Amar a uno la sostiene. Amar al otro la consume.
Penélope deberá enfrentar el precio de sus decisiones cuando el amor y el deseo se crucen en un juego donde lo que está en riesgo no es solo su corazón, sino su familia y su futuro.
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Capitulo 21. La noche de los espejos.
El salón estaba vestido de luces doradas y columnas envueltas en terciopelo azul. En cada mesa, arreglos de cristal destellaban bajo lámparas colgantes que parecían estrellas. El logo de la empresa, grabado en una estructura de hielo, dominaba la entrada como un recordatorio del motivo de esa gala: veinticinco años de historia.
Penélope se detuvo en la puerta, sujetando con firmeza la mano de Jack, que insistía en mirar a su alrededor con ojos curiosos. El vestido marfil con bordes plateados caía con elegancia sobre su figura, y aunque ella hubiera preferido algo más discreto, Carolina había insistido en que sería perfecto para combinar con el traje azul profundo de Kylian. Él estaba a su lado, impecable, irradiando esa autoridad natural que hacía que todos en la sala se giraran a saludarlo.
—Relájate —susurró Kylian, inclinándose apenas hacia ella—. Solo es una noche.
Penélope lo miró de reojo.
—No lo dices como si fuera “solo una noche”.
Él no respondió, pero la presión en su mano sobre la de ella fue suficiente para marcar territorio.
El sonido de copas y risas llenaba el aire. Eric apareció entre la multitud, con Sophie colgada de su brazo, ambos radiantes. Sophie llevaba un vestido esmeralda que parecía diseñado para ser imposible de ignorar. Al verlos, sus labios se curvaron en una sonrisa venenosa.
—Vaya, Penn, qué sorpresa verte aquí. Pensé que esto no era “lo tuyo”.
Penélope sintió el calor subirle al rostro, pero mantuvo la compostura. Antes de que pudiera responder, Carolina apareció detrás de ella como un escudo invisible.
—Y sin embargo aquí está, brillando. Cuidado, Sophie, que podrías perder protagonismo.
La tensión quedó suspendida un segundo, hasta que Eric intervino con su tono diplomático.
—Lo importante es que estemos todos para celebrar. Vamos a brindar en un rato.
Kylian inclinó la cabeza, saludando sin apartar la mirada de Eric. Penélope percibió la rigidez en su mandíbula, esa forma de contener emociones que nunca decía en voz alta pero que estaban allí, vibrando bajo la superficie.
La noche avanzó entre discursos y música en vivo. Los niños habían quedado en un área preparada para ellos, lo que le dio a Penélope y Kylian cierta libertad, aunque también más exposición.
En la pista, parejas de ejecutivos bailaban con sus acompañantes. Eric sacó a bailar a Sophie, y ambos parecían disfrutar de cada mirada que atraían. Kylian, en cambio, se acercó a Penélope con un gesto firme.
—Baila conmigo.
Ella dudó, pero sus ojos oscuros no dejaban lugar a la negativa. Aceptó.
El contacto de sus manos encendió un recuerdo incómodo: la noche anterior, la discusión en la habitación, las palabras que aún resonaban en su cabeza. “Eres mi esposa”. “No estamos casados”. Ahora, en medio de esa pista, cualquiera los vería como un matrimonio perfecto.
—Sonríe —ordenó Kylian en voz baja, inclinándose hacia ella.
Penélope lo miró directo a los ojos, con una sonrisa apenas esbozada.
—¿Para la foto o para ti?
Él no respondió de inmediato. Sus pasos eran firmes, sujeta a un compás que no permitía escapatoria.
—Para que nadie dude de lo que somos —murmuró finalmente.
Penélope sintió que el aire se espesaba.
—Lo que somos, Kylian, o lo que quieres que parezca.
Antes de que él pudiera contestar, la música se detuvo para dar paso a un discurso. El director de la empresa subió al escenario, agradeció la asistencia y habló de los logros compartidos. Pero Penélope apenas escuchaba: sentía las miradas de Sophie como agujas en la espalda y notaba cómo Eric observaba a Kylian de forma calculada, casi desafiante.
El brindis llenó las copas de champaña. Carolina levantó la suya con una sonrisa cómplice hacia Penélope, dándole fuerza silenciosa. Ella respondió con un gesto agradecido, mientras Sophie se inclinaba hacia Eric para susurrarle algo que arrancó de él una risa breve.
Cuando las luces bajaron y la música volvió a sonar, Penélope se excusó y salió hacia la terraza en busca de aire. El frío de la noche la recibió como un alivio.
—¿Huyendo ya? —La voz de Kylian la alcanzó segundos después.
—Respirando —respondió ella, sin mirarlo.
Él se apoyó a su lado en la baranda, el azul de su traje contrastando con la luna.
—No soporto cómo te mira Eric.
Penélope giró hacia él, incrédula.
—¿Tú? ¿Hablas en serio? ¿Después de todo lo que yo he visto entre ustedes?
Kylian frunció el ceño.
—No entiendes.
—Claro que entiendo —lo interrumpió—. Entiendo que me arrastras a este teatro para que todos crean que soy tuya, cuando en la intimidad ni siquiera reconoces lo que somos.
Él se inclinó hacia ella, la voz baja y cargada de rabia contenida.
—Ya te lo dije: eres mi esposa.
—¡No lo soy! —la réplica salió como un látigo, rebotando en el aire frío—. No lo somos, Kylian. Tú insistes en repetirlo, pero no lo cambia.
El silencio se tensó, roto solo por la música distante del salón. Kylian la observaba, los ojos oscuros llenos de algo que oscilaba entre deseo y furia.
Penélope bajó la vista, sintiendo que las lágrimas amenazaban con escapar. No iba a darle ese poder. Se enderezó y lo enfrentó con firmeza.
—Si quieres que todos crean que estamos unidos, aprende a demostrarlo donde realmente importa, no solo cuando hay público mirando.
Kylian tragó saliva, sin palabras, pero tampoco retrocedió.
En ese instante, Carolina apareció en la terraza, como quien rompe un embrujo.
—Ah, aquí están. Los buscan para la foto oficial —dijo, mirándolos con una mezcla de preocupación y complicidad.
Penélope aprovechó la interrupción y caminó hacia la puerta, dejando a Kylian atrás. Mientras avanzaba, sintió que la tensión de la noche apenas era un preludio: lo verdadero estaba aún por estallar.
Dentro, Sophie la observaba desde lejos con la sonrisa de quien saborea la espera, y Eric no apartaba los ojos de Kylian.
La gala continuaba, brillante y festiva para los demás. Pero para Penélope, cada reflejo en los espejos del salón no hacía más que mostrarle una verdad incómoda: estaban atrapados en una danza de apariencias, y tarde o temprano, las máscaras iban a caer.