Nabí es el producto de un amor prohibido, marcada por la tragedia desde su más tierna infancia. Huérfana a los tres años tras la muerte de su padre, el vacío que dejó en su vida la lleva a un mutismo total. Crece en un orfanato, donde encuentra consuelo en un niño sin nombre, rechazado por los demás, con quien comparte su dolor y soledad.
Cuando finalmente es adoptada por la familia de su madre, los mismos que la despreciaban, su vida se convierte en un verdadero infierno. Con cada año que pasa, el odio hacia ella crece, y Nabí se aferra a su silencio como única defensa.
A sus dieciocho años, todo cambia cuando un joven de veintitrés años, hijo del mafioso más poderoso de Europa, se obsesiona con ella. Lo que comienza como una atracción peligrosa se transforma en una espiral de violencia y sangre que arrastra a Nabí hacia un mundo oscuro y despiadado, donde deberá luchar no solo por su libertad, sino también por descubrir quién es realmente.
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CAPÍTULO 16: DESENFRENO
...Daemon...
Me llevé unas uvas a la boca, saboreándolas, antes de bajar un trago de champán helado. Recostado en la roca pulida, justo al borde del pozo de burbujas, mis ojos se fijaron en la mujer que tenía a unos metros. Llevaba un bikini blanco que dejaba poco a la imaginación, y su pelo mojado se le pegaba a la espalda, delineando cada curva. Sus mejillas estaban enrojecidas por el vapor, o quizá por el vino que se había tomado. Joder, era una jodida visión.
Mi teléfono empezó a vibrar en el pantalón que había dejado a un lado. Isadora. Rodé los ojos, ya harto. Silencié la llamada. El mismo circo se repitió una y otra vez, hasta que la frustración me ganó. Respondí, cabreado:
—¿Qué quieres? Estoy ocupado.
—¿Hay algún problema en que te llame a esta hora?
La voz al otro lado me descolocó. No era Isadora. Miré la pantalla y el ceño se me frunció.
—Abuela... —mascullé, bajando un poco el tono, a regañadientes.
—¿Mi querido nieto se ha olvidado completamente de mí? —su voz sonaba molesta—. Hace semanas que no pones un pie en Lombardía.
—Lo siento, he estado liado... —respondí, sin apartar la mirada de Nabí, que se acercaba lentamente—. Iré pronto a verlos.
—Recuerda que el cumpleaños de tu abuelo es la próxima semana. Espero que estés presente.
—Ahí estaré.
Colgué sin esperar réplica. Nabí seguía picando de la comida que el servicio del hotel había traído. El sitio era para cinco personas, pero no quería interrupciones. Había dejado claro que nadie se acercara. Era nuestro espacio.
La miré, sus pechos se marcaban contra la piedra, el agua cálida le llegaba hasta las caderas, y joder, se le transparentaba todo.
«¡Maldición!», pensé, y tragué en seco. Me metí más en el pozo, intentando sumergirme, intentando que el agua caliente me distrajera de los pensamientos que me asaltaban, antes de perder el control.
Apenas me había hundido un poco más cuando sentí su cuerpo lanzarse contra mi espalda. Sus brazos se me anclaron a los hombros y sus piernas se me enroscaron en el torso. Sentí cada jodida curva de su cuerpo pegada al mío.
—¿Qué crees que haces? —solté, el mal humor en mi voz.
Empezó a apretarme el cuello con los brazos. Su fuerza no era ni de lejos suficiente contra la mía, pero lo intentó. Se soltó con un movimiento rápido y me giré para mirarla a los ojos. Había un brillo de picardía que me jodía y me excitaba a partes iguales.
—¿Acaso tienes ganas de asfixiarme?
Ella asintió, con una desfachatez que me sorprendió.
—Qué descarada te has vuelto.
No me esperaba su puño. Impactó en mi abdomen con una fuerza que, la verdad, era digna de admirar, pero no lo suficiente como para quitarme el aire de verdad. Aun así, decidí seguir su juego. Fingí que me había dejado sin aliento, que me estaba asfixiando. Me dejé caer dramáticamente en el agua, y vi cómo su expresión cambiaba, la picardía dando paso a una genuina preocupación.
—No... puedo... respirar —dije, forzando la voz para sonar más dramático.
