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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Status: Terminada
Genre:Completas / Amantes del rey / El Ascenso de la Reina
Popularitas:3k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades

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Capitulo 21

Estaba caminando por los fríos pasillos de mi castillo, envuelta en mis pensamientos, cuando de repente sentí una mano fuerte cubrir mi boca. Mi corazón se detuvo por un segundo, la sorpresa y el pánico se apoderaron de mí. Quise gritar, pero el sonido murió en mi garganta. Me empujaron hacia un cuarto cercano, el aire pesado y oscuro llenando mis pulmones.

“¿Qué está pasando?” pensé mientras mi cuerpo era guiado con firmeza pero sin violencia. Mi mente corría a toda velocidad, buscando una explicación, mientras trataba de mantener la calma.

Cuando finalmente me soltaron, giré rápidamente, lista para enfrentar a quien me había osado tocar de esa manera. Y ahí estaba él. John. El pirata que me había hecho perder la razón, el hombre al que había intentado evitar durante meses. Joder.

Mis ojos se clavaron en los suyos, esa mezcla de furia y deseo revolviéndose dentro de mí. “¡¿Qué demonios crees que estás haciendo?!” le espeté, mi voz enojada resonando en la pequeña habitación. “No puedes comportarte de esta manera. ¡Soy la Reina de Inglaterra!”

Mi pecho subía y bajaba con rapidez, el enojo quemando mis venas. “¡Esto es inaceptable! ¡No tienes derecho!” continué, intentando recuperar el control, mientras él se quedaba en silencio, con esa expresión audaz que siempre parecía desafiarme.

Pero algo en su mirada me detuvo. Esa chispa en sus ojos, esa intensidad que siempre me había atraído y que ahora me envolvía, me paralizaba. “No puedes hacer esto…” repetí, mi voz bajando casi a un susurro, como si estuviera intentando convencerme a mí misma tanto como a él.

Pero, ¿por qué estaba aquí? ¿Por qué había elegido este momento para forzar un encuentro? Y lo peor de todo, ¿por qué no podía apartar la mirada de él? Estaba furiosa, sí, pero también había algo en mí que no podía negar, algo que me consumía cada vez que estábamos cerca. Mi corazón latía con fuerza, una mezcla de ira y… algo más.

"Vente conmigo, Isabel," dijo con esa voz profunda que siempre lograba perturbarla. "Sé que esto parece una locura, pero te deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer. He estado con muchas, pero tú... tú me tienes cautivado, como si fueras la única en mi mundo."

Isabel lo miraba con una mezcla de furia e incredulidad. "¿Cómo te atreves?" le espetó con sarcasmo. "No soy una mujer más, John. Soy la Reina de Inglaterra. Tu insolencia no tiene límites."

Pero antes de que pudiera continuar, él la interrumpió, acercándose peligrosamente. "Eres más que una reina, Isabel. Eres una mujer, y eso es lo que me tiene loco." Y sin darle tiempo a reaccionar, él la tomó por sorpresa, robándole un beso, uno que no fue tímido, sino lleno de pasión. Su lengua invadió su boca, y ella, a pesar de la rabia que sentía, se encontró cediendo por un instante, atrapada entre el deseo y la indignación.

John no se detuvo. Su mano hábil levantó la falda del vestido real de Isabel, y antes de que ella pudiera protestar, él descendió. Isabel soltó un gemido ahogado, sintiendo cómo la devoción y el deseo de él se transformaban en algo mucho más físico. Cada movimiento de su lengua la hacía arder de una manera que no había sentido antes.

"Espera... esto no puede ser..." murmuró Isabel entre jadeos, tratando de recuperar el control. Pero su cuerpo traicionaba sus palabras, cediendo a cada caricia, a cada beso. "John, no... no aquí." Pero él no se detenía, insistiendo, rogando por más de ella, como si su vida dependiera de ello.

Finalmente, después de lo que parecieron horas de tormento y éxtasis, Isabel lo apartó con firmeza. "No más. Espera." John, respirando con dificultad, la miraba con una intensidad que le erizaba la piel. Isabel se apartó, tratando de recomponerse, sintiendo la culpa y el deseo luchar en su interior.

