Lucía, una tímida universitaria de 19 años, prefiere escribir poemas en su cuaderno antes que enfrentar el caos de su vida en una ciudad bulliciosa. Pero cuando las conexiones con sus amigos y extraños empiezan a sacudir su mundo, se ve atrapada en un torbellino de emociones. Su mejor amiga Sofía la empuja a salir de su caparazón, mientras un chico carismático con secretos y un misterioso recién llegado despiertan sentimientos que Lucía no está segura de querer explorar. Entre clases, noches interminables y verdades que duelen, Lucía deberá decidir si guarda sus sueños en poemas sin enviar o encuentra el valor para vivirlos.
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Cajas que guardan, miradas que revelan
El miércoles por la mañana, la ciudad despertó con un cielo gris que prometía lluvia, pero el aire seguía cargado del bullicio habitual: cláxones, el traqueteo de un camión de reparto, y voces de los vecinos que discutían en la calle. Estaba en el piso, intentando concentrarme en un ensayo sobre literatura contemporánea, pero mi mente se encontraba en otra parte. La noche de talentos de ayer había dejado un eco en mí: la voz de Adrián, su sonrisa, la manera en que había dicho “vecina” como si fuese algo más que una palabra. No debía estar pensando en él, pero lo hacía, y eso me hacía sentir como una tonta.
Sofía entró al salón con una bandeja de galletas robadas de la despensa, interrumpiendo mis pensamientos. —¿Sigues soñando con el fotógrafo sexy? —preguntó, mientras se dejaba caer en el sofá con una sonrisa maliciosa.
—No es sexy —contesto por enésima vez, aunque mi cara debía estar traicionándome—. Y no estoy soñando con nadie. Estoy intentando estudiar.
—Claro, estudiar. —Sofía robo una galleta y señaló mi cuaderno, que estaba lleno de garabatos en lugar de notas—. Por cierto, vi movimiento en el edificio de enfrente. Más cajas en la puerta 23. Tu vecino debe de estar instalándose de verdad.
—¿Cajas? —Observo por la ventana, y efectivamente, había un par de cajas de cartón apiladas junto a la entrada del edificio de enfrente, con una bolsa de basura al lado. La puerta 23 estaba entreabierta, pero no veía a nadie.
—Ajá. —Sofia mastico ruidosamente—. Deberíamos ir a ayudar. Ser buenas vecinas, ya sabes. Además, así puedes hablar con él sin tropezar con cables.
—No voy a ir a su piso —proteste, y sentí el calor subiéndome a la cara—. Sería raro. Apenas lo conozco.
—Precisamente por eso. —Sofía se levantó, y se empezó a limpiar las migajas de la camiseta—. Vamos, Lucía, no seas cobarde. Es solo ayudar con unas cajas. No te estoy pidiendo que le declares tu amor eterno.
—No hay amor eterno —susurro, pero Sofía ya estaba tomando su chaqueta y dirigiéndose a la puerta.
—Venga, ponte los zapatos. Esto es una misión de vecindad. —Su tono no admitía discusión, y aunque una parte de mí quería quedarse escondida con mi ensayo, la otra —la que no para de pensar en Adrián— me traiciona.
Cruzamos la calle, con el aire fresco oliendo a asfalto mojado. El edificio de enfrente era más viejo que el nuestro, con pintura descascarada y un interfono que parecía no funcionar. La puerta principal estaba abierta, y las cajas seguían en la entrada del piso 23, junto a una lámpara de pie que parecía sacada de otra época. Sofía tocó la puerta entreabierta, gritando un “¡Hola!” que resonó en el pasillo.
—¿Quién es? —respondió una voz desde dentro, y mi corazón dio un salto. Era Adrián, con el mismo tono grave que me descolocó en el auditorio.
—Vecinas solidarias —contestó Sofia, ingresando sin esperar invitación. Y decidí seguirla, sintiéndome como si estuviera entrando en territorio desconocido.
El piso 23 era un caos organizado: cajas apiladas contra las paredes, muebles a medio montar, y un aroma a pintura fresca combinado con café. Adrián estaba en el centro del salón, con una camiseta gris que marcaba sus hombros y jeans manchados de polvo. Su cabello castaño estaba revuelto, y sostenía una caja etiquetada como “libros”. Cuando nos vio, su expresión pasó de sorpresa a una sonrisa que hacía que mi estómago se retorciera.
—Lucía, Sofía —dijo, depositando la caja en el suelo—. No esperaba visitas. ¿Qué os trae por aquí?
—Vimos las cajas desde nuestra ventana —explicó Sofía, con una naturalidad que envidio—. Pensamos que podrías necesitar ayuda. Mudarse es un infierno.
—Son un salvavidas —respondió Adrián, mientras se pasaba una mano por el pelo—. Esto es más de lo que esperaba. El piso lleva años vacío, y parece que estoy desenterrando reliquias.
—No hay reliquias que no podamos manejar —agrega Sofía, tomando una caja marcada como “cocina”—. ¿Dónde va esto?
—Al fondo, a la derecha —indicó Adrián, y después me observa—. ¿Tú también estás en modo vecina solidaria, Lucía?
—Algo así —contesto, forzando una sonrisa mientras agarraba una caja más pequeña etiquetada como “fotos”. Mi tono sonaba más tembloroso de lo que quería, pero él solo asintió, como si no notara mi nerviosismo.