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Cuando Era Joven, Me Convertí En Millonario

Cuando Era Joven, Me Convertí En Millonario

Status: En proceso
Genre:Romance / Comedia / CEO
Popularitas:435
Nilai: 5
nombre de autor: Cristián perez

Me hice millonario invirtiendo en Bitcoin mientras aún estudiaba, y ahora solo quiero una cosa: una vida tranquila... pero la vida rara vez sale como la planeo.

NovelToon tiene autorización de Cristián perez para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 18: Alexa idiota

El clima en Nueva York había estado insoportable esos últimos días. Aunque era verano, el calor parecía más sofocante que en años anteriores: 37, casi 38 grados durante el día, y por la noche apenas una brisa ligera que daba un respiro.

Era pasada la medianoche cuando Adrián Foster salió del club nocturno en Manhattan. A pesar de la hora, la calle estaba aún llena de vida: risas, música, bares que seguían abiertos, parejas tomándose selfies bajo luces de neón. La ciudad realmente nunca dormía.

Una suave brisa le acarició el rostro y, por un instante, Adrián agradeció esa frescura natural más que el aire frío del mejor sistema de aire acondicionado. Había algo en el aire húmedo y caliente de Nueva York que lo hacía sentir vivo.

En un rincón oscuro, una pareja parecía estar perdiendo toda vergüenza. Adrián pensó con ironía que si no hubiera tanta gente alrededor, probablemente usarían la acera como cama. El calor de la ciudad se mezclaba con el de los cuerpos y el deseo.

En medio de ese caos, el Rolls-Royce Cullinan estacionado frente al club era un imán de miradas. Brillaba bajo las luces como si fuera una joya sobre el asfalto. Era el auto de Derek, pero cualquiera que lo viera pensaría que era de Adrián. Los peatones se detenían para sacarse fotos junto al coche, incluso sin dueño. La sola posibilidad de posar con un Rolls era motivo suficiente de alegría para muchos.

Un camarero del local, atento y sonriente, se acercó al verlo.

—Señor, su coche está en perfecto estado. ¿Quiere conducirlo ahora?

Las miradas de los transeúntes se clavaron en él. Joven, guapo, elegante, con porte de millonario. Para muchos, era la viva imagen de un protagonista de película.

Adrián negó con la cabeza.

—No, no es mío. Es de un amigo. Hágame un favor, mejor pida un taxi para mí.

—Enseguida, señor.

El público alrededor murmuraba, sorprendido. ¿Cómo un hombre así, dueño evidente de su destino, no conducía ese Rolls? Los más atrevidos cuchicheaban, algunos con envidia, otros con asombro.

En pocos minutos, un taxi se detuvo frente al club. Antes de subir, Adrián le dio una instrucción rápida al camarero:

—Por favor, asegúrese de que mi amigo tenga un chofer designado. No quiero que conduzca borracho.

Era una orden sencilla, pero cargada de responsabilidad. Adrián sabía que si dejaba que Derek se fuera al volante después de tantas copas, podría ocurrir un desastre.

El camarero asintió con respeto.

—Por supuesto, señor. Que tenga buena noche.

Adrián subió al taxi. El conductor era un hombre de unos cuarenta años, calvo y con una calva tan brillante que reflejaba las luces de la ciudad incluso a medianoche.

—Qué calor el de estos días, ¿eh? —dijo el taxista apenas arrancaron, mirándolo por el retrovisor.

Adrián asintió, acomodándose en el asiento trasero.

—Sí, es insoportable. Y ustedes, que están todo el día en la calle, deben sufrirlo más que nadie.

El taxista sonrió con cierta satisfacción.

—¡Por fin alguien lo dice! La gente piensa que conducir un taxi en Manhattan es fácil, pero créame, esto tiene lo suyo. Al menos podemos refugiarnos en el aire acondicionado. Ustedes, los de oficina, lo tienen mejor. Aire frío todo el día y sueldo fijo.

Adrián soltó una risa ligera.

—Créame, cada trabajo tiene lo suyo. Ni todo en una oficina es tan cómodo, ni todo en la calle es tan difícil.

