Manual Para No Morir Otra Ves

Aranza debería haber sabido que aceptar un reto de Cassius Darkmoor era un error.

Pero, como siempre, su bocota y su terquedad la habían metido en problemas.

Ahora estaba en el campo de entrenamiento al amanecer, con el cuerpo aún adolorido de su primer intento fallido, mientras su encantador esposo la miraba como si fuera una cucaracha en su castillo.

Cassius, vestido con ropa de combate oscura y con su cabello negro ligeramente revuelto por el viento, cruzó los brazos con su usual mirada de hielo.

—Regla número uno. No te quejes.

Aranza, que ya estaba lista para protestar, cerró la boca de inmediato, fulminándolo con la mirada.

Cassius sonrió con burla.

—Regla número dos. No esperes que te trate con suavidad.

Aranza resopló.

—Como si lo hicieras en cualquier otra situación.

—Exacto.

Cassius avanzó un paso y señaló una espada de entrenamiento que yacía en el suelo frente a ella.

—Levántala.

Aranza la miró con desconfianza.

—Esto ya lo intenté ayer y terminé en el suelo.

—Levántala.

Aranza chasqueó la lengua, pero lo hizo.

El problema?

Era más pesada de lo que recordaba.

Intentó sostenerla con firmeza, pero su muñeca tembló con un esfuerzo ridículo.

Cassius la observó con absoluto desdén.

—Patético.

Aranza sintió que le hervía la sangre.

—¡¿Puedes dejar de decir esas cosas?!

Cassius ignoró su berrinche y comenzó a caminar a su alrededor como un depredador evaluando a su presa.

—Si te enfrentas a un enemigo así de débil, morirás en menos de un minuto.

—¡Por eso quiero entrenar!

Cassius arqueó una ceja.

—¿Quieres entrenar? Muy bien. Corre.

Aranza parpadeó.

—… ¿Perdón?

Cassius señaló el campo de entrenamiento con indiferencia.

—Corre diez vueltas alrededor del patio.

Aranza soltó una carcajada de incredulidad.

—¡Ja! Qué chistoso eres.

Cassius no se inmutó.

—No era una broma.

El rostro de Aranza se desfiguró en horror.

—¡¿QUÉ?!

—Si no puedes soportar un simple ejercicio de resistencia, no puedes sostener una espada.

—¡Pero yo vine a aprender a pelear, no a correr como un caballo desbocado!

Cassius la miró con total indiferencia.

—Entonces regresa a tus bordados y déjame en paz.

Silencio.

Aranza sintió cómo le ardía el orgullo.

¿Bordados?

¡Ni siquiera sabía coser un botón!

¡Maldito bastardo!

Apretó los dientes, dejó caer la espada con un golpe seco y empezó a correr.

Cassius sonrió con satisfacción.

Al menos había logrado que hiciera ejercicio.

Aranza corrió con toda la determinación del mundo.

La primera vuelta fue soportable.

En la segunda, el sudor le perlaba la frente.

En la tercera, su respiración se convirtió en un jadeo áspero, como la de un anciano asmático.

—P-puedo hacerlo… puedo… —se repetía entre bocanadas de aire.

Para la cuarta vuelta, sus pulmones ardían como si tuviera fuego dentro del pecho.

Para la quinta, sus piernas se volvieron de plomo y, sin poder evitarlo, cayó de bruces al suelo con un golpe seco.

—¡AAAAH!

El campo quedó en silencio… por un segundo. Luego, los soldados que entrenaban cerca lucharon por contener la risa.

Cassius se acercó con su calma inquebrantable y se detuvo frente a ella.

—Cinco vueltas.

Aranza, con la mejilla pegada al suelo y sin una pizca de dignidad, levantó un dedo tembloroso.

—Cinco… más de lo que creía…

Cassius la observó un instante antes de arrojarle una cantimplora.

—Levántate.

Aranza la atrapó con torpeza y bebió como si fuera un oasis en medio del desierto.

Cassius suspiró, cruzándose de brazos.

—Mañana serán seis vueltas.

Aranza casi escupe el agua.

—¡¿QUÉ?!

Cassius se inclinó apenas, con su expresión gélida de siempre.

—Si quieres volverte más fuerte, no esperes resultados sin esfuerzo.

Aranza sintió un nudo en la garganta.

—Odio todo esto…

Cassius dejó escapar una sonrisa burlona.

—Bienvenida al entrenamiento.

Los días siguientes fueron un infierno. Cassius no tuvo piedad.

—Diez flexiones.

—¡No siento los brazos! —se quejaba Aranza, pero aun así obedecía.

—Levanta la espada.

—¡Está hecha de plomo!

—Es solo madera.

Cada músculo de su cuerpo protestaba con furia, pero no iba a rendirse. Porque si había algo que odiaba más que entrenar, era darle la razón a Cassius. Así que aguantó. Aguantó el dolor lacerante en sus extremidades, las burlas disfrazadas de los soldados, las miradas condescendientes que dejaban claro que nadie apostaba por ella.

No importaba. Demostrar que podía mejorar se convirtió en su nuevo propósito.

Cassius, al principio, no hizo más que observarla con indiferencia. Pero con el paso de los días, cuando vio que, pese a sus quejas y sus caídas, ella siempre encontraba la fuerza para levantarse, algo en su mirada cambió.

Aranza, demasiado ocupada sobreviviendo, aún no lo había notado.