La cárcel más peligrosa no se mide en rejas ni barrotes, sino en sombras que susurran secretos. En un mundo donde nada es lo que parece, Bella Jackson está atrapada en una telaraña tejida por un hombre que todos conocen solo como “El Cuervo”.
Una figura oscura, implacable y marcada por un tormento que ni ella imagina.
Entre la verdad y la mentira, la sumisión y la venganza. Bella tendrá que caminar junto a su verdugo, desentrañando un misterio tan profundo como las alas negras que lo persiguen.
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XXII. Miedo.
La multitud se agitó, algunos retrocediendo, otros intentando comprender lo que estaba ocurriendo. Bella, en medio de aquel torbellino, sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
El juez quedó paralizado, incapaz de articular palabra. Quedó paralizado, incapaz de articular palabra. Sus manos temblaban levemente sobre los documentos que aún sostenía, consciente de que presenciaba algo que no había anticipado.
Intentó interceder, levantando la voz con autoridad:
—¡Señor Comisario, todo está en regla! Estos papeles son legales, la ceremonia es válida.
Pero el padre de Bella no cedió; se abrió paso entre los invitados, tomó a su hija del brazo y la abrazó con fuerza. Sus ojos chispeaban de furia y desesperación, y Bella permanecía en trance, como si nada de lo que sucedía fuera real. ¿Acaso todo había terminado? El corazón le latía desbocado, y el calor del abrazo de su padre le dio un atisbo de seguridad en medio del caos.
—¡Señor juez! —gruñó el hombre, firme—. ¡Han secuestrado a mi hija!
El juez volvió a responder, intentando mantener la calma.
—Todo está en orden. Los documentos son legales, han seguido todos los procedimientos correspondientes y nada se ha hecho fuera de la ley.
William, hasta ahora inmóvil, se endureció. Sus hombros se tensaron, y la sombra de su oscuridad se volvió casi tangible en la sala. Sus ojos, como pozos sin fondo, recorrieron la multitud y finalmente se fijaron en el comisario, con una calma que helaba la sangre. Nadie podría intuir la tormenta que había en su interior, pero todos podían sentir su dominio absoluto.
Se acercó un paso, midiendo cada centímetro, y su voz resonó firme y gélida.
—Sugiero que pasemos a un lugar más privado, Comisario. Ahora.
No hubo titubeo, ni súplica. Solo esa seguridad oscura que obligaba a cualquiera a obedecer. El comisario abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera emitir palabra, su gesto fue el de ordenar el arresto.
—¡Subordinados, deténganlo! —gritó.
Pero en un abrir y cerrar de ojos, de las sombras surgieron decenas de hombres trajeados. Su presencia era calculada, letal, sincronizada. Armas discretas, miradas frías y letales, formando un muro impenetrable alrededor de William. Cada movimiento era elegante pero mortal; cada gesto, una advertencia silenciosa: nadie tocaría a su jefe.
El comisario volvió a alzar la voz, firme, imponiendo su autoridad.
—¡Somos la policía! ¡Deténganse inmediatamente!
Pero Bella no podía dejar de notar lo que la rodeaba; los hombres trajeados junto a William, cada uno armado, estratégicamente ubicados, apuntando con discreción a cualquier movimiento que representara amenaza, incluyendo a su propio padre.
El aire estaba cargado de tensión, y la presencia de William era inamovible, serena, tan tranquila que helaba la sangre. Su rostro, impecable y frío, transmitía una seguridad que no dejaba lugar a dudas, nada de lo que hiciera su padre lo alcanzaría.
Bella sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral. Su corazón latía con fuerza mientras comprendía la realidad: por más que su padre intentara rescatarla, ella siempre estaría a merced de ese hombre.
Con la voz quebrada, casi un susurro tembloroso, le suplicó.
—Papá… por favor… hablemos… en otro lugar…
El padre de Bella frunció el ceño, desconcertado, incapaz de comprender del todo lo que su hija veía. Su mirada buscaba la de ella, intentando encontrar una explicación, mientras Bella, a punto de romper en llanto, extendía las manos hacia él con desesperación.
