Todos los años, en otoño, un alma humana desaparece del internado. Este año, ella llegó para quedarse.
Annabelle Drayton es enviada a estudiar al Instituto St. Elric tras una tragedia familiar. Ubicado en una antigua abadía sobre un acantilado, rodeado de bosques y niebla perpetua, el lugar parece congelado en el tiempo.
Lo que no sabe es que algunos de los alumnos no envejecen. No respiran. No sueñan. Y cada uno de ellos guarda un pacto sellado hace siglos: nunca acercarse demasiado a los humanos.
Théodore Ravencourt, el más enigmático entre ellos, ha seguido esa regla por más de cien años. Hasta ahora.
Annabelle no es como las demás. Hay algo en su sangre, en sus sueños, en su presencia, que lo arrastra hacia la vida… y hacia el peligro.
Pero cuando ella comienza a desenterrar verdades prohibidas, descubre que ser amada por un inmortal no es un privilegio… sino una sentencia.
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🩸Capítulo 18 – Donde arde el recuerdo
“Algunas heridas no se cierran, porque no fueron hechas para sanar. Fueron abiertas para recordar quiénes fuimos.”
Annabelle
No dormí esa noche.
El calor de la llama aún palpitaba bajo mi piel, como si la esfera de cristal me hubiese marcado desde dentro. No era dolor… no aún. Pero algo se agitaba en mí, como una flor creciendo en un jardín donde no le habían permitido florecer.
La sensación era familiar y ajena a la vez. Como si mi cuerpo recordara algo que mi mente todavía no podía nombrar.
En el espejo, vi mi reflejo con nuevos ojos. La palidez de siempre. Las ojeras marcadas. Pero mis pupilas… parecían más oscuras. Casi negras. Y cuando entrecerraba los párpados, podía ver el contorno de la llama titilando al fondo, como un eco constante detrás de mi mirada.
Intenté apartarlo. Fingir que era un sueño. Pero el mundo no se molesta en fingir cuando decide cambiarte. Y yo… ya no era la misma.
La mañana siguiente llegó cubierta de nubes bajas, tan densas que parecía que el cielo pesaba sobre la tierra. El internado se despertaba lentamente: pasos perezosos en los pasillos, voces dormidas, el tintinear de las campanas lejanas.
Yo bajé antes que todos, caminando por los corredores como si estos hubieran cambiado de forma durante la noche. Sentía las paredes respirar, el aire empapado de una tensión que no entendía del todo.
Al cruzar la galería de los vitrales, me detuve.
Uno de ellos, el más antiguo —el que siempre había representado a una figura sin rostro alzando una antorcha— había cambiado.
La antorcha estaba encendida.
No era un efecto de la luz. La vidriera ardía, como si hubieran encendido fuego detrás del cristal.
—No estás imaginando cosas —dijo una voz a mi espalda.
Théodore.
Se acercó, tan silencioso como el eco de su propio paso. Llevaba el uniforme con una desprolijidad que solo él podía hacer elegante. En su mano, un cuaderno de notas con el borde gastado.
—Esto ha despertado algo —dije, sin apartar la vista del vitral.
—Tú has despertado algo.
Me volví hacia él.
—¿Qué es exactamente lo que hice?
Théodore me sostuvo la mirada por un momento demasiado largo. Como si buscara una forma de no responder.
—Los Eternos lo llamaban La Llama del Recuerdo. Creían que era un vestigio del primer pacto. Una memoria viva, sellada en una línea de sangre que no debía despertar a menos que… el equilibrio estuviera a punto de romperse.
Tragué saliva.
—¿Y eso significa…?
—Que eres la portadora de esa memoria. La llama eligió recordar a través de ti.
Me reí, pero sonó hueco.
—Qué honor tan reconfortante.
Théodore no sonrió. Dio un paso más cerca. Podía sentir el peso de su presencia como una corriente de aire frío.
—Van a venir por ti, Annabelle. No todos quieren que lo olvidado se recuerde.
Ese día en clase nadie se atrevió a hablarme directamente. Algunos me miraban de reojo, otros disimulaban. Incluso Cécile, que solía ser la más audaz, mantenía distancia. Como si algo en mí se hubiera torcido, y ahora solo pudieran intuirlo, sin entenderlo.
La ceremonia de la tarde fue suspendida sin explicación.
Y por la noche… la Mentora me pidió que fuera a verla sola.
El despacho de la Mentora era un santuario de otro tiempo: candelabros de hierro forjado, estanterías de roble, un reloj sin agujas y una enorme silla de respaldo curvo donde ella me esperaba como una sombra viva.
—Te sentaste frente al fuego —dijo, sin preámbulo.
Asentí.
—¿Sabes lo que eso significa?
—No. Pero necesito saberlo.
Ella me observó largo rato. Luego se levantó, se acercó a una repisa, y sacó un pequeño relicario.
—Hace siglos, los Eternos sellaron un fragmento del Primer Fuego. Una parte de la llama original que dio inicio a la conciencia de nuestra especie. No a la vida biológica… sino al recuerdo. Al alma.
Abrió el relicario. Dentro, había una partícula de luz que flotaba como un suspiro. Sentí su vibración, aunque estuviera encerrada.
—¿Y eso… vive?
—No vive. Pero recuerda. Y cuando alguien con la capacidad adecuada lo toca, la llama reconoce. Se funde. Se despierta.
La miré fijamente.
—¿Y qué hace entonces?
La Mentora cerró el relicario con suavidad.
—Te obliga a recordar lo que eras antes de nacer.
Esa noche, salí sola al jardín interior. La luna estaba opaca, y el aire olía a lavanda marchita.
No sabía adónde iba. Solo necesitaba moverse. Respirar.
Entonces lo vi.
Théodore estaba apoyado contra la fuente seca. No dijo nada. Yo tampoco.
Me acerqué. Y por primera vez, sin miedo, le toqué la mano.
Sus dedos estaban fríos. Pero no se apartó.
—¿Qué pasa si no quiero recordar? —pregunté.
—Demasiado tarde.
Me reí, amarga.
—Siempre eres tan alentador.
Théodore giró lentamente su rostro hacia el mío. Había una ternura feroz en sus ojos.
—¿Quieres saber qué me aterra, Annabelle?
—¿Qué?
—Que no seas solo una portadora. Que seas la llama misma… olvidando que lo es.
Guardé silencio.
El aire temblaba entre nosotros. Como si el mundo contuviera el aliento.
Y entonces, con una suavidad que dolía, Théodore alzó mi mano y la llevó a su pecho.
—Si vas a arder, deja que sea aquí.
No lo besé.
No todavía.
Pero lo pensé.
Y eso fue peor.
Esa noche volví a soñar.
Pero ya no con la torre, ni con la llama suspendida.
Soñé conmigo misma.
Caminando entre columnas de fuego blanco, cada paso resonando como un tambor. Detrás de mí, voces antiguas que decían mi nombre… uno que no era Annabelle, pero que me pertenecía igual.
Y al fondo del sueño, una figura esperándome.
De espaldas.
Inmóvil.
Despierta.