Ver su cara de angustia mientras intentaba desesperadamente sacarme me dio unas ganas inmensas de reír, pero me contuve. Fingí que empezaba a flotar sin control, mientras ella, con toda su fuerza, se esforzaba por arrastrarme a la orilla.
La vi luchar, arrastrando mi peso muerto hacia la superficie. La determinación en sus ojos era admirable. Abrí los ojos, solo lo suficiente para ver cómo buscaba ayuda, con un pánico que no era para mí, sino por mi supuesto estado.
Hubo una pausa. Esos segundos en los que dudó, sopesando qué coño hacer. Y luego, esa boca, cálida y húmeda, se posó sobre la mía. Me pasó el aire. Mierda, eso me golpeó más fuerte que cualquier puño. Me encendió por dentro.
Abrí los ojos del todo. Intentó echarse atrás al verme consciente, pero ya era tarde. No iba a dejarla ir. Le agarré la cara, tirando de ella hacia mí, y convertí su maniobra de rescate en algo más. En un beso que no dejó espacio para el aire, para el pensamiento. Fui a por lo que quería, sin más.
Estaba jodidamente desquiciado por ella. La atraje a mi regazo, sintiendo cómo nuestros cuerpos se pegaban, pelvis contra pelvis, el agua tibia alrededor, pero el calor que emanaba de nosotros era el verdadero infierno. La quería jodidamente cerca.
La recosté en el césped, mi mirada clavada en la suya. Mi boca trazó un camino húmedo sobre su piel, ascendiendo lentamente desde el cuello hasta la curva sensible de su lóbulo, demorándome a propósito. Desaté los tirantes de su bikini y tiré con una decisión que no admitía réplica, dejando al descubierto los pechos que me quemaban los ojos, eran una invitación que me volvían salvaje. Mis labios descendieron a su clavícula, mientras mis manos, llenas de una necesidad urgente, se aferraban a lo que exponía.
Un leve gemido escapó de sus gruesos labios, ¡mierda! Era de las pocas veces que la escuchaba quebrar el silencio. Mis ojos se clavaron en los suyos, que permanecían extasiados, igual que los míos. Seguí mi camino, descendiendo por la tentadora curvatura de su pecho, un placer casi pecaminoso, hasta su abdomen, donde mis besos húmedos encontraron su ombligo.
Antes de ir más lejos, mis dedos se detuvieron en sus bragas. La miré a los ojos, mis pensamientos claros, y solté la pregunta, directa y sin rodeos: —¿Quieres que siga? Me detengo si tú quieres.
Joder, la he deseado por demasiado tiempo, pero no voy a forzarla a nada. Mi líbido y mi cuerpo estaban gritando en sintonía, pero mi mente, en medio de todo ese fuego, se negaba a hacerla sentir incómoda.
Me quedé allí, solo mirándola. Habíamos llegado hasta este punto, ¿iba a echarse atrás? ¿O no? Cualquier maldito intruso podía aparecer y vernos, pero en ese momento, me importaba una mierda. Lo único que me importaba era ella. Y lo que ella quisiera.
Sus ojos estaban perdidos, para mí eran una invitación silenciosa a ir más allá. Me coloqué sobre ella, mis brazos se afincaron en el césped húmedo y el agua de mi cuerpo se escurría sobre el suyo.
—Dime... ¿paro?
Me miró a los ojos, con su verde hipnótico que me hizo tragar. Negó con la cabeza, rotundamente. Mis manos se movieron, liberando lentamente la última barrera de tela que había sobre ella. Al quedar completamente expuesta, intentó cubrirse, avergonzada. ¿Y cómo no? Era demasiado pecado en un solo ser.
—No tengas vergüenza de mí, eres una Diosa... —susurré, mis labios rozando la piel justo al inicio de su intimidad— mi Diosa.
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...Nabí...
No sé en qué estaba pensando en ese momento, mi mente era un caos, pero mi cuerpo... mi cuerpo solo suplicaba que él no se detuviera. Desde mi perspectiva, se veía tan condenadamente sexy; las gotas de agua resbalaban por cada centímetro de su piel, y su respiración, antes agitada, ahora era más y más entrecortada, casi un suspiro ronco. Mis ojos, traicioneros, bajaban por segundos, siguiendo la línea de su abdomen, y solo con verlo, mi ser entero ansiaba que continuara, que me llevara al límite.
