Alana se siente atrapada en una relación sin pasión con Javier. Todo cambia cuando conoce a Darían , el carismático hermano de su novio, cuya mirada intensa despierta en ella un amor inesperado. A medida que Alana se adentra en el torbellino de sus sentimientos, deberá enfrentarse a la lealtad, la traición y el dilema de seguir su corazón o proteger a aquellos que ama.
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La cena
Tres días han pasado desde que Darian me llevó a casa después de la fiesta. Durante ese tiempo, he intentado procesar nuestra conversación, tratando de darle sentido a lo que me dijo.
Hoy, Javier me llamó para invitarme a una cena familiar. Su padre quería salir a cenar con nosotros y, claro, Darian también estaría presente. Al principio, dudé en aceptar. No estaba segura de cómo sería volver a ver allí después de nuestra conversación. Pero finalmente, decidí que no podía evitar esta situación para siempre, así que acepté.
Cuando llego a casa de Javier, respiro profundamente antes de tocar la puerta. Javier me abre con una gran sonrisa, como siempre, su calidez habitual calmando parte de la ansiedad que sentía.
—¡Hola! —dice, dándome un beso en la mejilla—. ¿Lista para la cena?
—Sí, claro —respondo, intentando sonar más relajada de lo que me siento.
Mientras entramos a la casa, me encuentro con Darian en la sala, hablando con su padre. Hay algo diferente en su postura, algo más relajado, menos a la defensiva. Cuando me ve, su mirada apenas se detiene en mí, y me da una inclinación de cabeza en lugar de su habitual sonrisa burlona.
—Alana —dice simplemente, como si fuera un saludo más, sin rastro del tono sarcástico que solía utilizar.
—Hola, Darian—respondo, sorprendida por lo normal que suena todo.
Nos sentamos en la sala mientras esperamos que su padre termine de alistarse. Darian, por su parte, parece más concentrado en su propio teléfono que en cualquier otra cosa. No hay comentarios malintencionados, ni indirectas. De hecho, me ignora en gran medida, lo cual es raro pero… ¿agradable? No sé cómo sentirme.
Javier se sienta a mi lado, ajeno a la dinámica silenciosa que se ha instalado entre su hermano y yo.
—¿Todo bien con ustedes dos? —pregunta Javier, notando el silencio entre nosotros.
Darian se encoge de hombros y, sin levantar la vista de su teléfono, responde:
—Todo bien.
No puedo evitar la confusión que me invade. Este no es el chico que conozco. En lugar de lanzarle una mirada de disgusto o alguna respuesta mordaz, simplemente acepta la interacción y continúa con lo suyo. Javier parece contento con la respuesta y no le da más importancia.
Unos minutos más tarde, su padre baja las escaleras y nos indica que es hora de irnos al restaurante. Javier me toma de la mano mientras caminamos hacia el auto. En el asiento de adelante, Darian se acomoda sin decir mucho, pero noto de reojo que su comportamiento ha sido más… mesurado. No puedo evitar pensar en nuestra conversación de la otra noche y preguntarme si de alguna manera lo que le dije está afectando su actitud.
El restaurante al que nos lleva su padre es elegante, con luces tenues y un ambiente tranquilo. Nos sentamos en una mesa cerca de una ventana con vista a la ciudad, y aunque todo parece tranquilo, no puedo dejar de pensar en la nueva actitud de Darian.
Durante la cena, me mantengo en silencio mientras Javier y su padre charlan sobre algunos proyectos de trabajo. Darian se mantiene reservado, escuchando más que hablando, lo cual es inusual. Cada vez que intenta intervenir en la conversación, lo hace de forma cordial, sin ese sarcasmo que solía ser su sello. Incluso con Javier, parece que está haciendo un esfuerzo por no provocarlo. Los pocos comentarios que hace están lejos de ser críticos o despectivos. Al contrario, son neutrales, como si realmente estuviera intentando participar en la conversación de manera normal.
Al principio, pienso que tal vez estoy exagerando, pero mientras la noche avanza, no puedo evitar notar cómo Darian se está comportando de manera diferente. Incluso Javier parece notarlo, aunque no dice nada.
Cuando llega el momento de pedir la comida, Darian le pasa la carta a su hermano de manera educada y sin el más mínimo gesto de molestia. Javier lo toma, agradecido, y yo me limito a observar la interacción con algo de desconcierto.
Durante la comida, Javier me cuenta sobre una nueva idea que tiene para un proyecto en la escuela, y aunque estoy atenta, no puedo evitar echarle un vistazo a su hermano de vez en cuando. Se mantiene callado, concentrado en su plato. A veces intercambia algunas palabras con su padre, pero nada más. Es extraño verlo tan contenido, tan… civilizado.
—¿Todo bien? —pregunta Javier de repente, mirándome con una sonrisa—. Pareces distraída.
