentando acercarse—. Esto es para nuestro futuro. Todo esto…
—¡No! —interrumpió ella con voz firme y decidida, levantando la espada con una fuerza que no había mostrado antes—. No más mentiras. No más juegos. Nunca debiste ocultarme la verdad. ¡Nunca debiste ocultarle esto a tu mujer!
Sus ojos brillaban con una mezcla de furia y decepción, reflejando las llamas de las antorchas que iluminaban la habitación. Su respiración era pesada, y sus manos temblaban ligeramente mientras sostenía la espada con una determinación inquebrantable.
—¿Sabes cuánto he sufrido por tu culpa estas últimas horas? —continuó, sin darle oportunidad de responder—. ¿Puedes imaginar siquiera cómo me sentí allí afuera, expuesta a todos esos peligros? ¿Qué esperabas? ¿Que simplemente lo aceptara y siguiera adelante como si nada? Las cosas no funcionan de esa manera. No puedes simplemente traerme con engaños a tu supuesto hogar y esperar que después vaya a ti y te diga que todo está bien, que te perdono porque te amo. ¿Acaso estás loco?
El silencio en la sala se hizo aún más pesado, cargado de tensión y emociones no expresadas. Ella dio un paso adelante, sin bajar la espada, sus ojos fijos en los de él, exigiendo una explicación que sabía que nunca llegaría a satisfacerla por completo.
—¡Nunca debiste ocultarme esto! —repitió, su voz temblando mientras las lágrimas amenazaban con brotar—. ¿Acaso nunca tuviste confianza en mí? ¿Por qué dijiste que querías casarte conmigo si todo esto era una mentira? ¿Crees que es justo lo que estoy pasando solo porque tu familia quería "probarme"? ¡¿Ese es el amor que dices sentir por mí?! No sabes cuánto te estoy odiando en este momento. Me arrepiento una y mil veces de haberme enamorado de ti.
La voz de Annabelle se quebró al pronunciar esas últimas palabras, cargadas de una mezcla de furia y dolor. Nunca había imaginado que la persona que amaba pudiera ocultarle un secreto tan oscuro y aterrador. Cada palabra que salía de su boca era un golpe directo al corazón de su prometido, pero ella no podía detenerse. El resentimiento y la desesperación la consumían por completo.
El silencio que siguió a sus palabras era tan pesado que parecía llenar todo el corredor. Annabelle esperaba alguna respuesta, una disculpa, algo que pudiera demostrar que él aún tenía un rastro de humanidad en su corazón. Pero lo único que recibió fue un susurro, un eco lejano de la persona que había amado.
—¿No te importó exponerme a este peligro, aunque estuviera embarazada de tu hijo? —susurró, con la voz rota, casi inaudible.
Annabelle dejó que las palabras escaparan de sus labios sin pensarlo, su voz temblorosa revelando la profundidad de su angustia. Su confesión, una verdad que había guardado en lo más profundo de su corazón, cayó como una pesada losa entre ambos. La furia en su mirada se mezcló con un dolor insondable, el tipo de dolor que solo se siente cuando alguien a quien amas te traiciona de la manera más cruel. Los ojos de su prometido se abrieron de par en par, una mezcla de sorpresa y horror cruzando su rostro. Por un breve instante, la máscara de frialdad que había llevado se desmoronó, revelando a un hombre atrapado entre el deber hacia su familia y los sentimientos que quizás había negado hasta ese momento.
—Annabelle... yo... —comenzó a decir, su voz titubeando por primera vez. Pero ella lo interrumpió, levantando la mano, señal clara de que no quería escuchar más excusas, más mentiras.—No, no quiero oír nada de ti —dijo, retrocediendo un paso, protegiendo su vientre instintivamente—. No me importa lo que tengas que decir. Lo que hiciste... no tiene perdón.
Él intentó acercarse, desesperado, pero Annabelle se apartó rápidamente, como si su mera presencia la quemara.
—Annabelle—pronunció el patriarca —, viendo las circunstancias… lo mejor será que aceptes unirte a nuestra familia. No te estoy pidiendo que tomes esta decisión a la ligera —continuó él, dando un paso hacia ella—. Solo quiero que sepas lo que está en juego.
Annabelle tomó una profunda respiración, sintiendo cómo el aire fresco de la noche llenaba sus pulmones. Miró hacia el horizonte, donde las sombras del bosque se extendían como un mar oscuro e impenetrable. Sabía que su decisión cambiaría todo, pero también sabía que no podía seguir viviendo en la incertidumbre y el miedo. Annabelle miró a Salazar, luego a los monarcas, y finalmente volvió a concentrarse en su propia fuerza interior. Apretó la empuñadura de la espada, sintiendo el poder y la historia de su familia a través de ella.