Sus ojos grises me observaban, fijos en los míos, mientras sus labios ardientes recorrían mis muslos. ¿Disfrutaba viéndome anhelar más, arrastrándome a la desesperación? Parecía gozar haciéndome sentir así, ¿por qué paraba justo antes de cruzar esa línea?
Daemon Lombardi, aquí, ahora, me estaba viendo y besando el alma, en medio de un lugar que era público, con solo las luces indirectas y los arbustos como nuestros únicos testigos. La idea de que cualquiera pudiera aparecer en cualquier momento, de pillarnos infraganti, era una descarga de adrenalina que me excitaba de una manera que no podía entender.
«Qué manera tan retorcida de pensar, Nabí»
Sentí su aliento allí, donde la piel era más vulnerable, y luego su lengua, acarició mis pliegues que me provocó un escalofrío tan intenso que sentí que bordeaba la locura. Mi espalda se arqueó por instinto, y mis piernas se tensaron, temblorosas. Sus enormes manos me atrajeron más y más hacia él, como si su único propósito en el mundo fuera permanecer hundido entre mis piernas, buscando devorarme por completo.
Sentía que ya no podía más, una presión se acumulaba en mi vientre, como una ola poderosa que crecía y se precipitaba, descendiendo con una fuerza abrumadora. Él se mantuvo justo ahí, en ese punto exacto, el epicentro de todo mi placer. Sus movimientos eran precisos: de arriba hacia abajo, en círculos lentos, pequeñas y dulces succiones que me llevaban al límite. Mis manos se aferraron al césped con una fuerza desesperada, como si algo de mí fuera a salir disparado en cualquier instante. Sentí que el mundo se desdibujaba, que perdería el conocimiento, y entonces un enorme suspiro se escapó de mis labios, mi cuerpo se retorcía, entregado por completo al placer que me inundaba.
Mi mano se enredó en su cabello mientras él seguía con su lengua, llevándome hasta la cima del placer. Mi respiración se desbocó, él se acercó a mi rostro y me besó con una desesperación cruda, el sabor de su ansia traspasándome a través de sus labios.
Lo abracé, atrayéndolo aún más hacia mí, sintiendo cómo la tensión de su miembro se rozaba contra mi flor, ese contacto encendía más el fuego dentro de mí.
—Eres mía... —susurró, y sus dedos continuaron acariciando mis pliegues.
Se alejó un poco, elevando mis piernas con una facilidad pasmosa. Luego, con un movimiento simple, se terminó de revelar por completo ante mí. Mi sorpresa fue clara. Mi mente, con una perversidad que no conocía, solo se atrevió a dudar: ¿podría mi cuerpo soportar tal magnitud?
Lo dejó caer sobre mi vientre, y el calor que emanaba de él superó con creces el de mi propio cuerpo. La potencia de su deseo era tangible a la vista; ¿cómo sería sentirlo por dentro?
—Mira cómo me tienes... —masculló, su voz un suspiro áspero, mientras sus dedos no cesaban de acariciarme— Esto sucede cada vez que te tengo cerca, y ya no podré parar después de aquí. ¿Estás lista?
¿Por qué carajos me lo estaba preguntando? Joder. El solo verlo me provocaba una mezcla extraña de miedo y una curiosidad abrasadora. Mi corazón tembló con una fuerza inusitada y mi razón pereció, abandonándome, cuando sentí su presencia, firme y decidida, justo donde mi cuerpo clamaba por él. Entonces, con una lentitud exasperante, empezó a deslizarse, abriéndose paso, una sensación que me robó el aliento. Pero no entraba. Me encantaba la forma en que su lujuria se desprendía, envolviéndome, cada vez que me miraba así.
Me mordí los labios con fuerza cuando sentí su grosor, apenas unos milímetros, abriéndose paso en mí. Me ardía, me dolía. Él era gentil con sus movimientos, lo notaba, pero la inmensidad de su miembro era como un roble macizo, que amenazaba con partirme en dos.
No aguantaba, no podía más. Mis gritos amenazaban con salir por primera vez, arañando mi garganta. Mis ojos se cristalizaron por el dolor punzante, y la desesperación me invadió al sentir que ni siquiera había llegado al final.
—Aguanta —me exigió, su voz áspera, dominante—. Apenas estoy entrando, ¡solo aguanta que por eso te convierto en mi mujer!
