Esta historia nos narra la vida cotidiana de tres pequeñas familias que viven en el mismo complejo de torres, luego de la llegada de Carolina al lugar.
Tras ser abandonada por sus padres, y por sus tíos, la pequeña se ve obligada a mudarse con su abuela. Ahí conoce a sus dos nuevos amigos, y a sus respectivos padres.
Al igual que ella, todos cargan con un pasado que se hace presente todos los días, y que condiciona sus decisiones, su manera de vivir, y las relaciones entre ellos. Sin proponérselo, la niña nueva provoca encuentros y conexiones entre estas familias, para bien y para mal.
Estas personas, que podrían ser los vecinos de cualquiera, tienen orígenes similares, pero estilos de vidas diferentes. Muy pronto estas diferencias crean pequeños conflictos, en los que tanto adultos como niños se ven involucrados.
Con un estilo reposado, crudo y directo, esta historia nos enfrenta con realidades que a veces preferimos ignorar.
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Capítulo 21: El odio aumentó
Reyna no estaba segura de qué iba a decir, o a hacer, cuando aquel hombre estuviera delante suyo, pero decidió ir de todos modos. Lo pensaría mientras caminara hacia su casa. Después de todo, solo debía expresar lo que sentía y pensaba sobre él, mostrándole que hablaba en serio.
Regresó a su casa luego de haberle gritado todo lo que pudo pensar en aquel momento, y sintiéndose satisfecha consigo misma, pero con bastante ira dentro suyo. En cuanto la puerta de su departamento se cerró detrás de ella, se quitó las pantuflas y la bata, que era todo lo que llevaba puesto. Al tener que efectuar un trayecto tan corto como ese, no quiso ponerse nada más, con eso era suficiente. Ya desnuda otra vez, al igual que la niña que aguardaba su regreso, se apresuró al cajón de la mesa de luz, donde guardaba los cigarrillos y el encendedor, para poder calmar sus nervios fumando un poco.
Pudo escuchar como su hija había seguido las indicaciones que le dio antes de salir: la bañera se estaba llenando. Sofía conocía la temperatura que debía tener el agua, gracias a que su mamá se aseguró de enseñárselo para que pudiera preparar el baño ella sola. También sabía la cantidad de agua exacta que la bañera debía tener.
—¡Mamá, ya va por la mitad! —le avisó ella.
—¡Qué bien! —respondió su madre.
Con la puerta entreabierta del baño, la niña pudo ver a su mamá fumando su cigarro, parada en mitad de la cocina-comedor, de espaldas a ella. Seguía claramente enojada, por lo que Sofía temió que el enfado fuera dirigido a ella. Pocas veces la había visto así, y no le gustaba. No entendía por qué reaccionó de esa manera cuando le contó lo que había hecho antes de ser invitada a almorzar en la casa de Carolina, y lo que el papá de Germán les relató. Creyó que estaría contenta al saber que ella la había pasado bien esa mañana.
Al retirarse de la casa de su amiga, para dejarla a ella y a su abuela dormir la siesta, comenzó a planificar en su cabeza cómo le contaría las cosas a su mamá. Cuando estuvo dentro de su departamento, desnuda, ya había decidido que no empezaría hablando del almuerzo, sino del encuentro con sus amigos en el mercado (omitiendo la parte en que trató de comprar ese chocolate a sus espaldas otra vez), segura de que le interesaría saber cómo ayudó llevando una bolsa, y acabó ganando una pequeña propina. Se sentó en su lugar favorito del piso, sobre la alfombra, junto a la silla en la que Reyna se había acomodado un minuto atrás, luego de haber terminado de lavar y guardar lo que había utilizado para comer y acompañar su almuerzo.
—¿Cómo te fue? —le preguntó sonriendo a su hija, mientras cambiaba los canales de la televisión con el control remoto, sin poder decidir en dónde dejarlo.