Después de que él se fue, dejándola sola, Isabel se quedó en el mismo lugar, respirando profundamente, sus pensamientos arremolinándose como una tormenta. "¿Qué he hecho?" se preguntaba. Era la reina, y sin embargo, había permitido que un simple pirata se acercara tanto a ella, más de lo que cualquier hombre debería.

Más tarde, en el Parlamento, Isabel trataba de concentrarse en los asuntos del reino, pero su mente no dejaba de regresar a lo sucedido. Las miradas de los miembros de su consejo la atravesaban, pero ella solo podía pensar en John, en sus palabras, en sus manos, en lo que había sentido.

"Dios mío, pensó, ¿cómo puedo permitir que esto siga? Soy la reina. Debo ser fuerte. Debo mantenerme al margen." Pero, mientras intentaba centrarse en las discusiones políticas, no podía evitar recordar la pasión que había sentido, ese deseo incontrolable que amenazaba con consumirla por completo.

Había pasado un año desde que John, el pirata, comenzó a aparecer y desaparecer de la corte. Isabel se había acostumbrado a su presencia, a la tensión que siempre existía entre ellos, y a los sentimientos contradictorios que él provocaba en ella. Aunque intentaba mantener su compostura, cada vez que lo veía partir, sentía como si una parte de su corazón se fuera con él. Desde su balcón, desde su alcoba o incluso desde su despacho, observaba cómo el hombre que alguna vez le había robado el aliento se alejaba de su vida, solo para volver una y otra vez.

Una tarde, mientras caminaba hacia su despacho, algo la hizo detenerse. Escuchó unos sonidos que provenían de un rincón apartado del castillo. Isabel, con el corazón latiendo rápidamente, se acercó en silencio, guiada por una intuición que la inquietaba. Al llegar al lugar de donde provenían los ruidos, lo que vio la dejó paralizada.

John estaba allí, su cuerpo presionado contra el de una de sus damas de compañía. La joven estaba recostada contra la pared, y la escena que se desplegaba ante Isabel era innegable. Sus cuerpos estaban entrelazados, y el deseo que alguna vez Isabel había sentido por él ahora se transformaba en un dolor lacerante.

"¡Traidores!" gritó Isabel, su voz resonando con furia y desesperación. El eco de su grito pareció detener el tiempo por un momento. John y la dama se separaron de golpe, sus rostros congelados por el horror de haber sido descubiertos.

La dama, con lágrimas en los ojos, se giró hacia Isabel. "¡Tú sabías que lo amaba! exclamó entre sollozos. ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Cómo pudiste quedártelo para ti?"

Isabel, llena de rabia, caminó hacia ellos, sintiendo que su mundo se desmoronaba. "¿Cómo me atrevo? replicó, con la voz temblando de ira. ¡Soy tu reina! Y tú, traidora, me has traicionado de la peor manera posible!"

John intentó decir algo, pero Isabel levantó la mano, silenciándolo. "¡Guardias! gritó, con una autoridad inquebrantable. Llévenla al calabozo. No volverá a ver la luz del día."

Los guardias llegaron rápidamente, y la dama, todavía llorando, fue arrastrada fuera de la sala. John permaneció en silencio, sus ojos fijos en Isabel, pero la reina no podía mirarlo. El dolor en su pecho era demasiado grande, y el peso de la traición la aplastaba.

Isabel se quedó sola en la sala, su cuerpo temblando por la rabia y la tristeza. "¿Por qué, Dios mío? pensó mientras las lágrimas comenzaban a rodar por su rostro. ¿Por qué no puedo tener al hombre que amo? ¿Por qué todo lo que toco se convierte en traición?"

Se retiró a su alcoba, donde cerró la puerta y dejó que las lágrimas fluyeran libremente. Sabía que, como reina, debía ser fuerte, pero en ese momento, se sentía más sola que nunca.

