En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
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Ocho
Daniel lo mira directo a los ojos, con esa chispa de barrio que traía en la sangre.
—Ya lárgate, güey, ¿qué chingados quieres? Siempre vienes a hacerte el payaso.
La sonrisa del Chuy se le borra de golpe.
—¿Cómo dijiste?
Se le marcan los músculos bajo la camisa negra, tensos, como listos pa’ soltar el primer madrazo. Daniel truena los dedos de la mano, ese sonido seco que se queda flotando en el aire. Esperanza entrecierra los ojos, mientras Marcelo deja colgar el cigarro en los labios abiertos. Silencio.
De pronto, el rugido de una moto rompe el ambiente. Es Santiago, que aparece por Insurgentes como si fuera parte de Molotov en pleno video. Entra derrapando con la Italika tuneada, luces de neón verdes en la panza, y se avienta un caballito frente al grupo. La moto rechina y se queda quieta en seco.
—¿Qué pedo aquí? —dice, bajándose con la chamarra de cuero medio rota.
Esperanza por fin suelta un respiro. El Chuy mira a Daniel y se guarda la bronca con una media sonrisa.
—Nada, Santiago… pura plática y ni un movimiento. Ya sabes cómo es.
—¿Entonces qué? ¿Se animan a mover el cuerpo o puro bla bla?
Santiago patea la patita de la moto y se baja, quitándose la chamarra. Le arrebata la Sol recién abierta a Marcelo y le da un trago largo.
—¿Qué onda, Chelo?
—Qué onda, carnal. —Marcelo sonríe, feliz de tenerlo de su lado, aunque con coraje por la chela perdida.
Cuando Santiago baja la cara, sus ojos se cruzan con los de Magdalena, la morra de mirada limpia que siempre lo hacía tambalear.
—Hola.
Ella apenas mueve los labios, bajito, como si le diera pena que los demás escucharan. Sus dientes blancos brillan bajo la luz de un anuncio de Coca-Cola que parpadea detrás. Los ojos verdes lo dicen todo, aunque sabe que Santiago es demasiado pa’ ella.
Él se le acerca, sin despegarle la mirada.
—Ten, cuídame esto.
Le deja en las manos su Casio metálico, que todavía trae el calor de su piel. Magdalena se lo pega al oído y escucha el tic-tac, como si el tiempo mismo se hubiera quedado suspendido.
De un salto, Santiago trepa la reja oxidada del cine Ópera, sube hasta la marquesina y se voltea con los brazos abiertos.
—¿Qué onda, morros? ¿O quieren invitación por fax?
El Chuy, el Pollo y el Kevin se trepan detrás de él, como si estuvieran en plena azotea de Tepito en competencia de parkour. Marcelo tarda más, con la chela en la mano, pero lo logra.
—Ya valí, yo hago de juez —dice, dándole un sorbo heroico a la cerveza como si fuera agua bendita.
Las siluetas se dibujan contra la noche chilanga, graffitis de Insurgentes brillando abajo en tonos fosforescentes.
—¿Listos? —grita Marcelo levantando la mano.
La cerveza chispea y le cae encima a Vanesa, una morra de cabello negro amarrado en coleta alta.
—¡No mames! —grita ella, con cara de fresa pero con barrio escondido—. ¡Aguas, cabrón!
La bola se ríe, limpiándose las gotas con las mangas. Arriba, diez morros musculosos se ponen en posición:
—¡Uno! —grita Chelo, y todos bajan al unísono.
—¡Dos! —Más rápido, más duro.
—¡Tres! —El mármol helado de la marquesina vibra bajo los cuerpos.
—¡Cuatro!
—¡Cinco!
Marcelo avienta la lata al aire y la patea con maña.
—¡Seis!
—¡Siete!
La lata vuela como paloma torcaz y cae de lleno sobre el vocho rojo de Vanessa.
—¡Eres un pendejo! ¡Yo me largo! —grita ella, molesta.
Sus amigas se carcajean. Juan, su novio de familia de lana, baja de un brinco y la agarra del brazo.
—No te agüites, Vane.
La envuelve y le planta un beso intenso que le corta la rabia.
—Bueno, pero dile algo a ese cabrón —responde ella, todavía medio ardida.
—¡Ocho! —grita Marcelo mientras empieza a menearse sobre la marquesina como si estuviera en un toquín de Caifanes. Mueve las manos al aire y el grupo abajo aplaude, echando porras.
—¡Ya se rajó uno! —añade, burlón—. Que porque su morra le armó pancho… pero ni pedo, la competencia sigue, raza.
Las carcajadas revientan como cohetes. El humo de los cigarros y un olor a tacos de suadero del puesto de la esquina se mezclan en el aire pesado de Insurgentes.
—¡Nueve! —los cuerpos bajan en sincronía, sudados, los tenis rozando el mármol frío de la marquesina.
Juan agarra a Vanessa de la cara con dos manos, como si fuera su salvación.
—¿Qué le puedes decir a este cabrón? —mira a los demás, sonriente—. Perdónalo, mi vida, no sabe lo que hace…
Y antes de que ella pueda contestar, le planta un beso largo, descarado, de esos que hacen que las amigas chiflen y se burlen. Vanessa quiere hacerse la digna, pero la risa se le escapa entre labios y muerde el aire.
La voz gruesa del Chuy corta el momento, con ese tonito que siempre traía, mitad burla mitad reto.
—¡Órale, Chelo’, deja de hacerla de payaso y suéltale al ritmo! Si no, neta me duermo aquí arriba.
—¡Diez! —remata Marcelo con los brazos al cielo, como si estuviera cerrando un concierto en el Tianguis del Chopo.
El calor sube entre los cuerpos. Santiago salta de la marquesina con la misma facilidad con la que se trepa a un microbús en hora pico. La camiseta azul cielo se le pega al torso, dejando ver los músculos tensos y las venas que parecen a punto de reventar.
El corazón le late cabrón, no como en las tardes de rutina, sino como aquella vez que escuchó La célula que explota en vivo, en un toquín clandestino en el centro. Ese día todo cambió: su sangre empezó a correr más rápido, su cuerpo supo lo que era estar vivo de verdad.
Abajo, la calle vibra: un microbús tuneado pasa tronando Puto de Molotov con luces neón verdes y rojas parpadeando en el techo, mientras un señor vende cassettes pirata de Maná y Jaguares desde una manta extendida en la banqueta. Los graffitis en los muros de Insurgentes parecen moverse con la música y los gritos de la bola.
Santiago se seca el sudor con el antebrazo, mira de reojo a Magdalena —que aún sostiene su Casio metálico como si fuera una joya— y siente cómo la ciudad entera lo empuja hacia adelante, como si esa noche, en ese rincón de la CDMX, todo estuviera a punto de explotar.