Fue entonces que la niña, dejando a un lado su celular, le resumió los hechos de esa mañana, queriendo llegar también a la parte del almuerzo. Sin embargo, no pudo hacerlo, pues su madre se interesó mucho más por la parte que involucraba al papá de Germán. Fue ese el momento en el que apareció la expresión de enojo en el rostro de ella. Sus preguntas eran propias de un interrogatorio, debido al tono de voz que usó, el que Sofía interpretó como un indicador de que había hecho algo malo. A pesar de que su madre dijo cosas en contra de aquel hombre, también le dejó en claro que ella había obrado mal al escucharlo, y al aceptar la propina que le había dado.
Lo consideraba como una forma de decirle a ese tipo que eran como él, y que estaban de acuerdo con las mentiras que dijo, y con su manera de pensar. La mujer descubrió entonces cuánto lo odiaba, a él y a todo lo que este representaba. No pudo soportar que le hubiera dado a entender a su hija que podía aspirar a un mundo tan alejado de ellas. Uno que se les había negado desde siempre, y que ella había aprendido a despreciar. Al no estar dispuesta a permitir que ese sujeto la hiciera quedar mal con su hija, inventando esa historia sobre orígenes humildes y obstáculos superables, se calzó sus pantuflas y se colocó la bata a toda prisa. Sofía, un poco asustada y confundida, le dijo, respondiendo a una pregunta suya, que había dejado los billetes de vuelto en uno de los bolsillos traseros del pantalón que se quitó al entrar. Así que, sin un instante de duda, Reyna se apropió de esa pequeña cantidad de efectivo, volvió a colocar el pantalón en la silla cercana a la puerta, con el resto de la ropa que ambas se ponían y se quitaban, al salir y entrar de la casa, y se dirigió a la casa de Fabián a paso largo.
Mientras esperaba que la bañera estuviera lista, fumando y limpiando un poco la casa, miraba la puerta principal en estado de alerta, imaginando que aquel hombre podría ir de un momento a otro. Si debía enfrentarlo, lo haría. Lo odiaba más que antes, pues le había hecho pensar en castigar a su hija por primera vez, como su madre lo hizo con ella y sus hermanas. Incluso consideró olvidar lo del relajante baño caliente, y llevar a cabo la penitencia lo antes posible. No obstante, decidió no hacerlo, al darse cuenta de que existían motivos para optar por ese camino: apenas se podía decir que la niña había cometido una falta, era aún muy menor como para que el castigo tuviera el impacto que ella deseaba (a pesar de lo que la mismo Sofía dijera), y el lugar en el que se encontraban no era el más indicado. Algún día, tal vez tendría que hacerlo, por el bien suyo y de su hija, pero todavía no llegaba ese momento.
Siempre sentía miedo de que, teniendo que poner manos a la obra, le faltara valor para imponerse ante la niña. Su madre nunca pareció tener ese problema. Siempre que Reyna la vio aplicando ese castigo a sus hermanas (entre otros, aunque era el favorito de su mamá), pudo notar la determinación en sus ojos. Así debía ser ella con Sofía. La vergüenza y humillación que sintieron en esas situaciones hicieron que todas fueran por el buen camino. Ninguna lo valoró en aquellos tiempos, pero acabaron por agradecérselo.
Tenía 5 años cuando vio por primera vez a su madre dejar a Rocío, la mayor de las siete, desnuda afuera. Todas se vieron obligadas a ignorar los golpes que dio en la puerta durante algunos minutos ya que su madre ordenó que así lo hicieran.
Cuando estuvieron las siete reunidas esa noche, Rocío pudo explicar más a detalle lo ocurrido, como hacían regularmente.
Ella, Reyna y Soledad terminaban de bañarse juntas, y se dirigían a la apretada habitación que compartían todas, cuando predeciblemente su madre les cerró el camino interponiéndose. A pesar de que las tres sabían que eso podía pasar en cualquier momento (en especial Rocío), Susana consiguió tomarlas por sorpresa.
