Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 24
El eco de la puerta cerrándose aún resonaba en la mente de Pia. Habían pasado tres días desde que había echado a su madre de la mansión De Santi, y sin embargo, la rabia que sintió aquel día seguía tan viva como la primera vez. Luciana, su propia madre, celebrando en voz baja que Leonardo estuviese al borde de la muerte. Como si su dolor no significara nada. Como si todo se tratara de una revancha sorda y mezquina que ni siquiera entendía del todo.
Pia había creído que nada podía doler más que la separación que tuvo un tiempo atras de Vittorio o el miedo que Leonardo le había provocado al principio. Pero ver la deslealtad reflejada en los ojos de su madre… eso la había sacudido de una manera distinta. Como si todo en su mundo se reacomodara de golpe, empujándola a madurar de una forma abrupta. Dolorosa.
Desde entonces, algo en ella se había asentado.
Y por eso, cuando Francesco la volvió a llamar a conversar en el jardín, un leve escalofrío le recorrió la espalda. Tenía la sensación de que esta vez no sería una charla como las anteriores.
Él estaba allí, como siempre, con los hombros relajados y el cigarrillo entre los dedos. Aquel hombre le generaba algo parecido a una seguridad extraña, como si supiera que jamás la iba a juzgar. Como si entendiera demasiado bien lo que era sobrevivir en un mundo lleno de traiciones.
—¿Podés sentarte un momento? —le dijo con tono amable.
Ella se acomodó en uno de los bancos de piedra, cruzando las piernas con algo de nerviosismo.
Francesco se quedó de pie frente a ella, mirándola con seriedad.
—Te lo dije hace unos días, pero me parece justo repetírtelo. Lo que hagas a partir de ahora depende de vos. Nadie va a retenerte. Podés irte si querés. No tenés que dar explicaciones.
Pia entrecerró los ojos, confundida.
—¿Leonardo te pidió que me lo vuelvas a decir?
Francesco asintió con lentitud.
—Sí. Cree que no querés estar acá. Que solo estás esperando el momento adecuado para irte.
Pia bajó la mirada.
El viento jugaba con un mechón de su cabello suelto. El aire olía a pasto húmedo, a rosas recién abiertas.
—¿Él… él no sabe lo de Luciana? —preguntó en voz baja, sin mirarlo.
Francesco negó con la cabeza.
—No. Todavía no.
Pia apretó los labios. Ahora todo tenía sentido. Leonardo no entendía por qué ella seguía ahí. Pensaba que su permanencia era forzada. Pero la verdad era otra. Y no sabía si estaba lista para admitirlo.
—Cuando mi mamá se alegró de lo que le pasó —murmuró sin levantar la vista—, algo se rompió adentro mío. Ella y Enzo… siempre buscaron la forma de usarme. Primero con los Mancini… después, con vos. Y ahora esto. Yo… ya no tengo un hogar al que volver.
Francesco no dijo nada. Solo escuchó.
—Sé que esta casa nunca fue mía. Que vine obligada. Pero ahora… no sé. Ya no me pesa tanto estar acá.
El silencio se instaló unos segundos.
—¿Y qué sentís por él? —preguntó Francesco sin rodeos.
Pia lo miró, sorprendida.
—¿Por Leonardo?
—Sí.
Ella pensó en aquella taza de té que se le había caído cuando se enteró del disparo. En las veces que, sin que nadie lo notara, había preguntado por su salud a Elena. En el desayuno que le llevó al cuarto, en su voz cuando le dijo que se alegraba de verlo vivo. En su propia confusión.
—No lo sé —admitió—. Creo que no lo odio como antes. Pero tampoco podría decir que lo perdoné. Es… raro.
Francesco asintió. Su expresión era neutra, como si no juzgara ninguna respuesta. Solo quería oír la verdad.
—Leonardo piensa que no tiene sentido seguir reteniéndote. Cree que seguir acá solo te hace daño. Que lo mejor que puede hacer por vos… es dejarte elegir.
Pia sintió un nudo en la garganta.
—No quiero que piense que sigo acá porque él me lo impide. No es así.
—¿Querés que se lo diga?
—No. —Lo dijo demasiado rápido. Después, bajó la voz—. No todavía.
Francesco asintió, respetando la decisión.
—Como vos digas.
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Leonardo pasaba la tarde en su estudio, intentando leer, pero las letras se le mezclaban. Desde que Francesco le había dicho que habló con Pia, sentía una ansiedad sorda que no podía controlar. Sabía que ella no había dado ninguna respuesta concreta. Que no se había ido. Pero tampoco se había acercado a él. Seguía evitando cualquier contacto innecesario. Seguía moviéndose por la casa como un fantasma.
Y él, que había dominado a hombres, clanes y enemigos sin pestañear, ahora no sabía cómo enfrentarse a esa mujer de mirada verde que lo había desarmado sin tocarlo.
Cerró el libro con fastidio y se apoyó contra el respaldo del sillón. La luz del atardecer empezaba a colarse por la ventana. Afuera, se escuchaban las voces bajas de los empleados. La vida seguía como si nada. Como si él no estuviera partiéndose en pedazos.
Fue entonces que escuchó pasos en el pasillo. Pasos suaves. No los de Francesco. Ni los de Elena. Instintivamente, enderezó la espalda.
La puerta no se abrió.
Solo los pasos. Y luego, el silencio.
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En la cocina, Elena sirvió té con gesto concentrado. Pia observaba el vapor que salía de la taza, recordando lo mismo que intentaba olvidar.
—¿Estuvo muy mal hoy? —preguntó sin mirarla.
—Un poco impaciente —respondió Elena—. Se nota que tiene cosas en la cabeza.
—¿Te preguntó por mí?
Elena dudó.
—No directamente. Pero sí.
Pia mordió su labio inferior.
—¿Le contaste lo de Luciana?
—No. No me pareció que fuera mi lugar.
—Gracias.
Elena se sentó frente a ella.
—Si me permitís una opinión… vos no sos la misma chica que llegó a esta casa. Y él tampoco es el mismo hombre.
Pia sostuvo su mirada. Sabía que era verdad. Pero saberlo no hacía más fácil nada de lo que sentía.
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Esa noche, Leonardo estaba otra vez en su habitación, solo, cuando escuchó una voz del otro lado de la puerta.
—¿Puedo pasar?
Era ella.
Su voz.
Su presencia.
Su decisión.
—Sí —respondió, con el corazón latiéndole en las sienes.
La puerta se abrió con lentitud y Pia entró con paso sereno. Llevaba un abrigo claro y el cabello suelto. Parecía tan segura como vulnerable. Tan fuerte como perdida.
Se detuvo a medio metro de su cama. Lo miró fijo.
—No me voy a ir —dijo.
Leonardo tragó saliva.
—No tenés que quedarte por obligación.
—No es por obligación. Es porque no tengo ganas de irme. Por ahora.
La esperanza se le encendió en el pecho como una llama tenue.
—¿Por ahora?
—No me preguntes más de lo que puedo darte, Leonardo. Hoy… solo puedo decirte eso.
Y sin esperar respuesta, se dio media vuelta y se fue, dejando la puerta entreabierta.
Él sonrió, por primera vez en días.
No era una promesa.
Pero era un comienzo.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos