Un hombre que a puño de espada y poderes mágicos lo había conseguido todo. Pero al llegar a la capital de Valtoria, una propuesta de matrimonio cambiará su vida para siempre.
El destino los pondrá a prueba revelando cuánto están dispuestos a perder y soportar para ganar aquella lucha interna de su alma gemela.
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Capitulo 7
Los Caballeros Negros irrumpieron hasta las puertas del colosal templo. La muralla, erguida como un titán de piedra, imponiendo un silencio que pesaba como una sentencia. Desde lo alto, una figura armada se recortó contra el cielo y dejó caer su voz como un trueno:
—¡Si no poseen el permiso del Supremo, retírense en paz!
Andrey avanzó un paso, el filo de su sonrisa manchado de soberbia.
—Abran las puertas y no le aremos daño.
El eco de la negativa se materializó en luz. Los muros comenzaron a latir con un resplandor arcano, una barrera viva que desgarraba el aire con su fuerza ancestral.
—Son magos… no cederán —susurró Riven, su voz tan fría como el filo de una guadaña—. Entraremos por la fuerza.
Los Caballeros desmontaron. Lanzas y cuerdas en mano, treparon como sombras sobre la piedra, pero el muro respondió como un ente furioso. Una fuerza invisible los arrojaba al vacío; algunos rodaban por el aire como muñecos rotos antes de estrellarse contra el suelo, mientras otros eran repelidos con chasquidos de energía que les quemaban la piel.
—La magia se combate con magia —declaró Andrey, con una mirada enloquecida que destellaba como acero en la noche.
Las manos del batallón se alzaron al unísono. De sus palmas brotaron torrentes de energía incandescente, que se estrellaron contra la barrera con un siseo desgarrador. El muro de luz titiló, agonizante, hasta resquebrajarse. Riven, junto a un grupo de soldados, embistió la puerta principal. El estruendo de su caída fue como un trueno que anunciaba la desgracia.
Tras el umbral, un vasto jardín se extendía ante ellos, hermoso y perversamente sereno, como un paraíso atrapado en el instante previo a su profanación. Entre las flores y estanques, los guardianes del templo aguardaban, decididos a morir. El choque fue inmediato: acero contra acero, conjuros contra conjuros. El edén se tiñó de sangre en segundos.
De entre el caos emergió el sacerdote. Erguido, con los ojos incendiados por la fe y la ira, alzó la voz con la fuerza de un juramento divino.
—¿Cómo se atreven a mancillar este suelo sagrado? ¡Los dioses no tendrán piedad!
—¡Que se jodan tus dioses!—escupió Riven, agotado pero implacable—. ¿Dónde está la hija de Silvermit de Valtoria?
—No, esa alma está… —intentó responder el sacerdote sorprendido.
—No me interesan tus excusas —lo cortó Riven, con un brillo demoníaco en sus ojos avellana—. Tráela… o arderán.
—Que así sea —dijo el sacerdote, sellando su destino.
Las manos de los soldados volvieron a alzarse. Un rugido ígneo se derramó sobre los muros, y las llamas, voraces que quemaban la piedra y madera. Los gritos de los magos blancos se mezclaron con el estallido de vidrios y el gemido de la piedra al fundirse.
En medio del infierno, Lauren titubeó. El instinto le exigía huir, pero el deber clavó sus garras en su alma. Se precipitó hacia la puerta del subsuelo y descendió, devorado por un olor a azufre y desesperación. Corrió a través de pasillos oscuros hasta alcanzar la última cámara.
—¡Señorita, debemos irnos! —gritó.
—Sí… —respondió Aria, su voz quebrada como un hilo de cristal.
Juntos treparon las escaleras, esquivando lenguas de fuego, hasta alcanzar el patio trasero, donde Mita los esperaba. Su rostro estaba pálido como la ceniza, y sus ojos, anegados en pánico, reflejaban el incendio del mundo que dejaban atrás.