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ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

Status: En proceso
Genre:Acción / Comedia / Aventura / Amor prohibido / Malentendidos / Poli amor
Popularitas:1.5k
Nilai: 5
nombre de autor: Cam D. Wilder

«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»

Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.

En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.

«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.

NovelToon tiene autorización de Cam D. Wilder para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Las Reglas de la Comunidad

El salón comunal del edificio parecía un circo de tres pistas aquella tarde de julio. Elvira se movía de un lado a otro como una mariposa hiperactiva, recolocando sillas que ya estaban perfectamente alineadas. Sus tacones repiqueteaban contra el suelo de baldosas mientras tarareaba una canción pop, interrumpiéndose solo para dar órdenes ocasionales a Rogelio, quien sudaba más de la cuenta moviendo una mesa que bien podría haberse quedado donde estaba.

—¡Ay, Roge, cariño! Más a la derecha... no, a la izquierda... ¡No, no, ahí no! —Elvira gesticulaba como directora de orquesta en crisis, su falda ceñida marcando cada movimiento con un vaivén hipnótico que no pasaba desapercibido—. ¡Que parece que estamos organizando un velatorio y no una reunión de vecinos!

Rogelio, con manchas de sudor que dibujaban mapas imaginarios en su camiseta, respiró hondo antes de responder. Sus brazos musculosos se tensaban con cada movimiento, recordatorio silencioso de sus años como obrero de construcción.

—Elvira, por el amor de Dios, es una mesa. Una simple mesa —resopló, pasándose el antebrazo por la frente con un gesto que pretendía ser casual pero que había ensayado frente al espejo más veces de las que admitiría—. No estamos decorando el Ritz.

El eco de unos tacones diferentes interrumpió la discusión. Marta apareció en el umbral, luciendo un vestido veraniego que se ajustaba a su figura como una segunda piel. La tela ligera bailaba con cada paso, jugando al escondite con sus curvas de una manera que hizo que Rogelio casi dejara caer su lado de la mesa. Una gota de sudor traicionera resbaló por su sien mientras sus ojos seguían el movimiento del vestido como un péndulo hipnótico.

Elvira, experta en leer el lenguaje corporal después de años como peluquera y confidente no oficial del edificio, notó cómo los ojos del manitas se desviaban del camino como un GPS mal calibrado. Sus labios se curvaron en una sonrisa conocedora mientras sus dedos jugueteaban distraídamente con el collar de perlas falsas que había heredado de su madre.

—¡Martita! —chilló, corriendo hacia ella con los brazos abiertos como si no se hubieran visto en años, en lugar de hace dos horas en el ascensor. Su perfume, una mezcla embriagadora de vainilla y promesas no cumplidas, dejó una estela en el aire—. ¡Has venido! Y qué guapa, por cierto. ¿Verdad que está guapa, Roge?

Rogelio masculló algo ininteligible, súbitamente fascinado por el diseño del suelo. Sus manos, grandes y encallecidas, se movían inquietas como si buscaran algo que hacer, preferiblemente algo que involucrara estar cerca de Marta.

Marta sonrió, incómoda pero divertida, mientras se acomodaba un mechón de pelo detrás de la oreja con un gesto que parecía extraído de una película francesa. Era su segunda semana en el edificio y aún se estaba adaptando al peculiar ecosistema de sus habitantes. Sus dedos jugaban nerviosamente con el borde del vestido, un tic que solo aparecía cuando se sentía observada.

—Gracias por invitarme —dijo, sentándose en una de las sillas que Elvira había estado recolocando obsesivamente. El movimiento hizo que su vestido se deslizara unos centímetros más arriba de la rodilla, detalle que no pasó desapercibido para nadie en la sala—. Aunque no estaba segura de si...

—¡Tonterías! —la interrumpió Elvira, sentándose a su lado como si fuera a contarle el secreto del universo. Se inclinó tanto que sus pechos amenazaban con escapar del escote de su blusa—. Tienes que conocer las reglas no escritas del edificio. Don Pepe las explicará en cuanto llegue, si es que deja de perseguir faldas por cinco minutos.

Como invocado por la mención de su nombre, Don Pepe apareció en la puerta, vistiendo una camisa hawaiana que parecía gritar "¡Socorro!" cada vez que se movía. Su bigote, recién encerado para la ocasión, brillaba bajo las luces fluorescentes como el pelaje de un gato persa en día de concurso. Se había echado tanta colonia que las plantas del pasillo probablemente necesitarían respiración artificial.

—¡Señoritas! —exclamó, intentando sonar jovial y seductor, una combinación que en él resultaba tan exitosa como un paraguas en el desierto. Sus ojos recorrieron la sala como un radar, deteniéndose una fracción de segundo más de lo necesario en el vestido de Marta—. ¿Me he perdido algo?

Detrás de él, María Alejandrina puso los ojos en blanco con la precisión de quien lleva décadas practicando el gesto. Su mandíbula se tensó de una manera que sugería que estaba contando hasta diez, y probablemente necesitaría llegar hasta cien.

La reunión comenzó con Don Pepe al frente, pavoneándose como un pavo real en una pasarela. Sus gestos eran tan exagerados que parecía estar dirigiendo tráfico en lugar de explicando normas comunitarias. Marta observaba fascinada cómo el hombre conseguía hacer que hasta las reglas sobre el uso del ascensor sonaran como una telenovela de sobremesa.

—Y recuerden, señoras y señores —declaró con gravedad teatral, ajustándose el cinturón bajo su barriga con un movimiento que pretendía ser seductor—, el ascensor es como el amor: a veces sube, a veces baja, y a veces se queda atascado entre dos pisos.

María Alejandrina tosió algo que sonó sospechosamente como "idiota", mientras sus dedos tamborileaban un ritmo impaciente contra su bolso, como si cada golpecito fuera un recordatorio de por qué no había pedido el divorcio hace treinta años.

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Alba Hurtado
se ve excitante vamos a leer que pasa con la vecina del tres b
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