El hombre asintió y cambió de tema.

—Tengo una hija. Empezó unas prácticas en una firma de abogados. Sale a las siete de la mañana y vuelve a casa a las once de la noche. Apenas tiene tiempo de comer. Está hecha polvo.

El conductor suspiró, bajando un poco la voz.

—Dígame, joven, ¿qué edad tiene usted?

—Veintitrés.

El taxista silbó, sorprendido.

—¡Exactamente como yo hace veinte años!

Adrián arqueó una ceja, divertido.

—¿Eso fue un cumplido para mí o para usted?

El conductor soltó una carcajada y no se dio por aludido.

—¿Es usted de Nueva York?

—No, soy de Florida.

El taxista frunció el ceño, como si hubiera escuchado algo decepcionante.

—Vaya, qué lástima. Mire, le voy a ser sincero. Usted es joven, guapo, educado. Si fuera neoyorquino, le presentaría a mi hija sin pensarlo dos veces.

Adrián quedó un momento en silencio. Apenas lo conocía y ya estaba intentando emparejarlo con su hija.

—Entiendo… —respondió, por cortesía.

El taxista no se detuvo:

—Pero claro, la vida en esta ciudad es otra cosa. ¿Ha visto cuánto cuesta un apartamento en Central Park Tower? Leí el otro día que algunos superan los 200 mil dólares por metro cuadrado. ¿Sabe cuántas vidas tendría que trabajar para pagar algo así?

Adrián escuchó en silencio, reprimiendo una sonrisa. El hombre no tenía idea de que su pasajero vivía precisamente en una de las zonas más caras de Manhattan.

Después de casi una hora de conversación, llegaron a destino.

Adrián bajó, saludó con cortesía y caminó hacia la entrada de Riverside Hills. El guardia de seguridad lo reconoció al instante y le abrió con una sonrisa respetuosa.

El conductor, en cambio, se quedó con la boca abierta.

—¡No puede ser! ¡Me estuvo diciendo que era imposible comprar una casa aquí, y ahora vive en Riverside Hills! ¡Este chico se estaba burlando de mí!

El guardia del complejo se acercó al taxi y le pidió al conductor que se retirara.

—Señor, no puede estacionar tanto tiempo frente a la entrada.

El taxista arrancó, aún confundido, y se alejó murmurando.

Adrián entró en su departamento, se quitó la chaqueta y se dejó caer en el sofá.

—Alexa, ¿sabes que eres una idiota? —dijo en voz alta, mirando al viejo dispositivo Echo que tenía desde sus años de universidad.

El cilindro negro parpadeó con su luz azul característica y respondió con una voz sintética algo gastada:

—Eso fue hiriente, Adrián. Mi procesador tiene sentimientos. Estoy a punto de llorar en binario.

Adrián soltó una carcajada.

—Definitivamente estás mal programada.

—No soy idiota, solo adorable —contestó Alexa con un timbre cómico—. Si quieres, podemos competir para ver quién es más inteligente.

—¿Estás enojada?

—¡Hum! Es tu culpa, Adrián. No me consuelas, quiero llorar, quiero golpearte con mis pequeños puños digitales.

Adrián negó con la cabeza, divertido. Ese aparato tenía ya cinco años, estaba desactualizado, pero él no podía desprenderse de él. Había estado con él desde sus primeros negocios y, de algún modo, se había convertido en un recuerdo nostálgico.

—Alexa, pon “Bohemian Rhapsody” de Queen.

—Reproduciendo “Barbie Girl” de Aqua —respondió ella alegremente.

—¡Maldita sea, eres una idiota! —Adrián terminó seleccionando manualmente la canción desde su celular.

La voz de Freddie Mercury llenó el departamento. Profunda, intensa, inmortal. La música resonaba entre los ventanales, acompañada por la luz de la luna que entraba a raudales.

Eran la 1:30 de la madrugada. Adrián se acomodó en el sofá, con la melodía envolviéndolo y la ciudad iluminada a sus pies. La luna brillaba sobre Manhattan, serena, poderosa.

Por primera vez en mucho tiempo, sintió que aquella noche era perfecta.

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