Después de una noche llena de pensamientos y lágrimas, Isabel se levantó sintiendo el peso de la corona más que nunca. Había pasado horas reviviendo la traición de la noche anterior, el dolor en su pecho seguía siendo profundo, pero sabía que no podía permitir que sus emociones la controlaran. Como reina, su deber era ante todo con Inglaterra.

A la mañana siguiente, se encontraba en el Parlamento. Los consejeros y miembros de la corte hablaban de los asuntos del reino: tratados comerciales, disputas territoriales y las preocupaciones por las crecientes tensiones en el norte. Sin embargo, a pesar de estar físicamente presente, su mente vagaba por los eventos de la noche anterior. Las imágenes de John con su dama de compañía seguían acechando sus pensamientos, haciéndole difícil concentrarse.

Uno de los miembros del Parlamento, un hombre mayor y respetado, notó su distracción y se acercó a ella. "Su majestad, ¿se encuentra bien?" preguntó con un tono preocupado. "Parece distante hoy."

Isabel, sobresaltada por su voz, parpadeó varias veces y miró a su alrededor. Todos los ojos estaban puestos en ella, esperando su respuesta, su dirección. "Estoy bien," respondió, con voz firme. "Solo estaba… reflexionando."

"¿Qué piensa su majestad de este asunto?" continuó el consejero, señalando los papeles que había frente a ella en la mesa.

Isabel se obligó a concentrarse. Tomó aire profundamente y dejó a un lado las emociones personales que la habían estado consumiendo. Sabía que la fortaleza de su reino dependía de su capacidad para mantenerse firme, incluso cuando su corazón estaba roto. Lentamente, fue enfocándose en los debates que se llevaban a cabo, absorbiendo la información que se discutía. Sus responsabilidades como soberana no podían esperar, y había decisiones cruciales que tomar.

A medida que el día avanzaba, Isabel logró apartar de su mente el dolor que sentía. Los temas del Parlamento requerían su atención, y se lanzó a ellos con toda la determinación que le era posible. Sabía que, aunque su vida personal estuviera llena de caos, Inglaterra debía seguir adelante.

Al final del día, aunque el recuerdo de John seguía latente en su corazón, Isabel recordó quién era: una reina fuerte, decidida, y que no podía permitirse ser derrotada por el deseo o la traición.

En el castillo, el ambiente estaba tenso. Isabel, tras haber ordenado que su dama de compañía fuera llevada al calabozo, se mantuvo fría y distante. La traición aún ardía en su pecho, pero sabía que no podía dejar que las emociones nublaran completamente su juicio. Era la reina, y todas sus decisiones tenían consecuencias.

Pasaron unos días hasta que John, el pirata, fue llevado ante ella. Él no llevaba las ropas elegantes con las que normalmente la impresionaba, sino que estaba en una postura humilde, con la cabeza baja, casi irreconocible ante la majestuosidad de la reina. "Vuestra Majestad," comenzó con voz quebrada, "os ruego por piedad. Fue un error, un momento de debilidad."

Isabel lo miró con frialdad, sus ojos brillando con una mezcla de ira y desdén. "¿Piedad?" repitió, su tono cargado de sarcasmo. "Tú, que viniste aquí como un hombre de confianza, y decidiste romper esa confianza en el rincón más oscuro de mi palacio. Ahora vienes a pedirme piedad. ¿Por qué debería concederte lo que tú jamás me diste?"

John, viendo que sus palabras no habían conmovido a Isabel, cambió su tono. "Vuestra Majestad, no pido perdón solo por mí. La dama que está en el calabozo es de una familia influyente. Si la castigan severamente, podría desatarse una tormenta política que no conviene a la corona."

Isabel levantó una ceja, sabiendo bien que lo que decía John era cierto. La dama de compañía, aunque culpable, provenía de una familia con poder e influencia en la corte. Decapitarla o castigarla duramente podría significar consecuencias políticas graves para Inglaterra. Sin embargo, Isabel no estaba dispuesta a ceder tan fácilmente.

