Yeong, líder implacable de una peligrosa mafia en Corea del Sur, no cree en el amor y vive en un mundo donde los sentimientos se pagan con sangre. Tae-Joon, un brillante estudiante de derecho, cree en la justicia y sueña con cambiar el mundo.
Cuando el destino los cruza, secretos y lealtades serán puestos a prueba.
¿Puede el amor sobrevivir cuando se construye sobre un crimen?
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Capitulo XXIII (Todo lo que un día soñé)
Tal y como dijo Tae. Los meses pasaron volando, era el noveno mes qué Yeong estaba preso.
Nueve meses no parecían tanto, pero para Tae se sintieron eternos.
Había pasado cada día contando las horas. No porque dudara de Yeong, sino porque quería verlo fuera. Libre. Tal como se lo prometieron aquella vez en el hospital, cuando Yeong apenas podía hablar y Tae, conteniendo las lágrimas , le dijo:
—Te amo. Y te esperaré. Pase lo que pase.
Y él lo había creído.
Ese mediodía, Tae volvió a pisar la prisión. No como fiscal, sino como el hombre que había elegido quedarse.
Cuando Yeong entró a la sala de visitas, sus ojos brillaron al verlo.
—¿Otra vez tú? —preguntó con una sonrisa cansada.
—Me gustas preso —bromeó Tae, sacando un papel del bolsillo—. Pero me gustas más libre.
Yeong lo miró con confusión mientras tomaba el documento.
—¿Qué es esto?
—Tu liberación. Hoy mismo. Buena conducta, cooperación con la fiscalía… y quizás un pequeño empujón legal de mi parte.
Yeong alzó una ceja.
—¿Violaste la ley por mí?
—No —sonrió Tae—. Solo la empujé un poco. Para que estés en casa antes de la cena.
Yeong bajó la mirada. Se le tensó la mandíbula, pero no habló. Tae lo notó, y se acercó para tocar su mano a través del vidrio.
—Te lo prometí. Y cumplo mis promesas.
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Horas después, en la salida de la prisión
El sol comenzaba a caer cuando Yeong cruzó por fin la última puerta.
Y allí estaba Tae. Como había estado siempre. Con las manos en los bolsillos y una sonrisa tan serena que dolía.
Yeong se detuvo un segundo, simplemente mirándolo.
Luego caminó hacia él.
—¿No pensaste que podía cambiar de opinión? —preguntó.
—Sí —respondió Tae—. Cada día. Y aun así, te esperé.
Yeong lo abrazó sin decir nada, profundo, largo, como si por fin el mundo pudiera quedarse quieto.
—¿Dónde viviremos ahora? —preguntó él.
—Ya verás —dijo Tae, besándole la mejilla—. La construí solo para nosotros. Creo qué te encantará.
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Un año después
La casa frente al mar no era lujosa. Ni moderna. Ni perfecta. Pero lo tenía todo.
Tae la diseñó con grandes ventanales para ver las olas. Con una cocina pequeña donde Yeong pudiera quemar el arroz. Y con dos habitaciones extra… por si un día querían llenar ese silencio.
Y así fue.
Adoptaron gemelos: una niña inquieta como el fuego y un niño que apenas hablaba, pero reía cuando Yeong le acariciaba el cabello.
Ese día, Tae salía con una bandeja de frutas a la terraza. Los niños jugaban con Yeong en la arena.
—¡Papá !Jin se comió mi galleta! —gritó la niña.
—¡No fui yo, fue el cangrejo! —respondió el pequeño, con arena en la cara.
Yeong rió. Tae se apoyó en el marco de la puerta y lo miró: con el sol dorando su piel, con los niños trepando sobre él, con los ojos llenos de vida.
—¿Qué miras? —preguntó Yeong, notándolo.
—Mi lugar favorito —respondió Tae, acercándose y abrazándolo por la espalda.
—¿Aún crees que fue una locura elegirnos?
Tae negó con la cabeza, besando su cuello.
—Fue la única decisión que valió la pena.
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Después de todo, el amor también sabía encontrar su lugar… incluso después del infierno.