Anastasia Volkova, una joven de 24 años de una distinguida familia de la alta sociedad rusa vive en un mundo de lujos y privilegios. Su vida da un giro inesperado cuando la mala gestión empresarial de su padre lleva a la familia a tener grandes pérdidas. Desesperado y sin escrúpulos, su padre hace un trato con Nikolái Ivanov, el implacable jefe de la mafia de Moscú, entregando a su hija como garantía para saldar sus deudas.
Nikolái Ivanov es un hombre serio, frío y orgulloso, cuya vida gira en torno al poder y el control. Su hermano menor, Dmitri Ivanov, es su contraparte: detallista, relajado y más accesible. Juntos, gobiernan el submundo criminal de la ciudad con mano de hierro. Atrapada en este oscuro mundo, Anastasia se enfrenta a una realidad que nunca había imaginado.
A medida que se adapta a su nueva vida en la mansión de los Ivanov, Anastasia debe navegar entre la crueldad de Nikolái y la inesperada bondad de Dmitri.
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Capítulo 21: Las reglas del amo
[POV’ Nikolái]
El disparo todavía retumbaba en mis oídos.
El cuerpo de Lev se desplomó de lado. No lo maté. No todavía. Solo lo dejé colgando de un hilo, sangrando lo suficiente para que piense en todo lo que no dijo… por si le quedan ganas mañana.
Alexéi entró al sótano sin preguntar. Revisó la escena de un vistazo rápido, se acercó y dejó una toalla limpia sobre la mesa.
—¿Estás bien?
—No me tires esa pregunta como si tuviera sentido. El que se está desangrando es él, no yo.
Me senté en una de las sillas del rincón, mientras el cuerpo me pasaba factura. Sentía el ardor en el costado como una llama viva, metida entre músculo y hueso. Pero no iba a caer. No ahora.
—¿Lo dejamos así? —preguntó, señalando el cuerpo de Lev.
—No. Quiero que siga respirando. Solo lo justo. Que no sepa si va a ver la noche o no.
Alexéi asintió.
—Ya hay ruido afuera. Lo del tiroteo se regó. La información está corriendo entre los peces grandes… y no se escucha bien.
—¿Quién lo dijo?
—No sé quién empezó, pero ya lo escucharon los de arriba. Y si ellos lo saben… los demás también van a oler la sangre.
Me pasé una mano por la cara. Me ardía todo.
—Perfecto —escupí—. Que se entretengan. El que pregunte sin permiso, se lo borra. Y el que responda sin saber… se va con los dientes en una bolsa.
Alexéi no respondió. Solo asintió con la cabeza. Él sabía cómo funcionaba.
Entonces apareció Dmitri. Entró sin avisar, con las manos en los bolsillos y esa sonrisa torcida que le salía cuando ya estaba hasta el cuello de bronca.
—¿Y ahora qué? —soltó, sin rodeos—. ¿Nos sentamos a esperar a que el traidor venga a darnos la mano?
Lo miré con el ceño fruncido. Me dolía el costado, me dolía la cabeza, y me jodía más tener razón que la herida misma.
—No, ahora los voy a sentar yo.
Dmitri arqueó una ceja, curioso.
—¿A quiénes?
—A todos los que tienen peso. A los que no aparecen desde hace años. Los que mandan sin moverse del sillón. Quiero verles las caras. Quiero que escuchen lo que tengo que decir. Y si a alguno no le gusta… que lo diga con los huevos en la boca.
Dmitri soltó una risa seca.
—Vas a mover el avispero, Kolya.
—Si alguien está escondiendo algo, que se prepare. Porque esta vez los voy a mirar a todos a los ojos.
Alexéi tomó el teléfono.
—¿Convoco al consejo?
—Sí. A todos. Incluso a los que ya se habían borrado del mapa. Nadie queda afuera.
Silencio.
Y entonces lo dijeron los tres al mismo tiempo, como si fuera un mal presentimiento compartido:
—Esto ya no es una grieta. Es una fractura.
Yo asentí.
—Y el que no venga… es porque ya está del otro lado.
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Cinco camionetas salieron de la finca, repartidas entre los míos. Dmitri y yo íbamos en la delantera. Nadie dijo nada en todo el trayecto. Solo se escuchaba el motor, los chasquidos del intercomunicador y la voz de Alexéi revisando la seguridad del lugar una y otra vez.
Nos dirigíamos al único sitio donde se toman decisiones que no pueden salir de cuatro paredes: la finca Ural.
En la radio, los Greko soltaban coordenadas mientras se burlaban entre ellos por quién traía más cargadores. Lukas iba adelante, en la tercera camioneta, asegurando la ruta con otros dos. Y el resto… los que no suelen aparecer, pero que igual siguen vivos, también venían.