Las hermanas acostumbraban bañarse siempre juntas, de a dos o tres (dependiendo de la cantidad de espacio que las involucradas requirieran), así como hablar de sus asuntos con el resto para entretenerse más en la bañera. Fue durante estas conversaciones cuando Rocío les confió a sus hermanas, de 5 y 7 años de edad, su preocupación respecto a la posible ira de su mamá. A pesar de sus 19 años, la autoridad de su madre ejercía casi el mismo poder sobre ella como cuando tuvo la edad de sus interlocutoras. Lo mismo ocurría con todas sus hermanas.
—¿Estás segura de que mamá ya se enteró? —le preguntó Soledad a Rocío, mientras esta le aplicaba el shampoo en la cabeza, y Reyna se distraía con sus juguetes.
—No, pero si no sabe nada, solamente es cuestión de tiempo —respondió la mayor mientras hacía aparecer espuma en el pelo de su hermanita—. Estoy segura de que esa era Úrsula. Y, si era ella, no va a dejar pasar mucho tiempo antes de contarle a mamá.
No importó cuánto le insistieron las dos niñas en que, quizás, se había confundido, y solo vio a una mujer muy parecida a la amiga de su mamá cuando salía de aquel instituto. El miedo a las represalias que su temible madre podía llegar a tomar no la abandonó. Nunca había visto con buenos ojos el deseo que Rocío demostraba por la docencia, pues tenía otros planes para todas sus hijas. Permitió que ella acabara la secundaria (al igual que harían sus demás hijas) porque cursar eso era obligatorio, pero siempre les resaltó que no habría nada más después de eso, para ninguna. Sin embargo, en esa época, todavía no conseguía hacer que el deseo de su hija mayor desapareciera. Sin que ella lo supiese, este iba en aumento, a pesar de haber dejado de tener contacto diario con la profesora Barbisotti después de terminar sus estudios.
Rocío siempre recordaba con cariño las clases impartidas por aquella docente, quien fue su profesora de lengua y literatura en todos los años de secundaria. Ella la ayudó a descubrir su vocación, y siempre la alentó a intentar seguir esa carrera. Sin embargo, nunca llegó a brindarle datos respecto al lugar para matricularse. Esto lo hizo un año después de la finalización de sus estudios obligatorios, cuando Rocío tenía 18 años, y ambas se toparon, la una con la otra, por casualidad. Le recomendó el instituto de formación docente en el que ella misma se había recibido. Pero tuvo que pasar otro año para que Rocío fuera a hacer las consultas correspondientes a ese lugar, a escondidas de su madre.
Mientras salía del instituto, se preguntaba si tendría el valor para asistir a aquellas clases, aún si no conseguía convencer a Susana de permitírselo. Fue entonces cuando creyó ver a Úrsula, en medio de otras personas, alejándose de ella. A pesar de sus intentos, no fue capaz de alcanzarla, o de asegurarse de que se tratara de ella. Esa incertidumbre la mantuvo preocupada los días siguientes. El compartirlo con sus hermanas más pequeñas no le ayudó en nada, pero lo hizo porque ambas no dejaban de preguntarle al verla así de distraída.
Reyna y Soledad vestían únicamente una pequeña bata blanca cada una, y Rocío llevaba su cuerpo envuelto en un toallón rojo, cuando las tres fueron interceptadas por su mamá, luego de abandonar el baño para dirigirse a su habitación.
—Romina, fíjate si Reyna y Soledad necesitan ayuda para vestirse —le ordenó Susana a su tercer hija mayor, mientras le indicaba a su primogénita que la siguiera—. Tengo que hablar de algo con vos, Rocío.
Esta la siguió obedientemente el corto trayecto hacia la pequeña cocina.