"¿Así que ahora es la política lo que te preocupa, John?" dijo Isabel con una sonrisa sarcástica. "¿O es que simplemente no quieres perder la cabeza, literalmente?" Su mirada afilada hizo que John se encogiera un poco, consciente de que cualquier palabra equivocada podría sellar su destino.

"Yo... he cometido un error, Majestad. Pero si me dais una oportunidad, os demostraré que mi lealtad está con vos y con Inglaterra," dijo John, sus ojos azules brillando con sinceridad.

Isabel lo observó en silencio por unos momentos, dejando que la tensión se apoderara de la sala. Su ira no había desaparecido, pero su razón comenzaba a imponerse. Sabía que un castigo severo a su dama de compañía podría debilitar su posición, y perder a un hombre como John, que había sido un valioso aliado en el pasado, también podía ser una decisión equivocada.

Finalmente, Isabel suspiró profundamente, relajando ligeramente su postura. "No por ti, John, ni por ella," dijo en tono cortante. "Lo hago por Inglaterra. No puedo permitirme un escándalo mayor. Aceptaré tu súplica de piedad, pero no te equivoques, ni tú ni ella estarán libres de las consecuencias de sus acciones."

John asintió con alivio, agradecido por haber salvado la situación, aunque sabía que las cosas nunca serían iguales entre ellos.

"Ambos quedarán bajo estricta vigilancia," continuó Isabel, su voz firme. "Y tú, John, si vuelves a traicionarme de alguna forma, te aseguro que no habrá súplica que pueda salvarte. ¿Entendido?"

John asintió solemnemente, con el corazón aún acelerado por haber estado tan cerca del abismo. "Lo entiendo, Majestad. No volveré a fallaros."

Con un gesto de su mano, Isabel indicó que la audiencia había terminado. A pesar de haber concedido la piedad, no se sentía del todo en paz. Sabía que, aunque había tomado una decisión política, la herida en su corazón aún tardaría en sanar.

Pasaron los meses, y la tensión en el reino de Isabel aumentaba cada día más. La reina había oído rumores de su prima, María, la reina de Escocia. Su ambición parecía no tener fin. Ahora más que nunca, la rivalidad entre ambas se había convertido en un juego político mortal. Isabel sabía que María no solo estaba dispuesta a reclamar el trono inglés por su descendencia católica, sino que había unido fuerzas con su esposo para fortalecer su posición.

La noticia llegó como un golpe. María estaba embarazada, y su esposo, Henry Stuart, Lord Darnley, descendía también de los Tudor, lo que le daba un reclamo aún más fuerte al trono de Inglaterra. Isabel se encontraba en su despacho cuando le trajeron la noticia.

“Dios mío,” murmuró Isabel, apretando los puños. “Mi prima... embarazada, y con un esposo que también tiene sangre Tudor. Es como si el destino se estuviera burlando de mí. ¿Acaso no es suficiente que tenga que lidiar con las amenazas de otros países, y ahora mi propia sangre me traiciona de esta manera?”

Su consejero, Cecil, se acercó con cautela. “Majestad, no debemos subestimar a María. Su reclamo al trono, aunque más débil que el vuestro, ha ganado fuerza entre los católicos. Y con un heredero en camino, su posición se hará aún más fuerte. Debemos actuar con precaución.”

Isabel lo miró con frialdad, su mente calculadora comenzando a tomar el control. “¿Crees que no lo sé, Cecil? Mi prima siempre ha sido una amenaza, pero ahora... ahora es personal. Ya no es solo una cuestión de poder, sino de orgullo. María siempre ha querido lo que es mío, y ahora está más cerca que nunca de arrebatármelo.”

Cecil asintió, pero antes de que pudiera decir algo más, un mensajero llegó a toda prisa, entregándole una carta a Isabel. El sello era inconfundible: la flor de lis de Escocia. Isabel rompió el lacre con rapidez y desplegó el pergamino, leyendo las palabras que solo podían provenir de una mente tan afilada y venenosa como la de María.

