Salomé Lizárraga es una joven adinerada comprometida a casarse con un hombre elegido por su padre, con el fin de mantener su alto nivel de vida. Sin embargo, durante un pequeño viaje a una isla en Venezuela, conoce al que se convertirá en el gran amor de su vida. Lo que comienza como un romance de una noche resulta en un embarazo inesperado.
El verdadero desafío no solo radica en enfrentarse a su prometido, con quien jamás ha tenido intimidad, sino en descubrir que el hombre con quien compartió esa apasionada noche es, sin saberlo, el esposo de su hermana. Salomé se encuentra atrapada en un torbellino de emociones y decisiones que cambiarán su vida para siempre.
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El pacto
Ernestina estaba tan impactada con la noticia que no podía salir de su asombro. Mantenía la mirada fija en la pared mientras las lágrimas caían por su rostro. Diego, al verla en ese estado, le preguntó:
—Ernestina, ¿estás bien? ¿No vas a decirme nada? ¡Habla, por favor!
Ella se levantó del sillón con dificultad, con la mirada perdida en el vacío. Finalmente, volvió a mirar a Diego y, con la voz temblorosa, le preguntó:
—¿Cómo te enteraste de esto? ¿Cómo puedes estar tan seguro de que ese hijo que espera Salomé es de Alberto?
Diego, con una expresión de desprecio en su rostro, respondió:
—Estoy completamente seguro porque jamás tuve intimidad con tu hermana. Siempre la respeté como un tonto, porque ella me decía que quería esperar hasta que nos casáramos. ¡Ja! Es una descarada.
Sus ojos se tornaron rojos, y una lágrima de rabia brotó de ellos. En el fondo, no estaba enamorado de Salomé, pero su orgullo de hombre estaba pisoteado por completo.
—Aquel día, me lanzó la noticia de que está embarazada. No le quedó otra alternativa que decirme la verdad. Además, desde hace tiempo sospechaba que algo estaba pasando entre el descarado de Alberto y ella.
Ernestina se secaba las lágrimas, aún incrédula de lo que escuchaba.
—¿Pero cómo no pude darme cuenta? Ahora comprendo tantas cosas: el constante nerviosismo de Salomé cada vez que estaba cerca de ella, el distanciamiento de Alberto conmigo. Soy una estúpida por no haber visto las señales a tiempo.
Su voz se tornó más firme, y su mirada se llenó de odio.
—Pero me lo van a pagar. Juro que esta traición me la voy a cobrar muy caro.
Dio un golpe en la mesa que estaba a tan solo unos pasos, la furia se apoderó de ella mientras Diego la observaba con una sonrisa de satisfacción. Había logrado su cometido. Ernestina sintió cómo la rabia y la tristeza se entrelazaban en su pecho. Sabía que debía actuar, pero la confusión la mantenía paralizada. Con cada segundo que pasaba, la idea de la traición se hacía más real y dolorosa.
—Ernestina —dijo Diego, con voz firme—, necesito que me digas qué piensas hacer ahora que sabes la verdad. Me imagino que vas a enfrentarlos ¿No es así?
Ernestina levantó la mirada; tenía una expresión de soberbia que no era común en ella. Se secó las lágrimas y, con voz firme, dijo:
—No le voy a decir a Alberto que estoy enterada de la verdad.
Diego la miró con asombro; eso era lo último que esperaba de ella.
—¿Qué has dicho? ¿Cómo que no le vas a decir nada? ¿Vas a dejar que esos dos se sigan burlando de nosotros en nuestra cara?
—Calma, Diego, no me creas tan tonta. Por supuesto que no voy a permitir que se sigan burlando de nosotros, pero debemos ser más inteligentes que ellos.
—¿Qué quieres decir?
—La única forma de vengarnos de su traición es hacer que vivan el peor de los infiernos. Y por esa razón, no pueden enterarse de que yo estoy al tanto de la verdad.
Diego sonrió, sintiendo que el plan comenzaba a gustarle.
—Ya comienzo a entender a qué te refieres, cuñadita. Resultaste más inteligente de lo que me imaginaba.
—Por supuesto, si los enfrentamos, enseguida esos dos tendrán la libertad de estar juntos. En cambio, si mantenemos esto en secreto, podemos convertir sus vidas en un infierno y jamás podrán estar juntos. ¿Te quedó claro el plan?
Diego soltó una carcajada y estrechó su mano, sellando el pacto que acababan de hacer entre ellos.
—Ahora, por lo pronto, iré a la clínica a ver qué está pasando con mi padre. Para ellos apenas comienza la pesadilla.
—Yo quiero ir contigo, no quiero perderme esto. Además, quiero estar al lado de mi querida esposita. Jajajaja.
—Muy bien, le diré al chofer que nos ayude con la silla de ruedas. Pero recuerda, debemos actuar con prudencia para que Salomé y Alberto no se den cuenta de nada. A partir de ahora, seré la esposa abnegada y amorosa, y te aseguro que Alberto se quedará a mi lado por remordimiento. Y voy a fingir que aún sigo enferma.
—¿Qué has dicho? ¿Entonces ya no estás enferma?
—No, justamente vengo de hacerme los últimos análisis y milagrosamente el cáncer desapareció. No había dicho nada porque quería que fuera una sorpresa para todos. Pero ahora, no pienso decir nada; Alberto tiene que seguir creyendo que estoy enferma, porque eso lo mantendrá atado a mí hasta que logre completar mi venganza.
Dijo, apretando los puños, llena de coraje. Estaba dispuesta a todo con tal de no perder a Alberto y, al mismo tiempo, vengarse de Salomé. Aunque iba a hacerle pagar también a Alberto su traición, en el fondo lo amaba con locura y no estaba dispuesta a perderlo ni a dejarle el camino libre a su hermana.
(…)
Mientras tanto, en la clínica…
El ambiente era tenso y opresivo, a nuestro alrededor había mucha gente que se veía con una expresión de tristeza y desolación esperando al igual que nosotras, tener noticias de nuestros seres queridos que se debatían entre la vida y la muerte.
Mi madre estaba sentada a mi lado, con las manos entrelazadas y sus ojos llenos de lágrimas que amenazaban con desbordarse en cualquier momento. Intentaba calmarla, pero por dentro me sentía destrozada al ver que su sufrimiento era, de alguna manera, una carga que llevaba sobre mis hombros.
De repente, la puerta de la sala de emergencias se abrió, y Alberto salió con una expresión sombría que presagiaba malas noticias. Mi madre, al verlo, se levantó de la silla con un movimiento brusco, su rostro se veía transformado por la ansiedad. Se acercó a él con su voz temblorosa que apenas lograba salir:
—Alberto, ¿cómo está mi marido? ¿Qué pasa? No hemos tenido noticias y estamos muy angustiadas. Por favor, habla.
Alberto me miró, y en su rostro pálido se podía leer la lucha interna que enfrentaba. La incertidumbre lo consumía; no sabía cómo transmitirnos lo que estaba sucediendo. En medio de la desesperación, mis palabras salieron entre sollozos, cargadas de una angustia que me ahogaba:
—Habla, Alberto, no nos dejes con esta angustia.
El silencio que siguió fue abrumador. Alberto respiró profundo, intentando tener el valor para poder hablar. En su mirada se reflejaba la compasión y la tristeza, y su cuerpo parecía encorvarse bajo el peso de la noticia que estaba a punto de revelar. La espera se hacía interminable, y cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad, llenando la sala con un aire denso de incertidumbre y miedo.
(…)