Cathanna creció creyendo que su destino era convertirse en la esposa perfecta y una madre ejemplar. Pero todo cambió cuando ellas llegaron… Brujas que la reclamaban como suya. Porque Cathanna no era solo la hija de un importante miembro del consejo real, sino la clave para un regreso que el reino nunca creyó posible.
Arrancada de su hogar, fue llevada al castillo de los Cazadores, donde entrenaban a los guerreros más letales de todo el reino, para mantenerla lejos de aquellas mujeres. Pero la verdad no tardó en alcanzarla.
Cuando comprendió la razón por la que las brujas querían incendiar el reino hasta sus cimientos, dejó de verlas como monstruos. No eran crueles por capricho. Había un motivo detrás de su furia. Y ahora, ella también quería hacer temblar la tierra bajo sus pies, desafiando todo lo que crecía.
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CAPÍTULO SEIS: EL PESO DEL SILENCIO
Cathanna
—Si querías estar conmigo de esa manera, solo tenías que pedirlo con más dulzura —dijo con una sonrisa burlona—. Pero no me quejo. Aunque, si vamos a hacer esto, prefiero arriba. Tengo mejor vista de tus...
—¡Cállate! —le di un golpe en el brazo, sintiendo cómo el calor me subía al rostro—. Solo trato de ocultarme. No es una invitación a nada. No quiero que me toques de ninguna manera o te juro que te golpearé hasta el cansancio.
—¿Ocultarte de quién? —Una de sus cejas se elevaron.
—Puede que mi hermano esté aquí…
—¿Tu hermano? ¿En este lugar? Parece que los hermanos comparten un estilo de vida muy interesante.
—¡Idiota! —Le di otro golpe en el brazo—. Me refiero a que él no puede verme aquí. Tengo una reputación que cuidar. Se supone que debería estar en el castillo durmiendo como una princesa.
—Si estás en este lugar, tan santa no eres.
—Vine a acompañar a una amiga.
—¿Vestida así?
—¿Y qué tiene?
—Nada… —Se cruzó de brazos, apoyando el peso en una pierna mientras me recorría con la mirada de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron un segundo más de lo necesario, como si evaluara algo que yo no alcanzaba a ver—. Ya no pareces una niña, sino una… mujer.
—Soy una mujer. Nací siéndolo. ¿Cuál es tu punto?
Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa ladeada, aunque no parecía que le hiciera demasiada gracia.
—Sabes perfectamente a qué me refiero.
—¿Insinúas que mi ropa dicta mi madurez?
—En cierta parte. —Se pasó una mano por el cabello, como si buscara las palabras adecuadas—. Te ves más segura que ese día, cuando nos conocimos.
—Sí, claro. Estoy muerta de la seguridad en este momento. —Rodé los ojos —. ¿Qué hacías aquí de todas formas?
—Negocios.
—Claro… negocios —dije con tono dudoso—. Solo acepta que vienes a este lugar para pagar por las mujeres.
—Créeme, no estoy aquí por placer.
—Eso suena como algo que alguien diría cuando está aquí precisamente por placer.
—¿Y tú? ¿Además de huir de tu hermano, qué haces aquí?
—Como te dije, vine con una amiga.
—Una amiga que trabaja aquí, supongo.
—Sí.
—Bueno, no te quedarás aquí para siempre. ¿Cuál es tu plan?
—Esperar a que se vaya mi hermano.
—¿Y si tarda horas?
—Entonces tendré que buscar otra salida.
—O podrías dejar de esconderte como si fueras una fugitiva.
—No entiendes, si me ve aquí…
—¿Qué? ¿Te va a dar un sermón? ¿Le va a contar a mamá? —Se burló.
—¡Mi madre me colgaría si se entera!
—Vaya, parece que hay más en la niña perfecta de lo que todos creen.
—¿Sabes qué? Olvídalo. No necesito tu ayuda.
