Eleanor Whitmore, una joven de 20 años de la alta sociedad londinense, vive atrapada entre las estrictas expectativas de su familia y la rigidez de los salones aristocráticos. Su vida transcurre entre bailes, eventos sociales y la constante presión de su madre para casarse con un hombre adecuado, como el arrogante y dominante Henry Ashford.
Todo cambia cuando conoce a Alaric Davenport, un joven noble enigmático de 22 años, miembro de la misteriosa familia Davenport, conocida por su riqueza, discreción y antiguos rumores que nadie se atreve a confirmar. Eleanor y Alaric sienten desde el primer instante una atracción intensa y peligrosa: un amor prohibido que desafía no solo las reglas sociales, sino también los secretos que su familia oculta.
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Sombras y deseos
La mansión Whitmore dormía, sumida en un silencio pesado, apenas interrumpido por el crujido ocasional de la madera o el susurro lejano del viento contra los ventanales. Tras el regreso del baile en casa de los Montclair, los criados habían apagado la mayoría de las luces, y solo quedaban algunas velas encendidas en los pasillos principales. Eleanor subió las escaleras lentamente, con el cansancio del día pesándole en los pies, pero con la mente demasiado despierta como para rendirse al sueño.
Anne la esperaba en la puerta del dormitorio con una lámpara en la mano. Entraron juntas, y la luz reveló la amplitud de la estancia: las paredes cubiertas de tapices florales, el dosel bordado de la cama, los espejos que multiplicaban el resplandor tenue de las velas.
—¿Desea que la ayude con el vestido, señorita? —preguntó Anne, en voz baja.
Eleanor asintió, aunque su mente estaba en otro lugar. Mientras la doncella desabrochaba los broches del vestido azul medianoche, Eleanor recordó el momento en que Alaric había tomado su mano en el salón. La frialdad de su piel, contrastando con la firmeza de sus movimientos, había despertado en ella una corriente de electricidad que todavía sentía en las venas.
El corsé cedió con un suspiro, y Eleanor inhaló profundamente. Sentirse libre de aquella opresión física era un alivio, pero no bastaba para liberarla de las otras ataduras: las expectativas de su madre, las miradas de Henry, los cuchicheos de la sociedad.
Anne dejó el vestido cuidadosamente sobre una silla y le tendió una bata ligera de lino. Eleanor se envolvió en ella, agradeciendo la comodidad.
—¿Quiere que le prepare un té para dormir? —insistió la doncella.
—No, gracias, Anne. Prefiero estar sola.
Anne la miró con un dejo de preocupación, pero obedeció. Al cerrar la puerta tras de sí, el dormitorio quedó sumido en un silencio profundo. Solo la luna, que se filtraba entre las cortinas, iluminaba suavemente la estancia.
Eleanor se sentó frente al tocador y contempló su reflejo en el espejo. Su rostro estaba aún encendido, no por el calor del salón, sino por lo que había sentido aquella noche. Cerró los ojos y permitió que los recuerdos fluyeran.
Revivió el instante en que la voz de Alaric, grave y suave, había pronunciado su nombre. Cómo la había mirado, no como un hombre mira a una dama para evaluarla, sino como si la viera de verdad. Y el baile… Dios, el baile. Cada paso había sido un diálogo secreto, cada roce de sus manos un pacto no escrito.
Lo comparó, inevitablemente, con Henry. Con su sonrisa arrogante, sus comentarios banales, su insistencia en mostrar su propio mérito. Eleanor no sentía nada con él, nada que no fuera aburrimiento o molestia. Y sin embargo, su madre insistía en que Henry era el futuro, el hombre correcto.
¿Qué había de correcto en un futuro que le apagaba el corazón?
Se levantó y caminó hasta la ventana, corriendo las cortinas con un gesto. Afuera, la ciudad dormía bajo la neblina. El aire nocturno se coló en la habitación, frío y húmedo, erizando su piel.
Apoyó la frente contra el vidrio y dejó que su respiración empañara el cristal.
Había escuchado rumores durante la velada. Que los Davenport eran distintos. Que su linaje parecía no envejecer nunca. Que su fortuna permanecía intacta desde generaciones pasadas, como si el tiempo no los tocara.
Eleanor no era ingenua. Había algo en Alaric que desafiaba toda lógica, algo en su mirada que parecía demasiado antiguo para un joven de su edad. Y sin embargo, no sentía miedo. Sentía una atracción peligrosa, como si la oscuridad que lo envolvía la llamara a gritos.
“Podría destruirme”, pensó, “y aun así lo elegiría”.
Volvió a la cama y se dejó caer sobre las sábanas, con los brazos extendidos. Cerró los ojos e imaginó que Alaric estaba allí, de pie en la penumbra, observándola con esos ojos que lo sabían todo.
Sintió la presión imaginaria de su mano sobre la suya, el roce de sus labios apenas rozando su oído al susurrar palabras que no entendía. El simple recuerdo la hizo estremecerse.
Se llevó una mano al pecho, donde el corazón latía con una fuerza casi dolorosa. Nunca había experimentado algo así. Era un fuego que la consumía, y aun sabiendo que podía quemarla, no quería apagarlo.
Sin darse cuenta, se quedó adormecida. El cansancio del día y la intensidad de sus pensamientos la arrastraron a un estado entre la vigilia y el sueño.
En su ensoñación, se vio caminando por un bosque envuelto en niebla. Los árboles eran altos, oscuros, y en la distancia se oía el aullido de lobos. Sentía miedo, pero sus pies seguían adelante, como si fueran guiados por algo más fuerte que su voluntad.
De pronto, una figura apareció entre las sombras. Era Alaric, vestido de negro, con los ojos brillando como brasas. Extendió una mano hacia ella. Eleanor dudó un instante, consciente de que dar un paso hacia él significaba abandonar la seguridad de todo lo que conocía.
Y aun así, lo hizo.
Cuando sus dedos rozaron los de él, la niebla se disipó, y lo único que quedó fue la sensación de caer… caer en un abismo oscuro, pero deliciosamente irresistible.
Eleanor despertó sobresaltada, con el corazón desbocado y la frente perlada de sudor.
Se levantó y volvió a la ventana. La abrió del todo, dejando que la brisa nocturna acariciara su rostro. Miró hacia la calle vacía, hacia las sombras que se extendían entre los árboles y las farolas.
No había nadie. Pero en lo más profundo de su ser, Eleanor estaba convencida de que él estaba allí, en algún lugar, observándola.
Una sonrisa temblorosa se dibujó en sus labios.
—Ojalá vuelva a verte pronto —susurró.
Cerró lentamente las cortinas, pero supo que, aunque pudiera apartar la luz de la luna, no podría cerrar la puerta que había abierto esa noche en su corazón.
Porque lo que había comenzado como un simple baile ya se había convertido en un destino inevitable.