—Elijo mi vida —dijo con voz firme, cada palabra cargada de determinación—. Elijo mi libertad antes que pertenecer a esta loca familia. No quiero estar aquí sabiendo que a mi “esposo” no le importó la familia que iba a formar conmigo. Prefiero morirme sola a tener que soportar ser una más de ustedes.
Sus ojos se encontraron con los de su suegro, desafiantes y resueltos. La habitación quedó en un silencio tenso, solo roto por el leve sonido de la respiración de ambos.
—He pasado demasiado tiempo viviendo bajo las sombras de las expectativas de los demás—continuó, su voz ganando fuerza con cada palabra. —No permitiré que nadie, siquiera el hombre que amo, controle mi destino —añadió, su mirada firme y decidida—. No más. A partir de ahora, tomaré mis propias decisiones. Viviré mi vida como yo lo elija, con todas las consecuencias que eso conlleve. No me importan las amenazas de nadie, ni siquiera las suya, señor Lith.
—¿Amas a nuestro Salazar? —preguntó el señor Lith, mirándola con una aparente indiferencia, pero con un gesto de cierto orgullo en su semblante—. Has demostrado amarlo, pero quiero que tú lo digas ahora, con todos ellos presentes —añadió, señalando a la familia reunida a su alrededor—. Dilo, Annabelle Whilous. ¿Le entregaste tu corazón a Salazar Lith?
Annabelle observó a las mujeres, que con sus velos cubriendo sus rostros, eran un enigma. Sus atuendos eran peculiares, una mezcla de rojo, negro y, en algunos casos, verde. Los hombres, en contraste, dejaban ver sus rostros, observándola con atención. Annabelle pensó en lo que estaba a punto de decir y las posibles consecuencias de sus palabras. Sabía que si aceptaba su amor por Salazar y su unión con la familia, se enfrentaría a un destino incierto. Pero lo que no sabía era que en esta familia, las mujeres eran las que realmente tomaban las decisiones, aunque debían seguir estrictas reglas que no podían romper.
—Yo…
Todos los ojos en la sala estaban puestos en ella, esperando su respuesta. Sintió el peso de las miradas, cada una cargada de expectativas, dudas y juicios. Tomó una respiración profunda, tratando de calmar el torbellino de emociones que la asaltaban.
—Sí, lo amo —dijo finalmente, su voz clara y firme—. Me enamore de él. Lo he amado desde el primer momento en que lo conocí —continuó, encontrando el valor para mirar a cada uno de los presentes—. He visto su supuesta bondad, su valentía, su nobleza. He visto más allá de sus defectos y he encontrado un alma que vale la pena amar—sonrió —Amo a Salazar porque él me ha enseñado lo que significa el amor, pero en este momento también me enseñó que se siente ser traicionado, que se siente no sentir que te aman. Claro que amó a su hijo, pero me amo más a mí de lo que puedo amarlo a él.
—Padre, permíteme hablar a solas con mi prometida —dijo Salazar con firmeza. Su padre asintió.
Salazar tomó el brazo de su prometida y la arrastró hasta una de las habitación que se encontraban en el segundo piso, llena de polvo, con solo un par de armarios y una cama olvidada. Salazar unió sus manos con ternura y la miró con sinceridad, pero ella lo empujó, haciendo que este casi cayera al suelo.
—Se que estas molestas, pero…
— ¡Pero nada, idiota!
—Perdóname por no haberte revelado los secretos de mi familia antes. No era algo que dependiera de mí, sino de los monarcas. Esta tradición, aunque extraña y poco ética para ti, ha sido el sostén de mi familia durante generaciones. No hemos aceptado a cualquier mujer en nuestra casa; buscamos a alguien fuerte, capaz de enfrentar los desafíos que vienen con ser parte de los Lith.
— No sirve de nada pedir perdón.
—Si yo hubiera sabido que estabas embarazada, no te hubiera puesto en peligro… Annabelle, si nuestro hijo no nace en esta mansión, estará condenado de por vida. No por mí, sino por las sombras que atan a cada integrante de esta familia —dijo Salazar, su voz cargada pesar—. Annabelle, todo es más complejo de lo que crees.
Annabelle se detuvo en seco, sus pies clavados en el suelo como si las palabras de Salazar la hubieran alcanzado y la hubieran arrancado de su huida desesperada. Su cuerpo tembló, pero no de miedo, sino de una furia contenida que amenazaba con desbordarse. Giró lentamente sobre sus talones para enfrentarlo, sus ojos ardiendo con una mezcla de ira y dolor.