—Bien. —Se encogió de hombros—. Pero al menos avísame cuando decidas salir corriendo otra vez, así no me llevas contigo.
Me acerqué a la puerta y la abrí justo en el mismo instante en que, dos puertas más adelante, otra se abría, revelando a Xaren junto a aquella mujer. El pánico me invadió. Sin pensarlo, retrocedí rápidamente y cerré la puerta de golpe. En mi prisa, tropecé con Zareth, que estaba justo detrás de mí, y antes de darme cuenta, había caído sobre él, quedando de espaldas contra su pecho.
Sentí sus manos sujetando mi cintura, lo que me hizo reaccionar de inmediato. Me incorporé de un salto, alejándome de él con el rostro encendido de vergüenza.
—¿Qué crees que haces, acosador? —espeté, fulminándolo con la mirada—. No puedes ir por ahí tocando a la gente sin su permiso.
—Fuiste tú quien cayó sobre mí.
—¡Eso fue un accidente!
—Tranquila, bella damisela. —Zareth levantó las manos en señal de inocencia, con esa maldita sonrisa aún en su rostro—. Solo digo. No es para que te lo tomes tan personal.
—Debo salir de aquí.
—Buena suerte con eso —dijo él, apoyándose contra la pared con los brazos cruzados—. Tu hermano sigue afuera.
—Esta noche no puede salir peor.
—Podríamos hacer que parezca que estás aquí por mí. Si sales conmigo, abrazada de mi brazo o algo por el estilo, nadie sospechará nada.
—Esa es la peor idea que he escuchado en mi vida.
—¿Tienes una mejor?
—Puedes usar ese chasquido —propuse.
—¿Y a dónde te llevaría?
—A casa.
—¿Crees que sé dónde vives? Soy un Cazador, no un adivino. Además, ¿te irás sin decirle a tu amiga? Eso es muy descortés de tu parte.
Abrí la boca para responder, pero la cerré de inmediato. Porque la verdad era que no tenía una mejor idea. Zareth sonrió al notar mi silencio.
—Sabía que te gustaría mi plan.
Zareth extendió su brazo y lo pasé por el mío con reticencia. No me gustaba esto, pero era mejor que la alternativa. Tomé una respiración profunda antes de abrir la puerta. Afuera, el pasillo seguía en penumbra, iluminado solo por la tenue luz de las lámparas en la pared. Xaren aún estaba ahí, de espaldas a nosotros, hablando con la mujer que había visto antes. No parecía notar nuestra presencia… aún.
—Actúa natural —murmuró Zareth cerca de mi oído.
—¿Y qué se supone que es actuar natural en esta situación? —susurré de vuelta, sintiendo un escalofrío recorrer mi piel.
—Haz lo que cualquier pareja haría al salir de una habitación en este tipo de lugares —respondió con una sonrisa socarrona.
—Ni en un millón de años.
—Tranquila, solo bromeo… En parte.
Le di un codazo en las costillas, haciéndolo reír aún más. Zareth me dio un leve tirón en el brazo y comenzamos a caminar, alejándonos. Solo cuando estuvimos a una distancia prudente, dejé escapar el aire que no sabía que estaba conteniendo.
—¿Ves? Funcionó —murmuró Zareth con satisfacción.
—Cállate —susurré, aun sintiendo el corazón martillear en mi pecho.
—Tu amiga ya terminó su baile. Será mejor que vayas con ella.
—¿Cómo sabes quién es mi amiga?
No respondió. Solo chasqueo los dedos y desapareció.
—Qué hombre tan extraño.
No podía ir con Katrione. No después de lo que había dicho. Sabía bien lo que estaba haciendo en ese momento y el simple pensamiento me revolvía el estómago.
Volví la mirada a la mesa donde se encontraban los amigos de mi hermano. Estaban rodeados de mujeres, como siempre. Eran unos mujeriegos empedernidos, sin pudor alguno. Incluso se atrevían a coquetear conmigo cuando mi hermano estaba presente.
