En el imponente Castillo de Lysandre, Elaria, una joven reina de 20 años, gobierna con determinación desde que la tragedia golpeó su familia. Tras la inesperada muerte de su madre años atrás, Elaria asumió el trono bajo la tutela de su padre, el rey Aldred. Aunque ha demostrado ser una líder firme y justa, su vida ha estado rodeada de aislamiento y deberes, lejos de los ojos curiosos del reino. Todo cambia cuando el rey decide abrir las puertas del castillo para un gran baile, invitando a familias nobles y plebeyas a una noche de celebración. Lo que parece un intento de reconciliarse con su pueblo pronto se convierte en caos, pues un grupo de infiltrados entra al castillo con la intención de robar las joyas de la corona. En medio de la confusión, Elaria se encuentra cara a cara con uno de los ladrones: un joven atractivo y enigmático cuyos ojos parecen revelar más secretos que intenciones maliciosas. Aunque debería detenerlo, algo en ella no lo hace.
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Capítulo 3
La fiesta estaba en marcha ya. Desde lo alto de las escaleras, junto a mi padre, observaba cómo la sala principal se llenaba de personas que reían, conversaban y brindaban como si no existiera un mañana. Pero yo no veía nada de eso. Mi mirada recorría el lugar una y otra vez, buscando entre la multitud un rostro familiar, un gesto, algo.
Nada.
Mi padre, de pie a mi lado, notó mi expresión y alzó una ceja, claramente irritado.
—¿Por qué esa cara ahora? —dijo en un tono bajo pero severo—. Fuiste tú quien insistió en hacer esta fiesta.
Lo ignoré, incapaz de responder. Mis ojos seguían buscando, aferrándose a la esperanza de que él apareciera. Sin embargo, esa esperanza comenzaba a desvanecerse.
Suspiré y bajé las escaleras, sintiendo cómo todas las miradas se posaban en mí. Mi vestido, con su larga falda y brillantes detalles, parecía brillar bajo las luces. Cada paso que daba era observado, comentado, admirado. Pero yo no lo sentía. Mi mente estaba en otro lugar.
Al llegar al pie de las escaleras, uno de los sirvientes pasó con una bandeja de copas, y tomé una casi por inercia. Apenas había tomado un sorbo cuando dos hombres se acercaron a mí.
—Mi Reina, es un placer conocerla —dijo uno de ellos, con una sonrisa encantadora que no alcanzaba sus ojos.
El otro inclinó ligeramente la cabeza, como si intentara parecer más educado.
—¿No se siente sola entre tanta gente? Quizá podamos acompañarla.
Sus intentos de seducción eran torpes y predecibles. Permanecí callada, sin siquiera dignarme a responder. Mi mirada pasaba a través de ellos, como si ni siquiera estuvieran ahí. Finalmente, tras un par de intentos fallidos más, me giré sin decir palabra y me dirigí a la biblioteca.
Allí, el ruido de la fiesta se convirtió en un eco distante. Cerré la puerta detrás de mí y dejé la copa sobre una mesa cercana. Me senté en una de las sillas de cuero, sintiendo cómo la tensión en mi cuerpo comenzaba a desvanecerse.
—Estoy loca —murmuré para mí misma, pasando una mano por mi frente—. Ni siquiera lo conozco. ¿Por qué...?
El sonido de la puerta al abrirse me hizo alzar la vista de golpe. Y allí estaba él, de pie en el umbral.
Mi corazón se detuvo por un instante, y luego comenzó a latir con fuerza. Pero algo estaba mal. Detrás de él, había tres hombres más, desconocidos, con miradas que me pusieron en alerta.
Él me miró con esa mezcla de arrogancia y diversión que parecía ser su sello.
—Vaya, tú de nuevo —dijo, como si esto fuera una coincidencia cualquiera.
No respondí. Mi silencio era tanto por sorpresa como por la creciente sensación de peligro.
—Oye, espera un momento —dijo uno de los hombres detrás de él, señalándome directamente—. ¿Esa es la reina?