—¿Qué estás diciendo, Salazar? —su voz era apenas un susurro, pero contenía una fuerza que podría haber hecho temblar los cimientos de la mansión—. ¿Condenado de por vida? ¿Por qué? ¿Qué clase de maldición es esta?
Salazar avanzó hacia ella, su expresión oscura y sombría, como si las sombras de las que hablaba estuvieran acercándose, envolviéndolo en una oscuridad que no podía eludir. Cada paso que daba parecía más pesado, como si las cadenas invisibles de su legado lo arrastraran hacia un destino ineludible.
—Las sombras... —comenzó, luchando por encontrar las palabras adecuadas—. No son solo una metáfora, Annabelle. Son reales. Atan a cada Lith desde su nacimiento, marcando nuestras vidas y las de nuestros descendientes. Si nuestro hijo no nace aquí, en esta mansión, bajo el amparo de las antiguas protecciones, estará a merced de esas sombras. No tendrá escapatoria. Lo que hice... lo hice para protegerlo, para protegerte a ti también, aunque ahora sé que te he fallado.
Annabelle sintió un escalofrío recorrer su columna vertebral, pero no bajó la guardia. La revelación de Salazar sólo alimentó su desconfianza y su miedo.
—¿Y crees que ponerme en este ritual enfermizo, obligándome a luchar por mi vida, es protegerme? —respondió con amargura, sus palabras afiladas como cuchillas—. ¡Esa no es la protección que necesito, Salazar! ¡Tú mismo nos has puesto en peligro!
Salazar se detuvo, la desesperación en sus ojos clara como el día.
—No quería que fuera así... —susurró, casi inaudible—. Pero las sombras no dejan opciones. Son implacables, Annabelle. Te lo ruego, deja que te explique, que te ayude. Juntos podemos salvar a nuestro hijo y evitar que caiga bajo su control.
Annabelle lo observó, su corazón dividido entre la incredulidad y la desesperación. Quería creerle, quería pensar que aún había una oportunidad de escapar de ese oscuro destino. Pero la traición que sentía la mantenía en guardia, temerosa de confiar nuevamente.
—Explícate —dijo finalmente, sus ojos clavados en los de él, desafiándolo a demostrar que sus palabras tenían un valor más allá del miedo—. Pero si descubro que hay más mentiras, Salazar, juro que no te lo perdonaré nunca. Y si es necesario, me iré de esta maldita mansión con o sin tu ayuda.
Salazar asintió lentamente, consciente de que estaba caminando sobre una cuerda floja, donde un solo paso en falso podría condenarlo todo. El peso de la maldición que los envolvía se sentía más fuerte que nunca, pero sabía que no podía detenerse ahora. Todo dependía de lo que dijera y de cómo pudiera proteger a aquellos que amaba, incluso si eso significaba enfrentarse a las sombras mismas.
—Mi familia es verdaderamente peculiar, más de lo que podrías imaginar —dijo, pasándose las manos por el cabello con evidente frustración—. Somos humanos, pero no como los demás. La magia negra corre por nuestras venas. Desde el origen de la familia Lith, hemos tenido contacto directo con entidades demoníacas y sombras. No podía permitir que ninguna mujer se uniera a esta familia sin antes enfrentarse a esas fuerzas. Lo que hiciste allá afuera era lo necesario para que esta mansión te aceptara como una Lith.
Annabelle sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras asimilaba sus palabras. Jamás esperó que su amante le revelara algo tan aterrador. Todo era mucho más complejo de lo que jamás había imaginado, y el miedo comenzó a apoderarse de ella. Instintivamente, retrocedió, alejándose de él. La seriedad en su mirada le dejó claro que no estaba bromeando. ¿En qué se había metido ella, por amor?
—No me lo esperaba —murmuró, mirando a su alrededor, casi esperando ver algo moverse entre las sombras—. Nunca pensé que sería aceptada en este lugar... y mucho menos de esta manera.
El hombre la observó con una mirada mezcla de orgullo y preocupación.
—Eso es lo que hace especial a la familia Lith —respondió con un tono más suave, aunque aún tenso—. Nos enfrentamos a lo que otros no pueden ni siquiera imaginar. Pero ser parte de esta familia no es solo un privilegio; es una carga. Una responsabilidad que te seguirá en cada paso, en cada sueño. La mansión, como todos los Lith, siente, observa y juzga. Ahora formas parte de ella, y ella de ti.
Annabelle asintió lentamente, tratando de procesar la magnitud de lo que acababa de suceder. Miró al hombre a los ojos, buscando algún rastro de duda o arrepentimiento en su expresión, pero todo lo que encontró fue una determinación inquebrantable.
—¿Entonces acabo de condenar mi alma?
—Asi es, querida.