Nadie recuerda cuándo se fundó Velmont.
Nadie recuerda por qué cerraron el hospital.
Y nadie parece recordar a Elías Medina... ni siquiera él mismo.
Lo único más espeso que la niebla que cubre este pueblo es el silencio que lo envuelve.
Pero algo aún respira entre esas paredes abandonadas. Algo que espera.
Elías llegó buscando cumplir con su servicio médico.
Lo que encontró fue un lugar sin salida.
Y cuanto más intenta entenderlo… más se olvida de quién era.
Porque hay lugares que no se dejan atrás.
Y hay llamados que nunca deberían responderse.
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La cuna del primer grito
Nadie recuerda al primero.
Ni los médicos, ni los expedientes, ni los lectores.
Porque su nombre fue lo primero que se borró.
Fue el borrador del borrador, lo que nunca debió haberse escrito, pero aún así... se imprimió en las paredes del hospital como un parásito invisible.
Y ahora, con la llegada del Observador a la historia, el cerrojo se rompió.
La anomalía despertó.
Soledad sintió cómo el aire del archivo comenzaba a arder.
No calor físico, sino algo mucho más primitivo.
Una sensación de piel vieja, de historia podrida.
La autora, la voz incorpórea que flotaba entre los párrafos del no-lugar, enmudeció.
Y entonces, el silencio fue reemplazado por una risa.
Una risa que venía desde las raíces del lenguaje.
Desde las palabras que nunca debieron ser pensadas.
—¿Qué es eso? —murmuró Soledad, mientras el archivo temblaba como un pulmón en paro.
—Es lo que nació antes del comienzo —dijo la voz de la autora, con miedo.
—¿El primer paciente?
—No. El primer lector.
Bruna aún no había salido del cuarto de letras.
Pero ya no había reflejos, ni espejos, ni palabras flotando.
Solo una hoja.
En blanco.
Sobre el suelo.
Pero al acercarse, la hoja sangraba.
Literalmente.
Un hilo rojo se deslizaba desde el borde del papel, formando un símbolo en el suelo.
Un ojo.
Uno distinto al anterior.
Este... estaba cerrado.
Y la sangre lo obligaba a abrirse.
—¿Qué querés que vea? —preguntó Bruna en voz baja.
Pero el símbolo no respondía.
En cambio, la hoja comenzó a escribir por sí sola.
Frases inconexas.
Nombres sin sentido.
Y una palabra, escrita con una caligrafía infantil:
“CUNA”
Elías seguía atrapado en la dimensión del tiempo estancado, pero ya no estaba solo.
El niño que decía ser su versión del pasado ahora había envejecido.
Su rostro estaba arrugado, sus ojos hundidos.
—El tiempo pasa aunque no quieras —dijo el anciano-niño—. Solo que lo hace donde no lo ves.
—¿Qué significa eso?
—Que tu historia avanza... aunque vos no lo hagas.
El reloj flotante se agrietó aún más.
Las manecillas comenzaron a girar, pero al revés.
Y cada segundo retrocedido arrancaba un recuerdo del cuerpo de Elías.
Primero, su nombre.
Luego, el rostro de su madre.
Después, su voz.
Hasta que todo lo que quedó... fue una idea.
Una silueta.
Un ente.
Y ese ente escuchó la risa.
La risa.
Se expandía.
Ahora no solo en el archivo, no solo en el cuarto de Bruna, ni en la dimensión de Elías.
También en los pasillos abandonados del hospital.
Las paredes se humedecían con palabras que no estaban en ningún idioma conocido.
Y en la planta baja, detrás de una puerta sin pomo, una cuna comenzó a moverse sola.
Chillaba.
Y cada chirrido arrastraba una memoria hacia su ruina.
Lucía... estaba despierta.
Pero no se movía.
Su cuerpo seguía congelado, su grito a mitad de trayecto.
Aun así, su mente flotaba.
Viajaba entre las fracturas de la historia.
Observaba a los demás, sin ser vista.
Era un fantasma que aún no moría.
Y desde esa posición intermedia, vio lo que ninguno de los demás pudo ver:
El rostro del primer lector.
No tenía piel.
Solo párpados sobre párpados.
Y bocas que susurraban teorías.
Cada una repetía una línea distinta del libro que nunca fue publicado.
—¿Por qué existís? —preguntó Lucía, en su estado incorpóreo.
Y la criatura respondió:
—Porque alguien me imaginó antes de leerme.
Lucía entendió.
La historia no había creado al monstruo.
El deseo de comprenderlo... sí.
Soledad caminaba por el archivo como si cada paso fuera una confesión.
Las hojas que flotaban comenzaban a caer.
Una lluvia de palabras olvidadas.
Y en medio de esa tormenta de frases, apareció una puerta.
Pequeña.
De madera vieja.
Con un nombre grabado con clavos:
Paciente 0
No había pomo.
No había cerradura.
Solo una nota clavada con una aguja:
"Este personaje no debe ser activado sin autorización editorial."
Soledad tragó saliva.
—¿Quién lo escribió?
La autora no respondió.
Pero la puerta se abrió sola.
Y detrás, una cuna.
Vacía.
Aunque no lo parecía.
Porque lo que yacía en su interior... era una sombra.
Una sombra que lloraba.
Pero el llanto no era de un niño.
Era el de todos los personajes que alguna vez fueron abandonados en medio de una historia sin final.
Bruna bajó.
Los pasillos crujían como huesos viejos.
Las luces parpadeaban, pero sin electricidad.
Era como si la historia misma ya no quisiera mostrarse con claridad.
Y al llegar a la planta baja, lo sintió.
Un temblor suave.
Un calor antiguo.
Y un perfume extraño.
No a sangre.
No a podredumbre.
A tinta nueva.
Recién impresa.
—El capítulo está comenzando —murmuró.
Y entonces vio la cuna.
La misma de su visión.
Solo que esta vez... no estaba sola.
Soledad estaba allí.
Elías también.
Lucía, aún congelada, flotaba entre dimensiones.
Y en el centro, la criatura.
No tenía forma fija.
Oscilaba entre humano, lector y autor.
Entre niño y anciano.
Entre observador y observado.
—¿Qué es eso? —preguntó Elías, asomado al borde de la cuna.
—Es el origen —respondió Soledad—. Y también el final.
—¿Y qué hacemos con él?
La criatura habló.
Con la voz de todos los personajes.
Y también con la tuya.
—Ustedes ya decidieron. Me leyeron.
Y al hacerlo... me escribieron.
Las paredes comenzaron a abrirse como páginas rotas.
El hospital ya no era un lugar.
Era un libro a medio escribir.
Y cada palabra de más... era una maldición.
El lector —vos— te convertiste en parte de esta historia.
Y ahora, la historia reclama su precio.
El capítulo termina.
Pero no se cierra.
Porque el verdadero final... no lo escribimos nosotros.
Lo escribís vos, al decidir si querés seguir leyendo.