Débora Martínez se quedó sola en su oficina, recargándose en su lujosa silla de cuero mientras tamborileaba los dedos sobre el escritorio. Su mirada se perdió en el vacío, atrapada en los recuerdos de un pasado que había intentado enterrar, pero que siempre regresaba como un fantasma que se negaba a desaparecer.
Había nacido en la miseria, en un mundo donde el amor no existía. Su madre, una drogadicta y alcohólica, nunca le brindó afecto ni protección. Desde que tenía memoria, vivió en un entorno lleno de violencia y abuso.
—Dios se olvidó de mí, susurró, con una sonrisa amarga.
Había veces en que, siendo solo una niña, se preguntaba si alguien en el mundo la escuchaba, si alguna vez sería rescatada de aquel infierno. Pero la vida le enseñó que no había héroes, solo depredadores y presas.
—Y yo me cansé de ser la presa.
El punto de quiebre llegó cuando tenía once años. Su madre, en una de sus tantas crisis por dinero, la vendió.
—Aún recuerdo su sonrisa sucia mientras negociaba mi cuerpo como si fuera un objeto.
No hubo lágrimas después de eso, solo un odio profundo.
Desde ese día, su visión del mundo cambió. Si su propia madre la veía como una mercancía, entonces no existía el amor, solo el poder.
La noche en que finalmente decidió acabar con ella, sintió libertad.
Esperó el momento adecuado. Se aseguró de que estuviera lo suficientemente drogada como para no reaccionar y la empujó frente a un auto en movimiento.
El conductor nunca sospechó que había sido provocado. La gente lo llamó un accidente. Para Débora, fue su primer paso hacia la independencia.
A partir de ese día, se prometió a sí misma que nadie jamás volvería a pisotearla.
La enviaron a un orfanato, un lugar que no era muy diferente de la casa de su madre. Allí aprendió lo que era la humillación y la pobreza en su máxima expresión.
Cada día en ese lugar fortalecía su ganas de superacion. Si quería salir de allí, si quería tener el control de su vida, debía aprender a manipular.
Y lo hizo.
A los dieciocho años, cuando finalmente dejó aquel infierno, se prometió que jamás volvería a ser pobre ni a depender de nadie.
Comenzó trabajando como mesera en bares y restaurantes de lujo. Sabía que su belleza era una herramienta, y la usó para encantar a hombres ricos que creían que podían comprarlo todo.
—Idiotas… susurró con desprecio, recordando las veces que los había embaucado para sacarle dinero.
Pero ninguno de ellos valía la pena. Todos eran prescindibles, hasta que apareció Ernesto Medina.
Ernesto Medina, un hombre viudo y adinerado, con un hijo que ya era adulto. No era el tipo de hombre con el que Débora soñaba, pero tenía algo que le interesaba: poder y dinero.
—Hubiera preferido conquistar a Samuel, pero el maldito ya tenía sus propias prioridades.
Así que hizo lo que mejor sabía hacer: envolvió a Ernesto con su encanto y lo llevó al altar.
El matrimonio no fue fácil. Ernesto la trataba con afecto, pero para Débora cada caricia, cada noche con él, era un sacrificio.
Pero ella jugaba a largo plazo.
Sabía que si tenía un hijo con él, su posición en la familia sería más fuerte. Así que se aseguró de quedar embarazada.
Cuando nació Cristian, pensó que ya tenía todo bajo control.
Pero entonces, Ernesto enfermó.
Débora vio la oportunidad perfecta y la aprovechó. Con su experiencia, sabía que el veneno adecuado podía hacer parecer que era una muerte natural, el viejo sufrió un paro cardíaco fulminante.
Y así fue.
La muerte de Ernesto fue silenciosa, sin sospechas, sin rastros.
Solo que, para su desgracia, la fortuna no pasó a ella.
Samuel Medina, el hijo mayor, heredó todo.
—Ese maldito bastardo… murmuró entre dientes.
Le dieron una pensión mensual y le prometieron que Cristian recibiría la mitad de la herencia cuando fuera mayor de edad, pero eso no era suficiente.
Ella quería todo.
Y para eso, Samuel tenía que morir.
Durante años, planeó la manera perfecta de deshacerse de él. Pero justo cuando todo parecía alinearse a su favor… Samuel desapareció.
—Escapó de su destino, pero no por mucho tiempo.
Débora se levantó de su silla y caminó hacia el ventanal de su oficina, observando la ciudad con una sonrisa fría.
Ella siempre tenía un plan B.
Mientras sus hombres seguían buscando a Samuel, ella se encargaba de otro asunto: el desvío de fondos.
—Si no puedo matarlo ahora, al menos puedo destruirlo de otra forma.
Durante los últimos meses, había estado manipulando los activos de la empresa. Utilizando el nombre de Samuel, desvió millones a cuentas offshore.
Cuentas que solo ella controlaba.
—Cuando alguien descubra lo que está pasando, será demasiado tarde.
Para el mundo, Samuel Medina se convertiría en un ladrón y un fugitivo.
Y cuando finalmente lo encontraran, no dudaría en deshacerse de él.
Débora sonrió.
—Al final, siempre gano.
Con un suspiro, regresó a su escritorio y tomó una copa de vino.
—Brindo por ti, Samuel. A donde sea que estés, tu destino ya está sellado.
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