La finca Ural quedaba a casi una hora del centro. Ni muy lejos, ni muy cerca. Oculta entre árboles viejos y caminos de tierra. Había sido de mi abuelo. Luego de mi padre. Nunca se usaba salvo para esto: cuando el peligro toca la puerta, y hay que ver quién la abre.
Y ahora tocaba usarlo.
Miré por la ventana. El reflejo me devolvía la cara llena de sombra. Sudor frío en la nuca. El cuerpo todavía ardía, pero el dolor me mantenía despierto. No podía confiarme. Ni cerrar los ojos.
—¿Estás seguro de esto? —preguntó Alexéi sin mirar atrás.
—No —respondí—. Pero igual vamos.
Dmitri soltó una risa seca.
—Qué alivio.
El resto del camino fue silencioso.
Solo el crujido de las llantas sobre la tierra congelada.
Al llegar, la reja se abrió sin rechistar. No había cámaras. Ni hombres visibles. Solo una antena rota, un muro viejo, y ese aire de un lugar donde no entra nadie… hasta que el mundo se vaya a la mierda.
La casa estaba intacta. Grande, de piedra, con ventanas altas. Fría. Se sentía igual que la última vez. El salón central seguía ahí: paredes grises, chimenea apagada, mesa de madera al centro, y sillas gruesas con marcas de cigarro en los brazos.
Yo fui directo al centro del salón. Me quedé ahí parado. El costado ya no dolía: punzaba. Pero no era momento para andar quejándose.
Dmitri caminó hasta el minibar. Sirvió vodka, sin hielo, y se lo bajó de un solo golpe, como si no estuviera pasando nada.
—¿Crees que vengan todos? —preguntó sin emoción.
—No tienen otra opción si se trata de sus pellejos.
—Entonces no faltara ninguno.
Asentí.
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Uno a uno fueron llegando.
Primero Maksim Barinov. El mismo que controla la frontera con Letonia. Viejo conocido de mi padre. Hombre seco, de esos que aún cree que los problemas se resuelven a punta de billete y pistola, como si no hubieran pasado treinta años. Traía el mismo abrigo largo de siempre, el gesto arrugado, y ese aire de “yo ya vi todo”.
Después entró Valery. Encargado de las rutas marítimas. Pelo blanco como cal viva, manos gruesas como palas. Nunca fue de hablar mucho, y menos de sonreír. Tiene esa forma de mirar que incomoda. Cuando se sienta, uno entiende por qué nadie lo contradice.
Luego llegaron los hermanos Radchenko. Siempre juntos. Uno con la pierna arrastrada —la guerra le dejó eso y una mala hostia permanente—, el otro más callado, más observador, pero con esa manía de escupir cada tres palabras. No se separan ni para ir al baño. A veces parece que si cae uno, cae el otro detrás.
Y después, apareció él.
Vasili.
Mi primo. Médico, legalista, especialista en limpiar mierda sin dejar rastros. Siempre calmado. No vive en la mansión. No se mete en los líos de todos. Pero cuando aparece, es porque el asunto ya huele a podrido.
Entró con su traje gris, la corbata floja y la misma cara de cansancio que lleva cada vez que se trataba de problemas.
—Kolya —dijo, sin hacer drama.
—Pensé que ibas a llegar más tarde.
—¿Y dejarte solo con esta panda de fósiles? Paso.
Dmitri se acercó y le dio un golpe suave en el pecho. Solo para joder.
—Mírenlo. El niño bueno volvió.
—¿Y tú? ¿Todavía hablas sin pensar?
—Ahora más que nunca.
Alexéi no dijo nada. Pero lo miró. Esa clase de mirada que no necesita palabras, solo dice: “este huevón no cambia”.
Vasili se acomodó en su silla con esa lentitud elegante de los que ya enterraron a medio mundo y no tienen apuro por enterrar al resto. Cruzó las manos sobre la mesa.
Las sillas ya estaban ocupadas.
Veinte hombres. Todos con historia. Todos con algo que perder. Y todos con esa mirada que mezcla curiosidad, tensión y sospecha. Nadie sabía si esto era el inicio de algo… o la caída de todo.
Me mantuve de pie.
Pude haberme sentado, sí. Pero no iba a darles ni una sola imagen que pudieran interpretarse como debilidad. No ahora. Sentía el vendaje húmedo, pegado al costado, como si el cuerpo estuviera marcando el terreno.
Algunos notaron la mancha en la camisa. Ninguno dijo nada.
Me apoyé un poco en el respaldo de la silla. Solo lo justo para aguantar el peso sin que se notara que ya me estaba pasando factura.
—Ya estamos —solté, sin rodeos—. No hay discurso. No hay protocolo. Esta reunión no estaba prevista. Si están aquí, es porque ya saben que algo se quebró.
Silencio.
Lo único que se oía era la madera crujiendo en la chimenea. Alexéi la había encendido apenas llegamos.
