El Alfa Y Su Presa

El silencio antes del ataque era absoluto.

Ni el viento osaba cruzar las copas de los árboles que rodeaban el templo. Las antorchas titilaban con timidez, como si intuyeran que pronto serían devoradas por un fuego más oscuro.

Desde lo alto de la torre sur, Nyra observaba el horizonte con el corazón latiéndole en la garganta. A su lado, Varkhan se mantenía firme, los ojos dorados fijos en el bosque. Aún llevaba la capa negra sobre los hombros, pero sus manos desnudas ya se preparaban para cambiar. Sus músculos tensos anunciaban que estaba al borde de la transformación.

—Están cerca —dijo ella, sin saber cómo lo sabía.

—Demasiado.

—¿Cuántos?

—Más de los que esperábamos. Y no vienen a hablar.

Varkhan bajó las escaleras con pasos firmes. Nyra fue tras él. En el patio, la manada ya estaba reunida. Kate caminaba entre los guerreros, inspeccionando sus posiciones con mirada calculadora. Samuel y Mairen discutían algo junto al altar de piedra.

—¿Estás lista? —le preguntó Varkhan a Nyra.

Ella lo miró con los ojos abiertos, las pupilas dilatadas, la piel tensa como un tambor a punto de estallar.

—No —respondió—. Pero no voy a huir.

El primer impacto llegó con una explosión sorda.

El muro norte se sacudió como si un puño gigante lo hubiera golpeado. Las piedras se agrietaron, y del bosque surgieron figuras encapuchadas, armadas con dagas negras y ojos sin alma. No eran humanos. No del todo. Tampoco lobos.

—Cazadores de luna —susurró Mairen, con voz rasgada—. Los traidores de la sangre.

El caos se desató.

Los guerreros de Varkhan se transformaron en un parpadeo. Garras, colmillos, músculos que crecían bajo la piel. El aullido del alfa los guió como un trueno, y la batalla comenzó.

Nyra no se quedó atrás. Corrió hacia el círculo del altar, donde la piedra vieja temblaba con una energía que nunca antes había sentido. Su corazón latía a un ritmo ajeno. Un tambor lejano, ancestral. Las visiones que había tenido por fin encajaban.

Se arrodilló y apoyó las manos sobre la piedra. Sus ojos se cerraron.

—Sangre… fuego… palabra… —murmuró, sin saber por qué.

El altar respondió.

Un resplandor blanco la envolvió, elevándola del suelo. Su cuerpo flotó unos centímetros, el cabello alzándose como si el aire la reclamara. Símbolos antiguos comenzaron a aparecer en su piel: espirales, runas, líneas que brillaban como hierro candente.

Desde lo alto, gritó:

—¡Atrás!

Una onda de choque salió de su cuerpo, barriendo a los enemigos más cercanos. Algunos fueron lanzados por los aires, otros simplemente cayeron, retorciéndose.

Los suyos la miraban como si no fuera de este mundo.

Varkhan, cubierto de sangre enemiga, se acercó corriendo. Estaba herido: un corte en el costado, una marca en el hombro. Pero sus ojos no mostraban dolor, solo asombro.

—¿Nyra?

Ella descendió lentamente. Sus pies tocaron el suelo, pero su aura seguía chispeando como si la magia no quisiera soltarla.

—Creo que acabo de despertar algo —dijo ella, con voz temblorosa.

—Lo has hecho —dijo Mairen, acercándose—. Has llamado a la sangre de las Guardianas. A las primeras brujas.

—¿Y qué significa eso?

—Que no solo eres una luna. Eres un faro. Y ahora todos lo sabrán.

Esa noche, tras la retirada de los invasores y la quema de los cuerpos caídos, la manada se reunió en torno al círculo de fuego. No era una celebración. Era un juramento.

Kate tomó la palabra, con su tono afilado.

—Hoy nos han atacado por lo que ella es —dijo, señalando a Nyra—. Pero también hemos sobrevivido por lo mismo.

—Si alguien aún duda de su lugar entre nosotros —añadió Samuel, mirando a los guerreros más jóvenes—, que se marche.

Varkhan, de pie junto a Nyra, alzó la voz por encima del resto.

—Os lo advertí. Ella es mi luna. Y ahora es también la vuestra. La protegeréis como me protegéis a mí. O no tendréis sitio aquí.

Un murmullo de aceptación se elevó entre los presentes. Algunos se arrodillaron. Otros inclinaron la cabeza. El respeto había sido ganado. No con palabras, sino con poder.

Más tarde, en la oscuridad del templo, Varkhan limpió las heridas de su costado sin emitir queja. Nyra se acercó en silencio, y sin pedir permiso, se agachó frente a él.

—Has sangrado por mí —dijo, con los ojos clavados en los suyos.

—Y volvería a hacerlo.

—¿Siempre lo harás?

—Hasta que ya no me quede aliento —respondió él—. Porque te amo, Nyra. No solo por lo que eres. Sino por lo que soy cuando estás cerca.

Ella apoyó la frente en su pecho. Y por primera vez, sin miedo, susurró:

—Y yo… me estoy convirtiendo en algo nuevo. Pero no quiero hacerlo sola.

Él la abrazó, rodeándola como un muro, como un refugio.

Y fuera, mientras la luna se alzaba de nuevo en lo alto, las brasas del altar seguían encendidas, como si supieran que el verdadero incendio aún no había comenzado.