Otro de ellos se inclinó ligeramente hacia adelante, como si intentara confirmar lo que veía.
—Y esa es la corona... —añadió, señalando mi cabeza.
Llevaba una tiara, un adorno que no significaba nada para mí, pero sus palabras hicieron que mi pecho se tensara. Algo no estaba bien.
Él, sorprendido, negó con la cabeza.
—No puede ser —murmuró, como si aquello fuera impensable.
Retrocedí un paso instintivamente, sintiendo cómo el aire en la habitación se volvía pesado. Pero antes de que pudiera moverme más, los tres hombres detrás de él comenzaron a avanzar hacia mí, sus intenciones claras.
El miedo me paralizó, pero justo en ese momento, él extendió un brazo para detenerlos.
—Alto. No se muevan —dijo, su voz firme y autoritaria.
Los hombres se detuvieron, aunque sus miradas seguían clavadas en mí, evaluándome como si fuera un premio a alcanzar.
—¿Qué está pasando aquí? —logré preguntar, aunque mi voz sonó más débil de lo que quería.
Él no respondió de inmediato. En lugar de eso, me miró fijamente, como si estuviera intentando decidir qué hacer.
—Escucha, no queremos hacerte daño. Solo danos la corona y ya. —Su voz sonaba tranquila, casi convincente, como si intentara calmarme. Pero sus palabras estaban lejos de tranquilizarme.
—Nada pasará si colaboras —añadió, dando un paso hacia mí mientras yo retrocedía lentamente.
—No —murmuré, moviendo la cabeza.
Mis piernas se movieron casi por instinto, llevándome cada vez más lejos de ellos. Mi espalda chocó contra una mesa, y aproveché el momento para esquivar hacia un lado, corriendo hacia la otra puerta de la biblioteca. Sentí sus pasos detrás de mí, pero no me detuve.
Abrí la puerta de golpe y salí a la pista de baile, donde el bullicio de la fiesta continuaba. Mi respiración era agitada, y mis ojos buscaban desesperadamente a mi padre entre la multitud. Antes de que pudiera moverme más, los dos hombres que minutos antes habían intentado seducirme se acercaron nuevamente.
—Ah, señorita, ahí está. Justo la buscábamos —dijo uno, sonriendo ampliamente.
El otro extendió una mano hacia mí.
—¿Nos concede este baile?
Quería gritarles que se apartaran, que no era momento para tonterías. Pero mis palabras se atoraron en mi garganta. Necesitaba llegar a mi padre, decirle que había ladrones en la casa, que algo estaba muy mal.
Antes de que pudiera responder, sentí una mano firme en mi brazo. Me giré rápidamente, solo para encontrarme con él otra vez.
—Disculpen, caballeros, pero esta dama ya es mía —dijo con una sonrisa descarada, mientras su tono poseía una autoridad que no dejaba espacio a discusiones.
Los hombres, confundidos, dieron un paso atrás, y él no perdió tiempo en jalarme hacia el centro de la pista de baile.
—¿Qué estás haciendo? —le susurré, tratando de zafarme de su agarre.
—Salvándote, aparentemente —respondió con tranquilidad, sujetándome con más fuerza.
—Déjame ir —insistí, pero su agarre no cedió.
—No quieres hacer un escándalo, ¿verdad? —preguntó, alzando una ceja mientras comenzaba a moverse al ritmo de la música.
Miré alrededor. Todas las miradas estaban en nosotros, los invitados observando con curiosidad nuestra improvisada danza. No podía gritar ni forcejear, no aquí, no frente a toda esa gente. Me limité a seguir sus movimientos, aunque la rabia y el miedo hervían dentro de mí.
—¿Qué está pasando? ¿Que quieren conmigo? —le exigí en voz baja, intentando mantener una sonrisa para disimular mi angustia.
Él sonrió, como si encontrara mi pregunta divertida.
—No te queremos a ti preciosa —dijo con un tono que me irritó aún más.
—¿Qué quieren? —volví a preguntar, casi desesperada.
—Tu linda corona, vale mucho—respondió, aunque su mirada decía algo completamente diferente.
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