Ayanos jamas aspiro a ser un heroe.
trasportado por error a un mundo donde la hechicería y la fantasía son moneda corriente, solo quiere tener una vivir plena y a su propio ritmo. Con la bendición de Fildi, la diosa de paso, aprovechara para embarcarse en las aventuras, con las que todo fan del isekai sueña.
Pero la oscuridad no descansa.
Cuando el Rey Oscuro despierta y los "heroes" invocados para salvar ese mundo resultan mas problemáticos que utiles, Ayanos se enfrenta a una crucial decicion: intervenir o ver a su nuevo hogar caer junto a sus deseos de una vida plena y satisfactoria. Sin fama, ni profecías se alza como la unica esperanza.
porque a veces, solo quien no busca ser un heroe...termina siendolo.
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cap 7
TODO UN ACTOR
Después de un mes, el plazo dado por el rey Serid se cumplió, y los héroes partirían en su primera misión fuera de las paredes del palacio para ganar renombre. El rey decidió organizar una gran ceremonia en honor a tan importante acontecimiento.
La escena comienza con el soberano de pie frente a una gran puerta que daba a la entrada principal del palacio, donde se había preparado un escenario ostentoso. Frente a él, un enorme telón lo separaba de la muchedumbre, ansiosa por saber qué sucedería. A su lado, se encontraban la reina Elenya, elegante como siempre, y su hija, la princesa Seris, tan radiante y hermosa como de costumbre. Detrás de ellos iban Bruno y Gregory, acompañando solemnemente a la familia real.
La voz de un sirviente, respetuosa y formal, se dirigió al rey: —Todo está listo, su alteza.
Al oír esto, el grupo liderado por el rey Serid avanzó mientras el telón se abría lentamente para darles paso.
El bullicioso ruido de la multitud se convirtió en un silencio abrumador, seguido de una solemne reverencia por parte de todos los presentes. El sol de la mañana bañaba a la familia real, vestidos con ropajes blancos y dorados, otorgándoles un brillo casi divino y majestuoso en el centro del gran escenario. Frente a ellos, en la calle empedrada, era casi imposible ver el suelo, cubierto por la marea humana.
En medio del escenario, un atril esperaba la imponente figura del ser más importante allí presente.
Su Majestad Serid se acercó solemnemente al atril. Alzando las manos, indicó que levantaran la cabeza, y sin chistar, todos obedecieron.
Con un tono cordial, magnánimo y claro, el rey pronunció:
—Mi pueblo... Hoy los he reunido aquí, frente a mí y a mi familia, para que sean testigos de la historia misma.
Todas las miradas, expectantes, estaban fijas en él, incapaces de apartarse.
Continuó:
—En estos tiempos, cada vez más tumultuosos y desafiantes, nada escapa a mi conocimiento... Fuerzas del mal intentarán hacer de las suyas contra los inocentes.
Los rostros expectantes se transformaron en muecas de intriga y preocupación.
Entre la multitud, destacaba un pequeño grupo de muchachas, aunque era solo por la presencia de una joven de cabellos color miel y belleza inmaculada: Beatriz. Ella había llegado a la capital, pero por ahora su aparición no tendría mayor relevancia.
El soberano prosiguió:
—Pero como su rey, no puedo permitirlo. Y he aquí a quienes han respondido a mi llamado con increíble sinceridad.
Extendiendo un brazo, presentó a los cinco héroes que subían al escenario. Vestían armaduras y túnicas blancas y plateadas, decoradas con detalles dorados. Saludaban alegremente, con rostros gentiles y generosos, posturas valientes y majestuosas, dignas de salvadores del mundo.
Viendo eso, Gregory no pudo evitar pensar con sarcasmo:
"Qué grandes actores... parecen personas decentes."
Los héroes se formaron uno al lado del otro frente al público, que hervía de emoción, entre gritos y aplausos.
Hicieron una reverencia respetuosa, pero sin que la multitud lo notara, Darwin —ubicado en el centro— mostró por un instante una mueca de odio, que enseguida cambió por una sonrisa amable al enderezarse.