—¡Por favor! —agregó, tragando saliva—. En otro sitio…
Cada palabra llevaba consigo un peso de urgencia que nadie más podía interpretar. William seguía observando, su expresión inmutable, los brazos relajados, pero su presencia tan dominante que Bella entendió que no había fuerza en la sala que pudiera salvarla si él lo decidía. Era un hecho: su padre no podía interferir sin ponerlos a todos en riesgo.
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La puerta del despacho se cerró tras ellos con un golpe seco. Bella seguía tomada de la mano de su padre, aferrándose a él como a un ancla en medio del caos, sin soltarlo ni un instante. William los siguió de cerca, no permitió que nadie más entrara.
—¿Qué se supone que está haciendo? —preguntó William con calma, sus ojos negros fijos en el padre de Bella, cargados de amenaza contenida y un desprecio helado. La voz grave resonaba en la sala, llena de autoridad.
El padre de Bella, en un impulso de furia, se adelantó y golpeó a William.
William no retrocedió. Su cuerpo se endureció, y con un gesto casi imperceptible se lamió el labio, manteniendo la mirada fija en él con serenidad escalofriante, emanando control y peligro en cada fibra de su ser.
—William Stone… hasta que te atrapo —dijo el padre de Bella, sus ojos chispeando de una mezcla de rabia y desconcierto.
El nombre resonó en la sala como un trueno. Bella se detuvo en seco, sorprendida, sus dedos se aferraron con más fuerza a la mano de su padre. La tensión era tan palpable que podía sentir cómo su pecho se comprimía.
—Papá… ¿t-tú lo conoces? —titubeó, con un hilo de voz, mientras sus ojos buscaban explicación y su mente intentaba procesar la revelación.
El despacho estaba en silencio, un silencio denso, insoportable, que pesaba sobre los hombros de todos los presentes. El padre de Bella respiraba agitado, la furia brillando en sus ojos.
—William Stone… —escupió, con voz tensa, como si al pronunciar ese nombre se liberara de un veneno contenido en su garganta. Dio un paso adelante, con la mirada fija en él—. Por supuesto… mejor conocido como El Cuervo.
Su voz se elevó, resonando en las paredes como un veredicto.
—El jefe de una de las redes ilegales más grandes del mundo. El amo de la oscuridad que corroe ciudades enteras desde dentro. El emisario de muerte que se esconde en los rincones donde la ley no alcanza.
Las palabras del comisario cayeron como cuchillas en la sala.
Bella sintió que el aire se le escapaba de los pulmones, como si todo el oxígeno hubiese desaparecido de repente. Su mente, en un torbellino, volvió a ese instante en que había visto el tatuaje sobre el pecho de William: un cuervo, alas extendidas, como si guardara los secretos más oscuros de su alma. El recuerdo la golpeó tan fuerte que abrió los labios en un gesto tembloroso, tomando aire con desesperación, como si acabara de despertar de un sueño febril.
Las piezas comenzaron a encajar, aunque ella no quisiera. El misterio, la sombra, la autoridad invisible que emanaba de él.
El Cuervo.
William, sin embargo, permanecía inmóvil. Ni un solo músculo de su rostro revelaba alguna emoción. Sus ojos negros, profundos como abismos, se posaron primero en el comisario, y luego en Bella.
Se pasó lentamente la lengua por el labio inferior, el mismo que había sangrado tras el golpe recibido, y dejó escapar una risa breve, casi imperceptible. Una mueca fría, carente de humanidad, llena de ese poder que no necesitaba demostrarse con gritos.
—No sé de qué está hablando, comisario… —respondió con una voz grave, despreocupada, cargada de esa calma que helaba más que cualquier amenaza abierta.
Cada palabra suya era un recordatorio de que, incluso bajo acusaciones tan demoledoras, él seguía teniendo el control. La escena no le pertenecía al comisario ni a Bella. Le pertenecía a él.
El comisario dio un paso al frente, el rostro desencajado, la rabia brotando como lava. Su puño se alzó de nuevo, directo hacia William. Pero antes de que pudiera descargar el golpe, una mano temblorosa se interpuso.
—¡Papá, no! —la voz de Bella se quebró en un grito ahogado, sus dedos aferrándose al brazo de su padre con desesperación.