—Oh, sí, perdón. Estoy bien —le respondo rápidamente, sonriendo para intentar desviar la atención.
Pero no puedo evitar seguir pensando en la actitud de su hermano. Algo ha cambiado, eso es seguro, y aunque no sé si es permanente, me hace sentir una mezcla de alivio y confusión. ¿Por qué de repente ha dejado de ser ese idiota provocador? ¿Será por lo que hablamos la otra noche?
Finalmente, terminamos de cenar, y su padre se ofrece a pagar la cuenta. Nos levantamos de la mesa y caminamos hacia la salida del restaurante. Mientras nos dirigimos al auto, Javier me pasa un brazo por los hombros, y yo me relajo un poco, disfrutando del momento.
El camino de regreso a casa es igual de silencioso. Su hermano sigue en su propio mundo, sin intentar entrometerse en nuestra conversación. De vez en cuando, lo miro de reojo, esperando algún comentario fuera de lugar, pero no llega nada. Solo el silencio.
Finalmente, llegamos a mi casa. Javier me acompaña hasta la puerta.
—¿La pasaste bien? —me pregunta Javier, dándome un beso en la mejilla.
—Sí, estuvo bien —le respondo.
Nos despedimos, y antes de entrar, no puedo evitar echar un último vistazo al auto. Sigue ahí, pero cuando me ve mirarlo, simplemente aparta la vista y mira hacia adelante. Es como si hubiera decidido, de repente, que ya no existo.
Cierro la puerta detrás de mí, sintiéndome extrañamente inquieta. Todo ha sido tan… diferente. Pero lo más desconcertante no es solo cómo se ha comportado, sino cómo me siento yo al respecto. ¿Realmente estoy aliviada por su cambio, o me preocupa lo que podría significar?
Las luces de la calle parpadean tenuemente mientras intento relajarme en mi cama. La cena de esta noche me dejó con una extraña sensación en el pecho. Por más que intente distraerme, la imagen de su actitud cambiada sigue apareciendo en mi mente. No entiendo lo que está sucediendo. Su repentino cambio me desconcierta.
Suelto un suspiro, quitándome la ropa y dejándola caer sobre la silla antes de meterme en la ducha. El agua caliente alivia la tensión de mis músculos, pero mi mente sigue enredada. Cierro los ojos, dejando que el agua corra por mi cuerpo mientras pienso en los últimos días.
¿Por qué ha dejado de provocarme? ¿Es posible que algo de lo que le dije realmente lo haya afectado? Siempre ha sido sarcástico y idiota, y ahora… actúa de manera civilizada. Demasiado educado. Es casi incómodo.
Salgo de la ducha, me pongo la pijama y me deslizo bajo las sábanas, intentando ahuyentar esos pensamientos. Pero justo cuando estoy a punto de quedarme dormida, un sonido fuerte golpea mi ventana. Me sobresalto, el corazón me da un vuelco. Me siento rápidamente en la cama, con la respiración agitada.
“Debe haber sido el viento”, pienso, tratando de calmarme.
Pero unos segundos después, el sonido vuelve, más fuerte esta vez. Me levanto, el corazón acelerado, y me acerco a la ventana con cautela. Corro las cortinas y, al mirar afuera, no veo nada. No hay viento ni ramas que golpeen la ventana. Todo parece tranquilo. Me encojo de hombros, pensando que tal vez fue mi imaginación, y vuelvo a la cama.
Entonces, el golpe vuelve, insistente. Me levanto de nuevo, molesta. “¿Qué demonios?”, murmuro para mí misma, y abro la ventana con brusquedad, esperando ver algún animal o una rama movida por el viento.
Pero lo que veo me deja helada.
Allí, en la oscuridad, está él, parado en el jardín bajo mi ventana.
Mi cuerpo entero se eriza al instante. No sé si es el shock, el miedo o algo más, pero mi mente tarda un segundo en procesar la situación. No puedo creerlo. ¿Qué está haciendo aquí?
—¿Qué haces aquí? —pregunto en voz baja, tratando de mantener la calma.
Me mira, con esa sonrisa torcida que conozco demasiado bien.
—Quería hablar contigo —dice, como si fuera lo más normal del mundo.
—¿Ahora? —respondo, incrédula—. ¡Son las dos de la mañana! ¿Estás loco?
Alza los hombros, como si no le importara en absoluto la hora.
—No podía esperar. ¿Puedes bajar un momento?
Siento una punzada de alarma. No puedo negar que hay algo extrañamente magnético en la forma en que me mira, pero no es el momento ni el lugar. Mi mente está hecha un caos y no puedo lidiar con esto ahora.
—No, mañana —digo con firmeza, esperando que se dé por vencido—. Esta no es hora para esto.
Pero, para mi sorpresa, no parece escucharme. En lugar de irse, se agarra del borde de la ventana, y con un movimiento ágil, empieza a escalar la pared.