—¿Hay algo que quieras decirme? —le preguntó Susana, aparentemente tranquila, luego de detenerse cerca de la puerta que conducía al patio trasero.
Rocío no podía decidir qué era lo que debía responder en esa situación. Tal vez su madre pretendía llamarle la atención por algún otro asunto, quizá relacionado con alguna de sus hermanas.
—Vos me dijiste que viniera —optó por contestar— ¿No querías decirme vos algo a mí?
—¿Fuiste a algún lugar nuevo estos días? —siguió preguntándole aquella mujer, como si no hubiese oído la respuesta de su hija.
Ella supo entonces que de nada servía tratar de ocultarlo. También supo que había estado en lo correcto: esa mujer era Úrsula, por lo tanto, lo único que podía hacer era improvisar una mentira para intentar disminuir el enojo de su madre.
—Cuando volvía de lo de una amiga, pasé por un instituto que queda cerca de la casa de Úrsula —dijo, fingiendo que acababa de recordar eso, y haciendo todo lo posible por aparentar tranquilidad—. Es el único lugar "raro" al que fui estos días. Entré a consultar unas cosas que ella me pidió que le averiguara ¿Por qué?
Mentir era inútil en la mayoría de los casos, pero todas lo seguían haciendo de todas maneras, intentando escapar de los castigos. Rocío jamás creyó, ni por un segundo, que tendría suerte en aquella ocasión. No obstante, dio la actuación más convincente de la que fue capaz, preparada para que su madre la interrumpiera alzando la voz en cualquier momento. No imaginó que su madre, acto seguido, ya pasaría a la acción. Sin pronunciar ni una sola palabra más, usó la fuerza con la que conseguía ejercer dominio sobre sus hijas para sujetar a Rocío del brazo derecho, y llevarla a la puerta que estaba a unos pocos metros de ellas. La muchacha apenas pudo oponer resistencia, debido a la sumisión tan fuertemente arraigada dentro suyo. Antes de que pudiera pronunciar alguna palabra inteligible, su madre ya la había empujado al exterior, al pequeño patio trasero de la casa, no sin antes haberla despojado del toallón que envolvía su cuerpo. Aunque sabía lo inútil que era intentar volver a entrar, lo hizo, solo para descubrir que Susana efectivamente había trabado la puerta con el mueble más cercano, haciendo uso de su característica velocidad.
—¡Ahí te vas a quedar! —le gritó su madre del otro lado de la puerta.
Antes de que Rocío pudiera echar un vistazo alrededor, deseando no hallar a nadie más cerca, puedo escuchar los chiflidos. Antes de mirar en la dirección de la que estos venían, ya tenía la certeza de que se trataban de Leonardo y Lucio, esos dos hermanos de 15 y 17 años de edad respectivamente, que vivían con sus padres en la casa de al lado. Esta estaba separada de la suya por un sencillo alambrado que alguien improvisó años antes de que la familia de Susana se apropiara de todo aquel lugar.
Ambos hermanos se encontraban practicando fútbol en su patio en el momento en que notaron, al mismo tiempo, la aparición de aquella muchacha desnuda en el de junto. En los meses que esa familia llevaba usurpando aquel sitio, habían tenido la oportunidad de ver a cada una de las que conformaban esa familia (ocho en total), pero nunca supieron los nombres de ninguna de ellas, ni les importó averiguarlos, ya que no planeaban socializar con esas recién llegadas.
Luego de cubrirse con ambos brazos inconscientemente, buscó a su alrededor un sitio donde refugiarse, a pesar de que sabía bien que en aquel lugar solo había pasto.
—Por favor, abrime —suplicó inútilmente, a la vez que intentaba abrir la puerta, mientras que en el otro patio, los espectadores no perdían detalle de aquel espectáculo que estaban presenciando.
—¡Vengan, rápido! —exclamaron los muchachos, haciendo que la desesperación de Rocío aumentara, al percatarse de que vendrían más chicos a verla desnuda.
