El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
NovelToon tiene autorización de BlindBird para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
18. Elian
El traje negro de Damien caía sobre su cuerpo con una elegancia que no lograba ocultar el dolor en sus movimientos. Cada paso que daba era medido, calculado, como si un error pudiera hacerlo desplomarse. Aún así, se veía imponente, un alfa herido, pero no derrotado. Yo, por mi parte, me había vestido con un sencillo conjunto azul marino, uno que sabía que John aprobaría. Discreto. Sumiso.
La camioneta negra esperaba en el estacionamiento, su superficie brillando bajo las luces del atardecer. Damien abrió la puerta para mí, un gesto que antes habría hecho con orgullo y que ahora realizaba con los nudillos vendados, los dedos rígidos por los moretones.
El motor rugió al encenderse, un sonido grave que se mezcló con el silencio incómodo entre nosotros. Damien ajustó el espejo retrovisor, sus ojos encontrándose con los míos por un segundo antes de desviarlos hacia la carretera.
El viaje fue tranquilo, demasiado tranquilo. Las calles de la ciudad dieron paso a los caminos arbolados que llevaban a la mansión de John. Yo miraba por la ventana, viendo cómo los árboles se hacían más altos, más espesos, como guardianes silenciosos de un reino que nunca me pertenecería.
Y entonces, apareció.
La entrada principal, con sus rejas de hierro forjado y su largo camino empedrado, se abrió ante nosotros como las fauces de una bestia. Las luces del jardín estaban encendidas, iluminando cada detalle de un lugar que conocía demasiado bien.
La última vez que había estado aquí, creí que era el principio de algo grande.
Ahora sabía que sería el final.
La camioneta se detuvo frente a la escalinata principal, donde dos sirvientes ya esperaban para recibirnos. Damien apagó el motor, pero ninguno de los dos hizo movimiento por salir.
El aire dentro del vehículo se volvió pesado, cargado con todo lo que no nos atrevíamos a decir.
Finalmente, Damien suspiró y abrió su puerta.
El mayordomo, con sus guantes blancos impecables, nos condujo por el pasillo interminable de la mansión. A mi lado, Damien caminaba con rigidez, cada paso un esfuerzo visible solo para mí. Sus nudillos vendados palidecían por la fuerza con que apretaba los puños.
—El señor los espera en el salón principal— anunció el mayordomo con una inclinación de cabeza que no llegaba a ser un saludo.
Las puertas talladas se abrieron revelando a John Vázquez junto a la chimenea, su traje de seda brillando bajo la luz de los candelabros.
—¡Ah, por fin! —exclamó con una sonrisa que no alcanzó sus ojos grises. —Damien, hijo, ya empezaba a pensar que te habías perdido.
Mi mirada se clavó en John, esperando algún asomo de preocupación al ver el moretón violáceo que asomaba bajo el cuello almidonado de Damien. Nada.
—Señor Vázquez — murmuré con una inclinación de cabeza calculada.
—Elian, siempre tan formal — dijo John mientras tomaba mi mano con demasiada fuerza. —Permítanme presentarles a nuestros distinguidos invitados.
El aroma me golpeó primero - fresas demasiado dulces, cultivadas en invernadero, sin la tierra ni el sol que daba complejidad a mi propio olor.
—Harold Whitmore, de Whitmore Industries — anunció John con orgullo, —y su encantador hijo Oliver.
Oliver dio un paso adelante, su traje azul claro resaltando su rubor natural.
—¡Qué honor conocerlos! —dijo con una voz que sonó ensayada mil veces. Sus ojos azules se posaron en Damien con curiosidad cínica, sin notar - o sin importarle - la inflamación en su labio.
—Damien Vázquez — dijo mi suegro con un gesto hacia su hijo, —mi heredero y... bueno, ya saben.
La risa condescendiente de Harold cortó el aire como un cuchillo.
—¡Vaya, otro alfa de la vieja escuela! Oliver aquí está acostumbrado a tratar con hombres de carácter.
Oliver sonrió, mostrando dientes perfectamente alineados.
—Papá exagera. Aunque es cierto que admiro a los alfas tradicionales —Su mirada se deslizó sobre las heridas de Damien como si fueran una mancha en un cuadro. —Debe ser... interesante vivir tan intensamente.
Mis uñas se clavaron en las palmas. Damien, en cambio, solo inclinó levemente la cabeza.
John aprovechó para poner una mano en el hombro de Oliver, demasiado cerca, demasiado familiar.
—Oliver estudió etiqueta en Suiza, ¿sabes? Domina seis idiomas y toca el piano de maravilla.
—¡Padre!— rió Oliver con falsa modestia mientras lanzaba una mirada evaluadora hacia Damien. —El señor Vázquez no quiere escuchar sobre mis pequeñas habilidades."/
—Oh, estoy seguro que a Damien le encantará conocerlas — dijo John, su mirada deslizándose hacia mí como un cuchillo. —Todas ellas.
El mensaje era claro: Oliver era todo lo que yo no era. Educado, refinado, saludable. Un Omega perfecto para lucir en eventos, sin marcas defectuosas ni historial médico complicado.
Vi ira.
El crujido de los zapatos de Damien sobre el mármol resonó como disparos en el silencio súbito del salón. Vi cómo su espalda se tensaba bajo el traje negro mientras giraba y se marchaba sin pedir permiso, sin disculparse, sin esa obediencia automática que John siempre había exigido.
El sonido de la puerta al cerrarse hizo que todos parpadeáramos.
Me quedé plantado en el centro de la habitación, sintiendo cómo la mirada de John se clavaba en mí, esperando que hiciera algo. Que corriera tras él, que me disculpara por su comportamiento, que siguiera el guión como siempre lo había hecho.
Oliver fue el primero en moverse.
—Permiso — murmuró con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos azules, demasiado perfectos, demasiado fríos. Sus dedos largos se acomodaron el cuello de la camisa antes de salir tras Damien, sus pasos rápidos pero medidos, como si ya supiera exactamente cómo atraparlo.
El reloj de péndulo en la pared marcaba los segundos con un tictac obscenamente alto.
—Has hecho bien en traerlo —, siseó John, los nudillos blancos al apretar su copa de brandy.
Harold, el padre de Oliver, soltó una risa condescendiente mientras jugueteaba con su anillo de oro.
—Los jóvenes hoy en día no saben valorar las oportunidades, ¿verdad, Elian?
Sentí cómo el teléfono en mi bolsillo pesaba como un ladrillo.
—Pediré un taxi, no quiero seguir incomodandolos — , dije, sacándolo.
John dio un paso adelante, su sombra alargándose sobre mí.
—Vuelve al departamento, espera nuevas indicaciones.
Las palabras se me acumularon en la garganta , palabras de sumisión, de obediencia, las que siempre le había dado. Pero entonces miré alrededor: las botellas de vino caro alineadas como trofeos, los retratos de generaciones de Vázquez mirándonos con desdén desde las paredes, el mantel de seda bordado con iniciales que nunca serían las mías.
Harold intervino con falsa amabilidad:
—Ya deja ir al Omega, ese olor a fresas baratos me está mareando.
Su mirada recorrió mi cuerpo con una frialdad clínica, como si ya pudiera ver la enfermedad bajo mi piel.
Me di la media vuelta, siempre supe que estaba en un lugar al que no correspondía. Al menos, pronto saldría de ese infierno.