Bajé la mirada justo cuando Xaren apareció desde el pasillo con una mujer del brazo. Volvió a la mesa con sus amigos, riendo con la misma despreocupación de siempre.
Fue entonces cuando sentí una mano cubriendo mi boca y un cuerpo fuerte presionándome por la espalda. El pánico me paralizó por un segundo. Intenté girarme, patear, pero quienquiera que fuera tenía más fuerza de la que yo jamás tendría. Me arrastró sin esfuerzo hacia una de las habitaciones. Apenas crucé el umbral, me empujó con violencia, haciéndome caer de espaldas sobre la cama.
El asqueroso hedor a alcohol y sudor me golpeó antes de que pudiera ver su rostro. Su peso se cernió sobre mí, sus manos rudas recorrieron mi cuerpo sin permiso, y sus labios intentaron buscar los míos.
—¿Qué crees que haces? —Forcejee—. Aléjate de mí, maldito, pervertido.
—Estás tan linda. Me pregunto cómo te sentirás.
Con una mezcla de asco y desesperación, escupí su rostro con todas mis fuerzas. Él se detuvo por un segundo. Luego, su mano se estrelló contra mi mejilla con tal violencia que el mundo pareció tambalearse. El dolor explotó en mi rostro y un calor pegajoso comenzó a bajar por mi nariz.
Sangre.
—Quédate quieta —gruñó, su aliento caliente y apestoso rozando mi piel mientras sus labios asquerosos descendían por mi cuello—. Te gustará. Te lo aseguro. A las tipas como tú les gusta que las traten como las perras que son. Siempre dicen que no, pero al mero final, se termina abriendo más.
—¡Aléjate!
Su mano áspera se deslizó por mi muslo, y el pánico se convirtió en una tormenta rugiente dentro de mí. Reuní toda la fuerza que tenía y le clavé las uñas en la cara. Él rugió de dolor y, por un breve segundo, su agarre se aflojó. Fue todo lo que necesité. Levanté la rodilla con toda mi fuerza y lo golpeé entre las piernas. Aproveché la oportunidad y rodé fuera de la cama, cayendo al suelo de rodillas.
Corrí hacia la puerta. Estuve a punto de alcanzarla, pero una mano brutal me agarró del cabello y me lanzó contra la pared. El impacto me dejó sin aliento, un sabor metálico inundó mi boca y mis piernas flaquearon.
—-Maldita zorra. Me las pagarás.
—¡Déjame!
Antes de que pudiera reaccionar de una manera más afilada, una espada atravesó el pecho de mi agresor. Sus ojos se empezaron a apagar lentamente, y su cuerpo cayó pesadamente al suelo, revelando a Zareth de pie detrás de él, con el ceño fruncido y la mirada encendida de furia.
¿Cómo había llegado hasta aquí?
Mis ojos se posaron en el cadáver. Abrí la boca, pero ningún sonido salió de ella. No podía procesar lo que acababa de ocurrir. Temblando, me aferré a Zareth. El miedo aún me oprimía el pecho, me nublaba la mente, me paralizaba. Sabía cómo defenderme, tenía las habilidades… pero en ese momento, todo se había desvanecido.
Me siento bloqueada.
Zareth deslizó una mano por mi espalda en un gesto calmante, aunque su agarre era suave, casi indeciso, como si temiera que pudiera romperme en cualquier momento. Su respiración era pesada.
—¿Estás bien? —Su voz rompió el silencio, grave y contenida.
No supe qué responder. No podía. El temblor en mis manos no cesaba, y mi pecho subía y bajaba descontroladamente. Sentía frío, pero al mismo tiempo, un sudor helado cubría mi piel. Miré la sangre que se deslizaba desde el cadáver hasta la alfombra, empapando la tela con un rojo oscuro.
La imagen me revolvió el estómago.