No obstante, se aseguró de que sus súplicas no fueran oídas por ninguno de aquellos jóvenes, ya que no podían saber que su madre se negaba a abrirle la puerta.
—Por favor, ya están sacándome fotos —siguió suplicando, luego de percibir por él rabillo del ojo como esos cuatro varones apuntaban hacia ella la cámara de sus teléfonos celulares, a pesar de saber que sus ruegos no le servirían de nada, pues era muy pronto para que su madre terminara el castigo, y nunca daba el brazo a torcer con ninguna de sus hijas.
Impotente ante la situación, solo pudo colocarse en posición fetal, ocultando su rostro, e intentando cubrir su cuerpo todo lo posible, mientras que el par de hermanos y sus visitas no quitaban la mirada de ella.
Su propia madre también estuvo observándola todo ese tiempo a través de la ventana más cercana, escondida tras la cortina que la cubría casi totalmente. Igual que en las demás ocasiones, no le resultó sencillo mantenerse firme pero lo hizo. No era el único método que empleaba para disciplinar a sus hijas, pero lo consideraba como el más efectivo de todos. Reyna, la más pequeña de las siete era la única que no había pasado por aquello hasta la fecha, pero Susana sabía que era únicamente cuestión de tiempo para que eso cambiara. Todas necesitaban cosas como esa de vez en cuando. Con ese pensamiento en mente, dejó a Rocío en el exterior unos minutos más. No podía permitir que su actitud tan mal agradecida quedara sin recibir un merecido escarmiento. Después de todo lo que había hecho y sacrificado por ellas, Rocío pensaba en abandonarlas, como si su estilo de vida no fuera lo suficientemente digno para ella. Quería volverse uno de los otros, y Susana no se quedaría de brazos cruzados ante eso. Tenía que entender que sus reglas no estaban para ser desobedecidas.
Romina, Soledad y Reyna, escucharon la corta conversación entre su hermana mayor y su madre, pero se retiraron a su habitación poco después de que aquel castigo diera inicio para cumplir con la directiva que habían recibido. Las otras tres no estaban en la casa en ese momento (era su turno de salir a pedir donativos en los negocios más cercanos), por lo que eran las únicas en el cuarto. Mientras Romina ayudaba a las más pequeñas a elegir que ponerse (y a vestirse, de resultar necesario), estas la pusieron al tanto de la situación.
—Con razón —exclamó Romina, a la vez que ataba los cordones de las zapatillas de Reyna—. No sé porqué fue tan tarada. Mamá se lo dijo varias veces ¿Pensó que no se iba a enterar nunca? Prácticamente se lo buscó.
—Me gustaría haberla ayudado, pero mamá seguro que se enojaba conmigo también —dijo Soledad atando sus cordones, tal y como se lo enseñó su maestra semanas atrás—. Ya veo que me habría sacado la bata, y echado al patio con Rocío, si le decía que no fuera mala con ella.
—Dejá de pensar en defenderla —se molestó Romina.
—Pero es que dijo que descubrió que le encantaría estudiar esa carrera, ser profesora, y que no le haría daño a nadie con eso.
—Obvio que va a decir eso, pero es a mamá a la que tenés que escuchar. Nuestro lugar es en nuestra casa, como ella siempre nos dice.
Soledad no respondió nada a eso. A pesar de que, de vez en cuando, podían llegar a desobedecer a su madre, y hacer cosas que ella no aprobaría, seguían ciegamente todo lo que les había enseñado. Tanto ella como Reyna sentían algo de pena por la mayor de sus hermanas, pero al fin y al cabo, siempre terminaban dándole la razón a su mamá, y ese día no fue la excepción.
Rebeca, Silvina y Sabrina, todavía no habían regresado, y las tres ya se estaban ocupando de otras cosas, cuando Rocío entró en la habitación. Susana ni siquiera le había devuelto su toallón al dejarla entrar a la casa, pero poco le importó esto a ella. Sin mediar palabra con sus hermanas, fue a buscar algo para ponerse.