—Lo de ayer no fue un error. No fue un mal movimiento. Fue una emboscada. Sabían el lugar. Sabían la hora. Y eso no se adivina. Alguien habló.
Hubo movimientos sutiles. Miradas esquivas. Una tos seca. El ruido de un vaso dejándose sobre la mesa.
Nadie dijo nada.
—Nos tiraron a matar —seguí—. A mí, a los míos. No fue un susto. Fue una forma de decir: “los queremos fuera”. Y lo peor… es que no fue desde afuera.
Vasili no dijo nada. Pero me miraba fijo. Atento. Como si estuviera tomando nota en la cabeza.
—Hay alguien acá dentro que vendió información. Que conoce cada movimiento, cada rutina. Que sabe cómo trabajamos. Y no está afuera jugando al espía. Está aquí. Sentado. Escuchando.
El ambiente se puso más espeso.
Dmitri me miró. No hablaba, pero la mandíbula apretada lo decía todo. Estaba listo para romperle la cara a cualquiera.
—Esto no es una sospecha. No es una teoría. Ya tenemos pruebas. Y vamos a ir soltando los nombres. Pero cuando eso pase, no va a haber reunión ni negociación. El que esté en esa lista, se muere. Y punto.
Empecé a caminar despacio alrededor de la mesa. Cada paso me dolía, pero no pensaba frenar.
—Los que están aquí… por ahora, siguen de este lado. Pero si alguno está jugando doble, si alguien vendió lo que no era suyo, le aviso desde ya: no va a tener una muerte fácil. Ni rápida.
Maksim se cruzó de brazos. Valery seguía con esa cara de piedra. Los Radchenko no se movían, pero uno de ellos apretó el puño.
Vasili no apartaba la vista.
Me detuve justo antes de llegar a la cabecera. Me llevé la mano al costado, donde el vendaje marcaba la camisa.
—Y si alguno está dudando de mí por esto —dije, sin subir la voz—, acuérdese de algo: todavía estoy de pie. Y herido, sigo siendo más peligroso que todos ustedes juntos.
Alexéi ni se movió, pero lo noté más tenso. Dmitri golpeó la mesa con los nudillos, una sola vez. Firme. Sin palabras.
—Así que —miré alrededor—, si alguien tiene algo que decir, este es el momento. Si no… sigan callados. Pero no digan después que no se avisó.
Me senté.
Pasaron unos segundos que se sintieron largos. Muy largos.
Hasta que Maksim fue el primero en hablar.
—¿Y qué se supone que hagamos mientras tanto? ¿Cerrar las rutas? ¿Congelar los tratos?
—No —le solté de una—. El negocio sigue. Si frenamos, perdemos más que plata. Perdemos respeto. Y eso no se recupera.
Valery intervino sin mirar a nadie.
—Pero alguien nos vendió. Y si está sentado acá… ¿no deberíamos sacar a todos los que no viven bajo tu techo?
—¿Y eso te incluye a vos? —saltó Dmitri, con esa sonrisa seca que le sale cuando está por perder la paciencia.
Valery no respondió. Solo lo miró. Como diciendo no te metas conmigo hoy.
—No vamos a salir a cazar a nadie —aclaré—. No sin pruebas. No sin certezas.
Me incliné apenas hacia adelante. Sentí cómo el vendaje tiró del costado. Pero no hice ningún gesto.
—Pero sí hay algo que tienen que saber —dije con voz neutra, como quien comenta el clima—. Uno de los nuestros… ya habló.
Ahí sí cambió el aire.
No fue miedo.
Fue otra cosa.
Tensión.
—¿Quién? —preguntó uno de los Radchenko. El que escupe.
—Todavía no es el momento para tirar nombres. Pero lo que me dijo... no salió de ningún rumor. Me soltó datos que ni yo tenía anotados. Fechas, rutas, claves. Cosas que solo alguien muy cercano puede saber.
Me giré despacio. Miré la mesa entera.
Uno por uno.
—No quiero que juren lealtad. No me interesa. Pero desde ahora, cada movimiento, cada conversación, cada mensaje, va a estar bajo lupa. Lo que antes se pasaba por alto, ya no se va a pasar.
Silencio.
—Lev está vivo —solté, sin cambiar el tono.
Algunas cabezas se levantaron. Otras no se movieron.
—Y va a seguir vivo. Lo justo para soltar lo que falta. Porque aún no dijo todo. Pero mañana… va a hablar.
Apoyé los codos sobre la mesa. La madera estaba fría. O era yo.
—Así que si alguien acá tiene algo que esconder… que se preocupe. Porque esto recién empieza. Y yo no me voy a frenar hasta saber quién nos vendió.
Nadie habló.
Y eso fue lo más claro de todo.
Porque el que calla… es el que ya se está preparando por dentro.