—¿Qué demonios haces? ¡¿Quieres matarte?! —le susurro furiosa, viendo cómo intenta subir.
—Solo quiero hablar —responde entre jadeos, sin detenerse.
Antes de que pueda detenerlo, ya está a mitad de camino. Me acerco más a la ventana, aterrada de que se caiga.
—¡Para! ¡Te vas a matar! —le grito, desesperada.
Pero sigue subiendo con una sonrisa desafiante en su rostro. Finalmente, llega a la ventana y se sujeta del borde, mirándome directamente a los ojos con una intensidad que me desarma. Resoplo, sin saber qué hacer.
—Está bien, está bien. ¡Sube! —digo, abriendo la ventana lo suficiente para que pueda entrar—. Pero si te matas, será tu culpa.
Se las arregla para entrar en mi habitación, y en cuanto está dentro, me doy cuenta de lo extraña que es esta situación. Estoy parada frente a él, con el corazón acelerado, y luego me percato de que sigo en pijama. No llevo sujetador, y mis pezones se notan claramente bajo la tela. Mis mejillas arden de vergüenza, pero intento mantener la compostura.
Él, por su parte, parece completamente relajado. Se endereza, sacudiéndose un poco la ropa, como si fuera lo más normal del mundo irrumpir en mi habitación a estas horas.
—Ahora podemos hablar —dice, con esa media sonrisa que me enerva.
—¿De qué demonios quieres hablar? —le susurro con irritación—. No puedes venir aquí a mitad de la noche solo para… para esto.
—¿Por qué no? —responde, su tono juguetón—. Dijiste que queríamos ser amigos, ¿no?
—¿Amigos? —repito, incrédula—. ¿Subiste hasta mi ventana a las dos de la mañana solo para hablar de “ser amigos”?
Me mira, sus ojos brillando con algo que no puedo descifrar.
—¿Por qué te molesta tanto? —pregunta, su voz baja y suave.
Me cruzo de brazos, intentando ocultar mi incomodidad. Siento que mi piel arde bajo su mirada, pero no quiero darle el gusto de saber lo que me está haciendo sentir.
—Me molesta porque esto no tiene ningún sentido. No vienes a mitad de la noche solo para decir tonterías —le espeto, aunque mi voz tiembla un poco.
—¿Tonterías? —dice él, dando un paso más cerca—. Tal vez. O tal vez no.
Mi respiración se acelera, y me encuentro retrocediendo involuntariamente. ¿Qué está pasando? No quiero admitirlo, pero hay algo en su proximidad que me confunde y me hace sentir cosas que no debería estar sintiendo.
—Esto es una mala idea —susurro, mirándolo con cautela—. De verdad. Mañana hablamos.
Él sonríe, pero no es la sonrisa sarcástica de siempre. Es algo más suave, más enigmático. Mis pensamientos se enredan mientras mis sentimientos luchan por mantener la distancia.
—Como quieras —dice finalmente, levantando las manos en señal de rendición—. Mañana hablamos. Pero quería que supieras que lo que dijiste el otro día… lo he estado pensando.
Mis ojos se abren de par en par. No sé qué responder. Se acerca a la ventana, listo para salir.
—Nos vemos mañana.
Me quedo inmóvil un momento después de que sale por la ventana, aún tratando de procesar lo que acaba de pasar. Miro hacia la cortina ondeante y mi respiración sigue acelerada. No puedo evitarlo, su nombre escapa de mis labios en un susurro.
—Darian…
En cuanto lo digo, como si hubiese estado esperando esa señal, un pie vuelve a aparecer en el borde de la ventana. Se desliza con agilidad y, antes de darme cuenta, está de nuevo dentro de mi habitación. Mi corazón late aún más fuerte. Sin pensarlo, él da otro paso hacia adelante, esta vez acercándose tanto que su presencia es abrumadora. El calor de su cuerpo se filtra hacia mí, y mi mente se nubla con una mezcla de confusión y algo más que no quiero admitir.
Cada célula de mi cuerpo está en alerta, sintiendo su proximidad. Mi piel se eriza y no puedo evitar un escalofrío que recorre mi espalda. No debería estar aquí, pero su mirada, esa intensidad que no había notado antes, me paraliza.
Se inclina lentamente hacia mí, sus ojos fijos en los míos. Mi respiración se entrecorta mientras su rostro se acerca a mi oído. La distancia entre nosotros se reduce a un susurro.
—Buenas noches, Alana —dice suavemente, su aliento cálido rozando mi piel.
Esas palabras, tan simples, llevan un peso que me abruma. Siento un extraño temblor en mi estómago, como si algo muy profundo dentro de mí estuviera a punto de despertar, algo que no quiero, algo que no debería estar ahí. Pero no puedo moverme, no puedo apartarme de él.
Mi mente me dice que esto está mal, que no debería sentir lo que estoy sintiendo, pero mi cuerpo no responde.