—¿Qué pasó al final? —decidió preguntar Soledad en el momento en que su interlocutora empezaba a colocarse la ropa interior.
—Nada —respondió Rocío seria—. Ya le pedí perdón, antes y después de que me dejara entrar. Le prometí que le voy a hacer caso, y olvidarme de todo eso.
—¡Bueno, pero esta vez mejor cumplí lo que prometés!
La mayor de las siete no se encontraba de humor para soportar eso, así que se volteó hacia Soledad vestida únicamente con su ropa interior, dejando la tarea de vestirse para después de acabar la discusión.
—¡Déjame de joder! —le gritó— ¡Ya tuve suficiente como para que ahora vengas vos a molestarme! ¡Me vieron los dos boludos de acá al lado, y otros dos amigos suyos, que justo estaban con ellos!
Ninguna de las dos dijo algo al respecto, pero ambas sabían que era poco probable que eso hubiera ocurrido ese día sólo de casualidad. Su madre, probablemente, se percató de la presencia de ese par de muchachos extra en la casa de al lado, por lo que llegaría a la conclusión de que era el momento indicado de llevar a cabo el castigo para su hija.
—Vos sabías lo que te esperaba si no hacías caso —le restó importancia Romina, aún sentada en la cama que compartía con Sabrina—. Sabías que no ibas a poder seguir esa carrera de todos modos, porque mamá obviamente se iba a terminar enterando.
—Y tampoco exageras —decidió intervenir Soledad—. Te ha ido peor, más varones te han visto así antes. A mí también. Me vieron como siete, cuando mamá me castigó bañándome con la manguera afuera la otra vez.
—Ya te dije ayer que dejes de joder con eso —la calló Romina, minimizando la enorme cantidad de vergüenza que Soledad siempre aseguró haber experimentado en ese momento, debido a la corta edad de esta, igual que siempre hicieron todas ellas—. No fue nada. A mí me fue peor cuando me tocó. Seguro que no te acordás, pero cuando vos tenías dos años, nos tuvimos que quedar unos días en un motel. Cuando estábamos jugando en la pileta, mamá me hizo sacarme la malla y volver así hasta nuestra habitación. Fue re vergonzoso. Lo único bueno fue que mamá no estaba tan enojada como para dejarme esperando mucho afuera.
Reyna, como siempre que sus hermanas hablaban sobre eso, se mantuvo en silencio, al no tener nada que decir. En su corta vida había oído varias veces sobre aquel castigo de su madre. La única diferencia, aquel día, fue que pudo verlo por primera vez mientras este ocurría. No era un invento de sus hermanas con la intención de asustarla para que fuera obediente en todas las ocasiones que quedaba bajo el cuidado de ellas.
Ese silencio suyo se mantuvo cuando estuvieron todas reunidas, en esa misma habitación, esa misma noche, para conversar y luego dormir. Susana no les refirió nada de lo ocurrido a las hermanas que estuvieron ausentes, pero Rocío sí lo hizo en aquella charla grupal. Era muy notorio el tono de arrepentimiento en su voz, y el de reproche en las del resto. Entre todas le recordaron los planes que su madre siempre tuvo para cada una de ellas. Ninguna necesitaba salir a trabajar para comer. En un futuro no muy lejano, todas encontrarían a alguien con quien tener hijos, permitiéndoles, junto a sus respectivas parejas, adquirir la ayuda económica que Susana recibía por cada una de ellas.
Fue aquella charla uno de los momentos más importantes en la vida de Reyna. Las palabras de sus seis hermanas mayores hicieron que el cariño que sentía por su madre aumentara, así como su obediencia hacia las expectativas de esta. Nada de eso cambió jamás, ni siquiera tras el fallecimiento de Susana, cuando ella acababa de cumplir 18 años y Sofía 2.