La realidad, brutal y descarnada, la golpeaba sin piedad. William no era solo un hombre peligroso, como había temido en lo más hondo de sus pensamientos. Era mucho más. Era alguien capaz de acabar con todos ellos sin mover un solo dedo, alguien que reinaba en el silencio, en el miedo y en la sombra.
No había salida. Y por un instante, lo vio todo con una claridad cruel: ese lugar, esas paredes, esa boda… eran su jaula. Y William, el carcelero que no necesitaba barrotes para encerrarla.
Sus piernas cedieron bajo el peso de esa verdad, y comenzó a temblar sin control. El comisario, al verla, bajó la guardia y corrió a sostenerla entre sus brazos, envolviéndola en un abrazo apretado.
—Shhh… tranquila, mi niña. No tengas miedo. Papá está aquí. —La voz de su padre era un refugio, pero sus palabras se sentían frágiles, como un papel a punto de romperse bajo la tormenta.
Bella alzó la vista entre sollozos, buscando desesperadamente un respiro. Y lo encontró a él. William. De pie, a unos metros, con los labios curvados en una sonrisa que no era humana, una sonrisa helada que le atravesó la piel como una cuchilla.
Su corazón se detuvo. Quiso apartar la mirada, pero no pudo. Esa sonrisa era el reflejo de lo inevitable.
Entonces giró la cabeza hacia su padre, y fue demasiado. Sus lágrimas cayeron descontroladas mientras el temblor la sacudía por completo.
—Bella… ¿qué te hizo ese hombre? —preguntó el comisario, con la voz rota por un miedo que nunca había mostrado frente a nadie.
Ella no respondió. No podía. El nudo en su garganta era demasiado fuerte, la verdad demasiado aterradora.
La impotencia se apoderó de él. La apartó suavemente a un lado, y en un arrebato de furia se lanzó contra William, agarrándolo con violencia por la camisa. Lo jaló hacia sí, con el rostro a escasos centímetros del suyo.
—Si le has tocado un solo pelo a mi hija… ¡te mataré con mis propias manos! —rugió el comisario, con la voz cargada de una furia primitiva.
William no se inmutó. Sus ojos, oscuros y profundos, lo atravesaron con la serenidad de quien siempre tiene la ventaja. Y con esa calma venenosa que solo él dominaba, habló.
—Un policía… hablando de matar. —saboreó las palabras como un veneno dulce, dejando que cada sílaba calara hondo—. Qué irónico. La ley no opinaría lo mismo, comisario.
El silencio que siguió fue sofocante, como si las paredes mismas contuvieran la respiración.
El comisario, cegado por la rabia, volvió a levantar el puño. Pero antes de que pudiera lanzarlo, Bella se interpuso otra vez, casi cayendo al suelo al aferrarse de su brazo con toda la fuerza que le quedaba.
—¡Papá, basta! —rogó, la voz quebrada, los ojos desbordados en lágrimas.
William la observaba desde arriba, con esa sonrisa apenas dibujada, disfrutando del espectáculo, regocijándose en el caos que él mismo provocaba sin necesidad de alzar un solo dedo.
El comisario se quedó paralizado, con el brazo en alto, todavía conteniendo la furia que le quemaba el pecho. Su hija lo había detenido dos veces. No entendía nada, la desesperación lo estaba volviendo loco.
—¡¿Por qué lo haces, Bella?! —rugió, con la voz rota entre rabia y dolor—. ¡¿Por qué me detienes?!
Bella lo miró, los ojos enrojecidos, el rostro empapado en lágrimas, el cuerpo temblando como una hoja. Su garganta se cerraba, pero las palabras escaparon entre sollozos, como un disparo que atravesaba a todos en la sala.
—Porque… —jadeó—. Porque lo amo.
El silencio fue absoluto. Como si el mundo entero se hubiera detenido con esas tres palabras.
El comisario retrocedió un paso, como si hubiera recibido un disparo. Su rostro se desencajó, los ojos se le abrieron con un brillo de incredulidad y horror.
Bella bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada de su padre, conteniendo el llanto con todas sus fuerzas. Ella sabía que esas palabras no eran verdad… pero eran la única forma de salvarlo.
William, en cambio, sonrió. Una mueca oscura, satisfecha, como si hubiera ganado una guerra sin mover un dedo.
—Lo has oído, comisario… —susurró, con un deleite venenoso—. De su propia boca.