No era la primera vez que veía la muerte… pero esta vez había sido diferente. Esta vez, la víctima había estado sobre mí, intentando robarme algo que nunca le perteneció. Y esta vez, no había sido yo quien lo había detenido.
—No… no lo sé —logré murmurar al fin—. Creo que sí.
—No podemos quedarnos aquí.
Guardo su espada en la vaina que colgaba detrás de su espada. Su mano se posó en mi cintura, escuche el chasquido de sus dedos. Nos encontramos de pronto en un pasillo oscuro.
Cuando llegamos a una de las puertas traseras del lugar, se detuvo y se giró. Levanté la vista, encontrándome con su expresión severa. Su mirada recorrió mi rostro ensangrentado, la hinchazón en mi mejilla, el rastro de lágrimas que no me había dado cuenta de que estaban allí.
—Si alguna vez vuelve a pasar algo así… —Su voz era un susurro oscuro—. Mátalo antes de que te toque. No importa quien sea, hazlo.
—Nunca he matado a alguien.
—Tienes que hacerlo si quieres mantenerte con vida. Personas como él no merecen la vida si no respetan la de otros.
—Es fácil decirlo para quien ya está acostumbrado a matar.
—No fue fácil para mí al principio. Menos cuando se tiene diez años.
—¿Comenzaste a matar a los diez años? Pero…
—No importa.
—¿Dónde estamos? —cambie de tema, mirando todo.
—No sabía dónde… vives —dijo con un deje de nerviosismo en su tono—. Te curaré las heridas y, después, me dirás cómo llegar a tu casa. ¿De acuerdo?
Zareth abrió la puerta, revelando una habitación oscura y sencilla. Me senté en la cama, sintiendo el peso del cansancio y el miedo aún aferrado a mis huesos.
—Quédate aquí.
Zareth salió de la habitación y regresó minutos después con un frasco de alcohol, algodón y vendas. Se agachó a mi altura y comenzó a limpiarme las heridas con cuidado.
—¿Te duele?
—Solo un poco.
Cada roce de sus manos sobre mi piel hacía que mi cuerpo temblara. Era una reacción instintiva al miedo, al recuerdo aún fresco de lo que había ocurrido. Y aunque Zareth me estaba ayudando, seguía siendo un hombre… y en el fondo, temía que intentara hacer lo mismo que aquel desgraciado.
—¿Qué pasará con el cadáver? —pregunté en un intento de distraer mi mente—. ¿Se quedará ahí o se la llevarán?
—No te preocupes por eso —respondió con calma—. Por ahora, solo intenta alejar ese pensamiento de tu cabeza.
—Es difícil…
—Créeme que lo entiendo —dijo, sin dejar de curarme—. Estás temblando mucho. Escucha… no te haré daño. No soy como él. Estás a salvo conmigo. —Llevó su mirada a mis ojos —. No me aprovecho de nadie, menos chicas indefensas cómo tú.
—No puedo estar segura…
—Y es bueno que no confíes en nadie —admitió—. Te prometo que no te haré daño. Solo quiero protegerte.
—¿Por qué quieres protegerme?
—Porque ese es mi trabajo. Los Cazadores protegemos a los civiles.
Zareth terminó de curarme en silencio y luego se sentó a mi lado. Ninguno de los dos habló. Solo el sonido de nuestra respiración llenaba la habitación. Pasaron varios minutos así, inmóviles, atrapados en una calma tensa. Me llevé una mano al rostro y limpié las lágrimas.
—Vamos. Te llevaré a casa. Debes informarle a tu familia lo sucedido.
—No —respondí de inmediato—. No puedo decirle a nadie. Mi madre me regañara si se entera de que salí sin permiso. Y mi padre… él no está en casa. Nunca lo está. Y mi familia, ellos son… malos cuando se trata de temas como estos.
—No puedes salir de casa, así como así. ¿Si te pasa algo, dónde irían a buscarte tus padres?