A sus 23 años, Reyna solo se reprochaba dos cosas: no haber podido conseguir un padre para su hija (temía tener la misma mala suerte que su madre), y no haber podido evitar el tener cerca de ambas a gente como Fabián y su hijo.
—¿Ya está el agua? —le preguntó a su niña, apagando su cigarrillo en el cenicero de vidrio que había puesto sobre la mesa, al ver que se estaba distrayendo.
—.... ¡Sí, casi! —respondió Sofía, luego de volver a entrar al baño y revisar el interior de la bañera, tras dejar a un lado su celular— ¡Ya podemos ir entrando, mamá!
Como de costumbre, la niña ya estaba en el agua cuando su madre ingresó en el baño, donde no tardó en acomodarse junto a su hija. Esta se puso a jugar con ella, salpicándole, casi al instante.
—¿Y cómo la pasaste en casa de Carolina? —preguntó la mujer, ya de mejor humor, luego de salpicarle también.
—Bien. Vimos videos con mi celular y jugamos juntas.
—Qué bueno ¿A qué jugaron?
—Al Veo, veo. Un poquito nada más. Quería jugar un rato a las escondidas después de comer, pero su abuela dijo que tenían que dormir la siesta.
No dejó que su madre le volviera a hablar de inmediato, pues volvió a sumergir su cabeza en el agua al terminar de decir esas palabras.
—¿Comiste bien? —le preguntó Reyna, al verla emerger nuevamente— ¿Qué comiste?
—Sí, comí, pero un poquito —Sonrió la menor—. Es que Argelia hizo huevo frito, papas fritas y milanesas.
—Ah, bien, no hay problema si no comiste mucho.
—Yo le pregunté si no tenía otra cosa porque esa comida te engorda, pero me dijo que no tengo que andar preocupándome por esas cosas. Yo igual comí un poco nada más.
Al ver el shampoo en la mano de su mamá se dio cuenta de que debía darse la vuelta en ese instante, para que ella pudiera aplicarlo en su pelo. Pensó en comentarle sobre las galletitas que pudo agarrar, y comer, cuando su amigo fue al baño, y la abuela de esta se puso a acomodar la habitación para la siesta, pero prefirió no decir nada, para que su madre no se molestará con ella por no estar cuidando su figura. Tuvo que hacerlo, ya que se había quedado con hambre, al verse obligada a comer solo la mitad de lo que tenía en su plato.
—Claro, vos no desprecies —dijo la adulta, mientras dejaba caer aquella sustancia de color blanco, rebajada con agua, en la cabeza de su pequeña—. Pero tampoco te olvides que es mejor comer poco o nada de ciertas cosas.
Su método para evitar que a Sofía se le antojaran cosas que ella consideraba muy costosas seguía teniendo el efecto deseado. Lo empezó a poner en práctica cuando la menor empezó a tener uso de razón, y se enorgullecía de la brillante idea que había tenido. Inclusive en casa ajena, la niña no olvidaba la comida que su madre le prohibía, total o parcialmente, por su bien.
El pensar en las milanesas le hizo recordar a Fabián temporalmente (segura de que él se las había regalado a Argelia), pero consiguió evitar ese pensamiento para proseguir con la charla.
—Si querés, podés invitar Carolina a jugar acá en casa alguna vez —le dijo mientras masajeaba su pequeña cabeza, expandiendo el shampoo por todo su pelo—. Así se hacen más amigas. Pero, como siempre, acordate de avisarme antes.
—Sí, me acuerdo —respondió Sofía.
Mientras su hija volvía a meter toda la cabeza debajo del agua, Reyna se aplicó el shampoo a sí misma.
—Estate atenta —le dijo en cuanto volvió a asomar la cabeza—. Así, si ves que Carolina ya está levantada, vas a jugar con ella.
Sofía simplemente asintió sonriendo.