Lo llamaban la flor del imperio. Tan perfecto, tan puro, tan irremediablemente suyo.
No era libre. No lo había sido desde que sus ojos cruzaron con los del emperador. Él lo llamo "La Flor del Imperio" y desde entonces no volvió a caminar solo.
Rodeado de lujos, pero encadenado al deseo de un hombre que confundía amor con poder, belleza con pertenencia.
—Eres mío— susurró —. Mi flor. Mi único tesoro y nadie roba lo que es del Emperador.
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El Jardín de los que no Lloran
Eirian
El salón estaba colmado de luces doradas, cintas colgantes y perfume caro. La música se deslizaba entre los muros como un veneno dulce.
El palacio celebraba.
El Imperio celebraba.
Corven celebraba.
Y yo… era parte del decorado.
Mi cuerpo, erguido y dócil, estaba cubierto con capas de seda blanca y bordados de hilo dorado que contaban una historia que no era mía. El kimono dejaba mis hombros expuestos, como si mi piel misma fuera parte de la arquitectura imperial. En el cabello llevaba una flor, blanca como la nieve. Una de esas que solo florecen bajo la luna, como él solía decir.
Estaba sentado en una tarima elevada, en el centro del salón, justo debajo del gran candelabro de cristal que reflejaba las llamas en mil fragmentos. Desde allí, todos podían verme. Todos debían verme.
No como el padre del heredero.
No como consorte.
Sino como trofeo.
La flor que no marchita.
La flor que no habla.
La flor que sonríe.
—¿No es hermoso? —escuché murmurar a una noble, apenas a unos pasos de mí—. Parece tallado en marfil.
—He oído que ya no habla —respondió otra—. Que el Emperador lo ha… disciplinado. Que sonríe aunque no lo desee.
Lo hacen parecer un elogio.
Lo hacen parecer amor.
Corven estaba de pie en lo alto del salón, vestido con su túnica imperial, el rojo profundo de su capa como una herida abierta que nadie se atrevía a mirar demasiado tiempo. Sostenía una copa de cristal que capturaba la luz como si contuviera fuego líquido.
—¡Hoy celebramos el nacimiento del sol que heredará mi trono! —proclamó, y su voz retumbó como un eco bendito—. Un hijo nacido bajo augurios celestiales. Un príncipe de sangre pura.
Las aclamaciones llenaron el aire. Brindis. Sonrisas.
Pero ningún nombre.
Ni el suyo.
Ni el mío.
La existencia de mi hijo era del Imperio, no mía. Desde aquel día —aquel día— no me habían dejado verlo.
No me lo dejaron sostener.
No me permitieron siquiera saber su nombre.
Lo recuerdo con nitidez, como si el cuerpo aún conservara el temblor.
Las contracciones, como cuchillas.
La sangre, como tinta derramada.
La soledad, tan absoluta como el vacío.
Y Corven, de pie en el umbral de la habitación, con los ojos ardiendo de deseo y desdén al mismo tiempo.
—Grita todo lo que quieras, flor mía —dijo, sonriendo—. Nadie vendrá a salvarte.
Cuando lo escuché llorar —por un instante, por un segundo— creí que sobreviviría a todo, que ese sonido justificaría mi dolor, que tal vez lo sostendría, lo vería…
Pero no.
—No lo necesitas —murmuró Corven aquella noche, mientras me acariciaba el rostro con los dedos manchados de mi sangre—. No es tuyo. Es mío. Como tú.
Desde entonces, cada noche, fui convocado a su cama.
Con una sonrisa.
Con la piel perfumada.
Con las cicatrices cubiertas y las manos temblorosas.
Cada noche, él me arrancaba una parte distinta.
Una palabra.
Una memoria.
Una esperanza.
Hasta que fui esto.
—Levántate —susurró su voz a mi lado.
No me había dado cuenta de que había bajado de su trono. Me extendió la mano, como un amante galante, como un esposo cuidadoso.
Obedecí.
Me ayudó a incorporarme y me guió al centro del salón, como si fuera a danzar. Los músicos entendieron y cambiaron la melodía.
Una danza ceremonial. Lenta.
Sin alegría.
Mis pies se movieron por instinto.
Un paso. Un giro.
Las miradas clavadas en mí como alfileres.
—Quédate quieto —ordenó entre dientes, mientras una mano suya se deslizaba a mi cintura.
Asentí. Sonreí.
—¿Ese es…? —susurró alguien entre los invitados.
—El portador del heredero, sí. Aunque no tiene título oficial.
—¿Y por qué no? ¿Por qué no mostrar al niño?
—Dicen que el Emperador prefiere mantenerlo oculto, lejos de la corrupción de la corte. Y a él… bueno, lo mantiene porque lo embellece.
“Lo embellece”.
Qué palabra más correcta.
No me amaba.
No me respetaba.
Me embellecía.
La danza terminó. Volvimos a la tarima. Volví a sentarme. Él me besó la frente como se besa a un santo de altar.
—Lo haces muy bien, flor —susurró contra mi oído—. Pero no olvides… todo lo que eres es gracias a mí. Sin mí, volverías a la tierra, como las otras.
“Las otras”.
Yo sabía a qué se refería.
A los lirios negros.
A Cyrian.
A Aurelis.
A todos los nombres que yacían enterrados bajo flores lujosas en su jardín secreto.
Y yo… yo no era distinto. Solo respiraba un poco más.
La música siguió. La fiesta no se detuvo.
Copas se alzaron. Brindis se repitieron.
El Emperador sonrió.
Y yo… sonreí también.
Porque la flor que no sonríe es una flor marchita.
Y yo, yo aún debía florecer.
Aunque por dentro… solo quedaran raíces rotas.
Aunque el jardín ya tuviera mi tumba preparada.
Porque las flores del Emperador…
No lloran.
No suplican.
No viven.
Solo florecen.
Hasta que ya no.