“Querida prima,” comenzó la carta, “espero que estés bien, aunque imagino que los asuntos de estado te deben mantener tan ocupada como siempre. Debo informarte que, por la gracia de Dios, mi esposo y yo estamos esperando un hijo. Un futuro heredero tanto para Escocia como, quizás, para Inglaterra. Qué bendición tener sangre real corriendo por sus venas, ¿no lo crees? Estoy segura de que entiendes lo que esto significa para ambos reinos. Pero no te preocupes, prima, yo siempre he sido generosa, y estoy segura de que encontraremos un... acuerdo satisfactorio para ambas.”

Isabel sintió que la rabia subía por su garganta como un fuego incontrolable. “¡Qué insolente! ¿Acuerdo satisfactorio? Lo que María quiere es mi trono, mi reino, mi legado. No se conformará con nada menos, y ahora utiliza a ese miserable de su esposo y a su futuro hijo como armas contra mí.”

Con el rostro enrojecido por la ira, Isabel ordenó que prepararan su escritorio. Iba a responder esa carta, y lo haría con toda la agudeza y sarcasmo que María merecía. Tomó la pluma y comenzó a escribir con fuerza.

“Mi querida prima María,” comenzó Isabel, su mano temblando ligeramente mientras escribía, “recibí con gran interés la noticia de tu embarazo. Debo decir que me alegra ver que has encontrado una manera de ocupar tu tiempo, ahora que tus intentos de sublevar al pueblo inglés no han dado resultado. Debe ser reconfortante saber que, al menos en Escocia, alguien todavía te escucha.”

Se detuvo un momento, su sonrisa cargada de veneno mientras pensaba en las palabras correctas. “En cuanto a tu 'futuro heredero,' te deseo salud y felicidad, aunque debo recordarte que el trono inglés no se gana simplemente por la descendencia. La legitimidad es algo que no se puede forzar, ni siquiera con un niño en el vientre. Pero estoy segura de que tú, con tu experiencia, ya sabes esto perfectamente.”

Isabel dejó la pluma a un lado, satisfecha con sus palabras. “Envíen esta carta de inmediato,” ordenó, entregando el pergamino a su secretario.

Horas después, en una reunión del consejo, la reina aún no podía sacarse la conversación de la cabeza. Mientras escuchaba las discusiones sobre la política interna y externa de Inglaterra, su mente divagaba, pensando en su prima. ¿Qué pasaría si María lograba ganar más apoyo? ¿Qué haría si el hijo de María nacía y se convertía en un símbolo para los católicos que querían verla destronada?

Uno de los consejeros, distraído por el aparente ensimismamiento de la reina, le dirigió la palabra. “Majestad, ¿qué piensa de los últimos informes sobre Escocia y la situación con María? ¿Es necesario fortalecer las fronteras?”

Isabel, sin perder su porte, los miró a todos. “Claro que es necesario,” respondió, su voz fría y calculadora. “No podemos permitir que las ambiciones de María continúen creciendo. Fortalezcan las defensas, refuercen las alianzas. Y asegúrense de que ningún noble inglés, por muy católico que sea, se atreva a cuestionar mi reinado. María puede soñar con mi trono todo lo que quiera, pero no será más que eso: un sueño.”

Después de la reunión, mientras caminaba por los pasillos del castillo, Isabel no podía dejar de pensar en la batalla que se avecinaba. No era solo una cuestión de política, sino de familia. María, con su esposo y su futuro hijo, representaba una amenaza no solo para su reinado, sino para su legado.

“Dios mío, ¿cómo es posible que mi propia sangre esté tan decidida a traicionarme?” murmuró mientras miraba por una de las ventanas del castillo, observando las tierras que tanto había luchado por mantener. “Mi prima siempre ha sido ambiciosa, pero ahora... ahora va por todo. Y no puedo permitir que gane.”

Isabel sabía que no podía mostrar debilidad. La corona estaba en juego, y con cada movimiento de su prima, se acercaba más a una confrontación inevitable. No era solo una lucha por el poder, era una batalla por su futuro, y estaba dispuesta a luchar hasta el final.

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