Una Nueva Oportunidad Para Enamorarte

La duquesa se negaba a irse del que fue su hogar durante muchos años y, aprovechando que el duque salió al palacio imperial, fue a una fiesta de té, donde rápidamente llegó el rumor de lo que pasó en la corte. Al terminar la fiesta de té, la duquesa se retiró de inmediato; no quería tentar su buena suerte. Al llegar al ducado, vio una escena desagradable a sus ojos: Mónica estaba durmiendo a su nena en brazos mientras la paseaba por los pasillos del palacio ducal.

—Los tiempos han cambiado para mal. Primero, mi hija llega con una bastarda y ahora el emperador se casa a escondidas —dijo Mónica, escuchando con atención todo lo que decía su madre. Aunque le impactó lo del emperador, prefirió mantener la calma.

—Madre, si no quieres que mi padre te saque hoy mismo del palacio, más te vale no volver a llamar a mi hija bastarda —le dijo Mónica, mirándola con furia.

— No dije mentira alguna —dijo la duquesa antes de retirarse.

— Mi señorita, no creo que el emperador haya hecho tal cosa; seguro son solo chismes —dijo Rut, tratando de apaciguar la evidente ira de su señorita. En el tiempo que llevaba junto a Mónica, pudo darse cuenta de que sabía controlar muy bien sus emociones en la mayoría de las circunstancias.

— Rut, lleva a Victoria a mis aposentos; no dejes que nadie se acerque a ella. Berta, tendrás que llevar las siguientes cartas a sus destinos hoy mismo —Mónica escribió las tres cartas con el mismo mensaje, pero cada una iba dirigida a una persona en específico; solo ellas podrían ayudarla en este momento crítico de su vida.

— Estas cartas no pueden caer en manos equivocadas. Confío en ti, Berta. — Mónica se dispuso a salir del ducado; aunque ya estaba anocheciendo, tenía que resolver ese asunto cuanto antes. Si logró posponer el compromiso con el sexto príncipe durante cuatro años, logrará lo que sea que se proponga en la vida, y su prioridad era su hija, especialmente cuando descubrió el origen de Jazmín.

El emperador no estaba tan equivocado después de todo; él conocía a Mónica muy bien, o eso creía, ya que estuvo casado con ella en su primera vida. Lo que no se esperaba era que, en esta vida, la mentalidad de Mónica fuera distinta a la que él conoció.

— Aquí estoy, majestad. ¿Qué quiere de mí un hombre casado? —dijo Mónica con firmeza, apenas entró en el despacho.

— Yo lo dije: una oportunidad para enamorarte. Y sí, estoy casado, pero contigo.

— No recuerdo haber firmado ningún documento que me haga su esposa —le dijo Mónica, encarándolo.

— Eso es lo de menos; en un mes celebraremos una boda significativa ante todo el imperio.

— Es lo de menos para usted, no para mí. ¿Acaso en algún momento se detuvo a pensar en si yo quería una boda como lo dicta la ley? ¿Si yo soñaba con una gran boda en la que mi padre me entregara en el altar a mi futuro esposo o simplemente casarme como una fugitiva? No lo hizo, majestad; solo pensó en usted —Mónica respiró hondo y continuó.

— Sé que cometí un error al juzgarlo y abofetearlo, y sé que mi castigo sería morir en la guillotina o ser azotada hasta la muerte por agredir al emperador. Acepto mi castigo; prefiero eso a estar casada con un hombre que no toma en cuenta mis propios deseos. —Mónica desató su corset, desnudando su blanquecina espalda, y se arrodilló ante el emperador. Sin quitarle la mirada de encima, dijo:

— Estoy preparada para recibir mi castigo. —Un ligero temblor estremeció al emperador al ver a su amada en esa posición.

— Levántate, no hace falta que hagas esto. —El emperador se quitó su capa para cubrir la desnudez de Mónica y, con cuidado, la levantó del suelo.

— No sería capaz de hacerte daño. —Le dijo el emperador al tenerla de frente; sus rostros estaban tan cerca que podían sentir la respiración del otro y el olor de su aliento.

— Ya lo hizo, majestad. Sé que me equivoqué al juzgarlo apresuradamente y no sabe cuánto me arrepiento de eso. Daría mi vida para volver en el tiempo, con la conciencia que tengo ahora, para evitar juzgarlo tan severamente. Pero comprendo que todo lo que pasa tiene un propósito mayor. Hoy, el peso de la realidad aplastó mi corazón. Usted es el emperador y es inevitable que esté rodeado de mujeres, pero yo lo único que quiero es a un hombre que me mire solo a mí, que tome en cuenta mis sentimientos y deseos. Sé que estoy exigiendo mucho, ya que la posición en la que estoy no me favorece, siendo una mujer de diecinueve años que ya debería estar casada y, como mínimo, con dos hijos. Pero así soy yo, majestad —le dijo Mónica sin apartarle la mirada. El emperador le acarició suavemente el rostro con una dulzura inexplicable, pero esa suave caricia la estaba quemando por dentro.

— Soy una mujer que siente intensamente cada emoción, y ese es mi mayor defecto y virtud. Yo creí que estaba ilusionada con el misterioso hombre de aquellas cartas, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocada; no era solo una ilusión. Usted me roba el aliento con su sola presencia, domina mi voluntad a su merced con tan solo una mirada, y su sonrisa, su sonrisa, es capaz de doblegar mi espíritu. Yo lo amo, su majestad, Gustavo Chevalier, lo amo con todo mi ser, pero no pienso permitir que pase por encima de mí. No pienso casarme con usted en un mes —le dijo Mónica con autoridad.

— Si quiere casarse conmigo, tendrá que hacerlo como la ley lo dicta. Serán seis meses de preparación para la boda, y será celebrada por todo lo alto; es lo mínimo que me merezco. —Mónica no le dio tiempo de responder; con la capa cubrió su rostro y cuerpo y se marchó, dejando al emperador con un nudo en el corazón.