Bajé la mirada, incapaz de responder. Sabía que tenía razón, pero la idea de enfrentar a mi madre, de ver su mirada de desaprobación y escuchar sus reproches, era demasiado para mí. Ella no me abrazaría-Al contrario, me daría un fuerte golpe que me hiciera cuestionar todo.
—No lo entenderían —susurré—. Solo dirían que fue mi culpa por salir tarde.
—¿Dónde vives?
—Valle de Lila.
Él extendió su mano y, tras un momento de duda, la acepté. En un parpadeo, nos encontramos a una distancia prudente de la mansión. Los guardias estaban en sus puestos, patrullando como siempre. Mi mirada se deslizó hacia Zareth, buscando en él una salida, una excusa, algo que me permitiera retrasar lo inevitable.
—No tienes que decirle—dijo suave —, pero entra a casa.
Suspire pesadamente.
—¿Me ayudarías a entrar por la parte trasera?
—¿Qué?
—Mi madre no puede verme vestida así.
—Cathanna…
—Por favor —supliqué, aferrándome a su brazo—. Ella es demasiado estricta conmigo. Mejor dicho… todos aquí lo son. Yo no… no puedo hacer lo que quiero. Por eso nadie debe verme.
—¿Por qué te tratan como si fueras una niña?
Tragué en seco antes de responder:
—Porque soy… Ya sabes. Los hombres y las mujeres somos diferentes…
—No tanto realmente.
—Lo somos — afirmé —. Mi padre lo dice, mi madre, mis abuelos.
—Que ellos lo digan no lo hace real.
—Solo ayúdame a entrar.
Zareth me ayudó a entrar sin que nadie se diera cuenta. Me deslicé por el pasillo con cautela, conteniendo la respiración cada vez que escuchaba un sonido. Al llegar a mi habitación, cerré la puerta con cuidado y, apenas lo hice, mi cuerpo se desplomó sobre la cama. Cerré los ojos con desesperación, deseando borrar todo lo ocurrido, arrancarlo de mi memoria como si nunca hubiera pasado.
Me levanté y fui al baño. Giré la llave de la bañera, dejando que el agua caliente corriera hasta llenarla. Mis manos temblaban mientras me quitaba la ropa con brusquedad, como si eso pudiera deshacerme de la sensación que me envolvía.
La impotencia se apoderó de mí.
Tomé la esponja y la arrastré por mi piel con fuerza, sin importarme el ardor. No me importaba el dolor. Lo que pasaba por mi mente era mucho peor. Froté. Y froté. Mi piel se puso roja y una herida comenzó a formarse.
Salí del baño con pasos lentos, sintiendo el peso de mi propio cuerpo. Me dejé caer en la cama sin fuerzas para ponerme el pijama, sin ganas de peinarme, sin ganas de nada. Solo podía sentir las lágrimas rodando por mi rostro, cayendo una tras otra sin que pudiera hacer nada para detenerlas.
No sabía qué hacer. Decírselo a mis padres sería mi condena. Me verían con desprecio, me harían sentir aún más culpable de lo que ya me sentía. Porque, según ellos, las mujeres siempre éramos culpables. Porque, según ellos, nacimos con el demonio dentro. Porque, según ellos, nunca estaríamos libres de pecado.
La puerta se abrió de golpe, sobresaltándome. Azlieh apareció en el umbral, su expresión preocupada.
—Estuve buscándola —dijo, entrando sin esperar invitación—. ¿Dónde estaba? Su madre llegó hace poco. Inventé la excusa de que estaba muy cansada y por eso no podía atenderla.
Me levanté y fui hacia ella sin preocuparme por mi desnudez. La abracé con fuerza, aferrándome a su cuerpo como si de ello dependiera no desmoronarme por completo. Mi llanto se intensificó, quebrando la poca compostura que me quedaba. En ese momento, no me importó mostrarme débil.
—¿Qué sucedió? —preguntó en voz baja.