Thiago Andrade luchó con uñas y dientes por un lugar en el mundo. A los 25 años, con las cicatrices del rechazo familiar y del prejuicio, finalmente consigue un puesto como asistente personal del CEO más temido de São Paulo: Gael Ferraz.
Gael, de 35 años, es frío, perfeccionista y lleva una vida que parece perfecta al lado de su novia y de una reputación intachable. Pero cuando Thiago entra en su rutina, su orden comienza a desmoronarse.
Entre miradas que arden, silencios que dicen más que las palabras y un deseo que ninguno de los dos se atreve a nombrar, nace una tensión peligrosa y arrebatadora.
Porque el amor —o lo que sea esto— no debería suceder. No allí. No debajo del piso 32.
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Capítulo 23
Madrid.
El aire estaba limpio.
El cielo, azul frío.
Y Gael caminaba con un currículum sencillo debajo del brazo.
Vestía jeans oscuros, una camisa sobria y el cabello recogido con suavidad.
Ya no era el CEO de Ferraz Tech.
Pero tampoco era el hombre paralizado por la vergüenza.
Era alguien recomenzando.
A media tarde, entró en una empresa de consultoría discreta, de tamaño mediano, con sede en un edificio antiguo.
Un nombre lo recibió con una sonrisa emocionada:
— Eres el hijo de Henrique Ferraz, ¿no es así?
Gael sonrió.
— Sí.
¿Conoció a mi padre?
— Trabajamos juntos en la época en que él daba clases aquí en Madrid. Hablaba de ti todo el tiempo.
El padre de Gael.
El recuerdo bueno, no la versión moldeada por Eugenia.
El hombre que reía. Que leía poesía. Que enseñaba.
— Estoy buscando un recomienzo. No un favor.
— Y lo tendrás. Pero debes saber: el talento real se reconoce desde lejos.
Horas después, salió con un contrato en las manos.
Coordinador de Proyectos Internacionales. Un salario modesto, pero honesto.
Era el inicio.
De él.
Por él.
⸻
São Paulo.
La lluvia fina caía por la mañana, y Thiago llegó a la empresa como siempre: puntual, callado, firme.
Pero el ambiente estaba extraño.
La recepcionista desvió la mirada.
Clarissa evitó el contacto.
Y a las 9:17, fue llamado a la sala de Recursos Humanos.
— ¿Qué pasó? — preguntó, incluso antes de sentarse.
El coordinador de Recursos Humanos lo miró con expresión avergonzada.
Había un papel en la mesa. Una carpeta roja.
— Órdenes de la presidencia. Recorte de personal estratégico.
Estamos dando por terminado tu contrato, Thiago.
— ¿Soy el único que está siendo despedido?
— No puedo entrar en detalles.
Thiago entendió.
Era solo él.
Era personal.
Era la firma invisible de Eugenia.
— ¿Cuándo?
— Inmediatamente.
El aviso seco.
La falta de motivo real.
El silencio cómplice en los pasillos.
Salió de la empresa con la caja de sus cosas en los brazos… y el alma hecha pedazos.
Pero no había lágrimas.
Ya no.
Solo la certeza de que, si querían quebrarlo…
iban a decepcionarse.
⸻
Por la noche, Thiago llegó a casa.
Se sentó en el suelo de la sala.
Apoyó la cabeza en la pared.
Y por primera vez en semanas, tomó el celular.
Se desplazó hasta el nombre.
“Gael”.
Se quedó allí mirando.
Respirando.
Temblando.
Pero no envió ningún mensaje.
Aún no.
Porque necesitaba decidir:
si iba a luchar…
o si iba a recomenzar solo.
⸻
Y al otro lado del mundo…
Gael dormía por primera vez sin medicación.
Con dignidad en el pecho.
Y sin saber… que el amor que perdió también estaba despierto.
Pasó una semana.
Siete días de correos electrónicos sin respuesta, puertas cerradas, currículums ignorados.
Thiago se despertaba todos los días con la alarma de costumbre — pero ahora, no había destino.
Solo un vacío insistente que apretaba el pecho cada vez más.
El dinero se estaba acabando.
La dignidad, arañada.
La esperanza… oscilaba entre el “solo un día más” y el “tal vez ya haya terminado”.
⸻
Al otro lado del océano, Gael no conseguía concentrarse.
El trabajo nuevo lo exigía, pero todo parecía borroso.
Su cuerpo estaba en Madrid.
Pero la cabeza, los ojos, el pecho… todos estaban en São Paulo.
Todos estaban en Thiago.
Extrañaba su olor.
Los silencios compartidos.
La rabia sincera.
El toque cauteloso.
La presencia que lo hacía sentirse menos monstruo… más humano.
Y en el séptimo día, mientras almorzaba solo en la terraza de la empresa nueva, el celular vibró.
Número con código de área de Brasil.
Su corazón se detuvo.
Sabía que era él.
Lo sintió antes de verlo.
Contestó con las manos temblorosas.
— ¿Aló?
La voz del otro lado llegó baja. Ahogada.
— Gael… soy yo.
Gael cerró los ojos.
El pecho apretado.
La añoranza transformada en alivio y dolor al mismo tiempo.
— Thiago…
Silencio.
Del otro lado de la línea, Thiago respiró hondo.
— Yo… yo lo intenté. Juro que lo intenté. Pero todo está cerrado para mí aquí.
Me despidieron, ya sabes. Nadie quiere contratarme.
Y estoy… al límite.
Su voz fallaba.
No era solo desesperación.
Era vergüenza. Era cansancio.
— Sé que nos lastimamos.
Que fui duro.
Pero… ya no sé a dónde ir.
Gael sintió una lágrima escaparse.
Ni siquiera intentó evitarlo.
— Estoy aquí — dijo. — Dime qué necesitas.
Thiago vaciló.
— Ayúdame.
Fueron solo dos palabras.
Pero dichas con el peso de todo el orgullo quebrado.
— Thi… — Gael murmuró, bajando el tono, la voz ronca. — Toma el primer vuelo.
Yo me encargo de todo.
De ti.
Esta vez… por completo.
Silencio de nuevo.
Thiago no respondió de inmediato.
Pero el sonido de su respiración del otro lado lo decía todo.
— Ok — dijo, por fin. — Voy.
⸻
Y cuando colgaron…
Ambos lloraron.
Separados por el océano.
Pero unidos por la añoranza que, por fin, se convirtió en puente.