Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capitulo 18
Narra Lía.
La vida siguió.
O al menos, eso intento decirme cada mañana cuando despierto y veo que ya pasaron más de tres semanas sin ver a Oliver.
No es que no hablemos. Sí, de vez en cuando me responde un mensaje, me manda uno que otro “¿cómo vas en clases?”, o algún sticker bobo. Siempre cordial, siempre educado… siempre lejano.
Y duele.
Aunque me repito que es un adulto, que tiene responsabilidades, que no puedo estar esperando atención como una niña de cinco años que necesita palmaditas en la cabeza. Quiero respetar su espacio. No quiero parecer inmadura o molesta. No quiero ser “esa” chica que no entiende cuándo un hombre está ocupado con cosas importantes.
Pero no puedo evitarlo…
Lo extraño.
Extraño su voz ronca cuando me dice “bonita”, sus abrazos largos que me hacían sentir a salvo. Extraño verlo llegar con una sonrisa cansada pero sincera. Extraño que me haga sentir especial… sin necesidad de palabras.
Y mientras yo trato de entender lo que está pasando —o lo que ya no está pasando—, la escuela está en su propio caos.
Para empezar, llegó él.
Alexander.
El chico nuevo del curso.
Y por supuesto, fue directo al club de debate. Porque la vida no me puede dar un descanso ni para suspirar tranquila.
Yo soy la reina del debate, todos lo saben. Incluso Jonas, con todo y su irritante insistencia de que “algún día lo consideraré”. Spoiler: No. Nunca.
Pero Alexander…
Alexander llegó a hacerme la guerra.
Desde el primer debate, quiso retarme. Cuestionó cada argumento mío, como si buscara derrumbar mi trono con cada palabra. Me miraba con una ceja levantada y una sonrisa torcida, como si supiera que me sacaba de quicio.
Y lo peor es que… sí lo sabe.
—Te falta sostener tu idea con una fuente más confiable —me dijo el otro día en pleno ensayo, con esa voz relajada y molesta.
—Y a ti te falta saber cuándo cerrar la boca —le respondí sin mirarlo, con el ceño fruncido.
—Me gusta cuando te enojas —añadió él con total descaro, lo que provocó que soltara el bolígrafo con fuerza.
—Me alegra que algo te guste… porque mis argumentos claramente no.
Me saca de mis casillas. Y le encanta.
Lo noto. Cada vez que cruzamos palabras, sus ojos se iluminan como si estuviera jugando. Como si yo fuera su deporte favorito.
Pero hay algo más. Una mirada distinta cuando cree que no lo estoy viendo. Como si detrás de toda esa guerra verbal, se escondiera una intención real. Como si no viniera a discutir… sino a verme.
Y Jonas, bueno…
Jonas sigue en su mundo paralelo, donde él y yo tenemos una historia que no existe. Me regaló un llavero en forma de corazón el otro día. “Para que pienses en mí cuando abras tu casillero”, dijo con toda la seriedad del mundo.
Yo solo pensé en qué tan hondo podía enterrarlo sin parecer una asesina.
A veces todo eso —la escuela, las discusiones, Alexander, Jonas, los trabajos y las tareas— me distraen. Me hacen sentir que puedo continuar. Que estoy bien.
Pero luego llego a casa…
Y me acuesto en mi cama…
Y lo recuerdo.
A Oliver.
A su forma de hacerme sentir que podía tenerlo todo sin buscarlo.
A su manera de mirarme como si de verdad importara.
Y en silencio, cierro los ojos y me abrazo las piernas. No lo llamo. No le escribo. Porque si él quiere espacio, se lo doy.
Aunque por dentro…
muero por volver a verlo.
[...]
Si algo he aprendido en estas últimas semanas es que, por mucho que intentes ignorar algo, hay cosas que simplemente no se dejan ignorar. Como el aviso del “Baile de Otoño” pegado en cada rincón de la escuela. Carteles, cadenas de mensajes, incluso los profesores lo mencionan como si fuera la gala del año.