La muchedumbre ardía de emoción. Las mujeres, embelesadas, se derretían ante la presencia de Darwin, quien parecía un héroe galán arrancado de un cuento de hadas. El rey Serid sonreía con complicidad, satisfecho por el impacto de su elección.
Darwin, el líder del grupo, levantó una mano pidiendo silencio. El bullicio se extinguió al instante. Con un tono heroico, lleno de pureza y bondad, se presentó:
—Mi nombre es Darwin, soy el líder y espadachín del grupo...
En su interior, sin embargo, pensaba con un oscuro desprecio hacia las personas presentes: "Idiotas."
Prosiguió, envolviendo sus palabras en una calidez fingida:
—Mis compañeros y yo dejamos nuestro mundo para acudir en su ayuda...
Mientras tanto, su mente seguía escupiendo veneno: "Inútiles que no pueden hacer nada solos."
Colocándose la mano en el corazón, y adoptando una expresión gentil y bondadosa, continuó:
—Prometo que no sufrirán penas ni dolor mientras estemos aquí.
La gente estalló en vítores, lanzando al aire sombreros y flores, exaltados por la promesa de salvación. Y aunque Darwin mantenía aquella sonrisa radiante, casi angelical, en lo profundo de su alma pensaba:
"Voy a hacer lo que me plazca en este mundo. Me obligaron a venir como un títere en su juego... Pues bien, entonces me regodearé en mis privilegios. Algún día, todo este mundo será mío."
Mientras pensaba esto, alzó ambos brazos hacia el cielo, como absorbiendo la gratitud y los aplausos de esa multitud crédula, disfrutando con un placer casi perverso la adoración de quienes no podían ver más allá de su máscara.
Cuando la ceremonia terminó, el rey exclamó con voz solemne:
—¡Abran paso a los héroes!
La orden resonó en la calle y, obedientes, las personas comenzaron a moverse, abriendo un sendero para el espectacular carruaje negro. Era un vehículo tan elegante, tan excesivo, que parecía más apropiado para un desfile real que para una expedición de aventura; sin embargo, nadie se atrevió a cuestionarlo.
Con paso majestuoso, el carruaje avanzó, llevándose en su interior a los supuestos salvadores, quienes así emprendían el primer viaje de una leyenda que apenas comenzaba a escribirse.
El carruaje surcaba la ciudad por su calle principal, seguido por unos treinta soldados a caballo, todos con relucientes armaduras. Se dirigían hacia la salida del pueblo.
Dentro del lujoso vehículo, los cinco héroes viajaban acompañados por Bruno, quien estaba sentado con los brazos cruzados, los ojos cerrados y una mueca seria en el rostro. Darwin, por su parte, se encontraba recostado cómodamente en los asientos de terciopelo rojo, suspirando con pesadez.
Estela, sentada al frente entre Bruno y Amelya, lo miró de reojo con sarcasmo y casi en tono de burla dijo:
—Pues yo te daría un Óscar, gran líder.
Richard no pudo contener la risa y añadió, entre carcajadas:
—En serio, te luciste... ¡Hasta yo me lo llegué a creer! Jajaja.
De fondo, casi sin involucrarse, Gastón murmuró:
—Sí, sí...
Lo dijo asintiendo levemente, mientras que Amelya mantenía la mirada perdida en el paisaje que desfilaba tras la ventana, aferrada con fuerza a su báculo, como si fuera su único ancla en ese mundo.
Darwin no emitió palabra. Solo seguía recostado contra el respaldo, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, como intentando descansar... o tal vez, simplemente desconectarse de todo.
Ahora vemos a nuestro protagonista, sentado sobre una bestia enorme, parecida a un lagarto de piel color arena, perfecta para un habitante del desierto. El sol brillaba en todo su esplendor, abrasador y despiadado. Mientras comía un trozo de carne seca, pensó: "Supongo que ahora la gente de ese pueblo podrá estar más tranquila."
Luego, arrancando con dificultad un pedazo más de la dura carne, mascándolo a regañadientes, murmuró en voz alta:
—Qué horrenda es la carne seca...