Y yo solo pienso en dos cosas:
No tengo ganas.
¿Oliver irá a estar en la ciudad para entonces?
Spoiler: probablemente no.
Entre eso y las mil tareas del colegio, trato de sobrevivir. He estado tan enfocada en terminar ensayos, responder cuestionarios y preparar el próximo debate, que no me da tiempo ni de respirar.
Y como si el universo quisiera añadirle un poco de drama adolescente a mi vida… ahí está él.
Alexander.
Desde que lo conocí se ha encargado de darme dolores de cabeza. Es engreído, molesto, se cree el mejor en todo —aunque no lo diga, lo irradia— y, para mi desgracia, es buenísimo debatiendo. Nos hemos vuelto los polos opuestos de cada enfrentamiento. Todos dicen que somos como fuego y gasolina, que juntos hacemos explotar todo.
Pero lo que no saben es que yo no estoy interesada en hacer explotar nada.
Yo solo quiero que me deje en paz.
O eso creía… hasta lo que pasó hoy.
Estábamos en el patio, la hora del almuerzo acababa de terminar y yo caminaba con Sofía comentando cualquier cosa, cuando de repente... la música sonó.
Sí.
Música. En el patio.
¿De dónde? No sé. Pero sonó.
Y luego lo vi.
Alexander. En el centro del patio, rodeado de chicos con pancartas hechas a mano que decían “Di que sí, Lia”, y uno con un cartel que rezaba “Ven al Baile conmigo”.
Mi cara debió valer millones.
Sofía me sujetó del brazo y solo alcanzó a decir:
—Ay no… ¿es en serio?
Él, con toda la tranquilidad del universo, avanzó hacia mí con una rosa en la mano y esa sonrisa suya entre arrogante y divertida.
—Lia —dijo firme—. Sé que probablemente esto no te va a encantar, pero tenía que intentarlo.
—¿Intentar qué exactamente? —crucé los brazos.
—Invitarte al Baile de Otoño. No podía quedarme callado mientras todos los chicos se peleaban por invitar a las mismas cinco chicas de siempre. Yo quiero ir contigo.
Sofía murmuró un “¿esto es una broma?” al lado mío.
Lo miré.
Fijamente.
Y con la voz más calmada que pude usar, le solté:
—¿Y a ti quién te dijo que yo quiero ir a ese baile?
Él se encogió de hombros, como si no fuera gran cosa.
—Nadie. Solo pensé que… me darías la oportunidad.
—¿Una oportunidad? —arqueé una ceja—. ¿De qué? ¿De verme sufrir tres horas en un vestido incómodo bailando música mala?
Alexander sonrió aún más.
—No. Una oportunidad de que te rías. De que te la pases bien. De que veas que no soy tan odioso como parezco.
—Lástima que no me interesa averiguarlo —respondí mientras giraba hacia Sofía.
Tomé su brazo y comenzamos a caminar. Apenas lo hicimos, escuché cómo algunos se reían, otros lo llamaban loco y un grupo de chicas le gritaban “¡Eso fue valiente!”.
Yo solo quería desaparecer.
¿¡Qué le pasa a este tipo!?
Sofía me miró con los ojos abiertos de par en par.
—Lia, ¿te das cuenta de lo que acaba de pasar?
—Sí. Un ataque de cringe nivel Dios. ¿Qué más puedo pedir?
—No… o sea, sí, pero también que ese tipo está loco por ti.
Me detuve un segundo. Miré el suelo.
—¿Y qué si lo está? Yo no quiero eso. Yo solo… —respiré hondo—. Yo solo quiero que alguien me mire como Oliver me miraba.
Sofía se quedó en silencio. Lo entendió.
Y ahí quedó todo.
Por fuera, parezco la chica que le dice que no al más valiente de la escuela.
Pero por dentro… sigo esperando ese mensaje. Ese “¿cómo estás, bonita?” de quien sí logró tocarme el corazón sin espectáculos ni rosas.