Sentía como si todo dentro de mí se desgarrara en dos. Esto no era ni remotamente tan precioso como había leído en los libros. Esto dolía. ¿En qué parte, entonces, comenzaría a sentir placer? ¿De verdad su... cosa, podía ocasionar algo más que este dolor?
Lo acerqué más a mí, mordiendo su hombro tenso con toda la fuerza que me quedaba mientras él seguía su avance. Se detuvo, inmóvil, y luego sus ojos se fijaron en los míos. Después, su mirada bajó a su hombro marcado, y una sonrisa perversa, se dibujó en su rostro.
Se movía con una lentitud que al principio aún me provocaba un leve ardor, pero esa molestia se disfrazaba, se transformaba en placer, mientras él no dejaba de acariciar el epicentro de mi goce. Sus movimientos se hicieron más audaces con el pasar de los minutos, me alzó como si fuera una pluma y, de pronto, me encontré sentada sobre su regazo. ¡Santos! Llegué a ese punto que tanto había anhelado sentir, fui guiada por la firmeza de sus manos en mis glúteos y lo comprendí, al fin, después de varios movimientos. Impulsada por una nueva energía, lo empujé, recostando su espalda contra la fría piedra.
Di un sentón, guiada puramente por la curiosidad que me quemaba, y él soltó un gemido áspero, profundo. Sonreí, una sonrisa que sabía a descubrimiento. Repetí el movimiento, mis ojos fijos en sus expresiones; eran, sin duda, fascinantes.
—Me encanta... —gimió, y yo, en respuesta, aumenté el ritmo de mis movimientos.
Abracé su torso con fuerza, sintiendo la dureza de sus músculos, y escuchaba sus suspiros aún más cerca, resonando en mi oído. Era un momento mágico, una revelación. Me encantaba verlo en ese ángulo, sus mejillas sonrojadas, su respiración agitada.
El sudor ya empezaba a acumularse en su frente. Me incliné y lo besé. Profundamente, sin tregua, mientras seguía moviéndome.
Me volvió a recostar en el césped, esta vez de espaldas a él.
—Maldición, Nabí... —gruñó, con una aspereza que me puso los pelos de punta—. Qué perfecta te ves desde aquí.
Sus movimientos se volvieron rápidos, bruscos, intensamente placenteros. Salió de mí con un último empuje y su cuerpo se tensó sobre el mío, afincándose, mientras dejaba caer su líquido vital en mi espalda. Luego, me agarró de la cintura con fuerza y besó mi cuello con una voracidad posesiva, mientras su mano se cerraba con cariño sobre mis pechos, presionando.
—Me encantas. —dijo.
Me alzó en sus brazos, como si no pesara nada, y juntos, entramos de nuevo a las aguas termales. Solo por un rato más.
Mirando la brillante luna, mientras su cuerpo se negaba a separarse del mío, lo escuché:
—Ahora menos te dejaré ir —dijo, y me volteó, obligándome a mirarlo a los ojos—. Me perteneces, Nabí.
Lo miré a los ojos y mi corazón dio un vuelco, uno violento. En ese instante, me pregunté qué diablos iba a pasar de ahora en adelante. Por un segundo, creí que era solo un juguete, una obsesión pasajera. Pero luego, la parte más tonta de mí quería creer que lo que decía era verdad. Que sus sentimientos eran genuinos, aunque la enorme responsabilidad de estar a su lado no era cualquier cosa. Su familia era poderosa, conocida, y conocía a algunos de sus parientes lo suficiente como para saber que jamás me permitirían estar a su lado.
El rostro de Serafina Lombardi se cruzó por mi mente, fría y calculadora.
Mientras me perdía en sus hipnóticos ojos grises, la pregunta martillaba mi cabeza: ¿Vas a tolerar que tu familia me pisotee si eso llega a pasar? Porque si ese fuera el caso, elegiría ser solo un capricho. Un juguete que usas hasta que te aburras, luego me desechas y puedo ser libre. De todos modos, no es como si estuviera enamorada de ti. No. Ahora, y desde el primer momento en que te vi, he sentido una atracción física innegable y una extraña, pero fuerte, sensación de familiaridad.
Nuestra relación, de ahora en adelante, solo será corporal. Hasta que te aburras y busques a otra. Y de igual forma, no es como si no fuera a beneficiarme de unas cuantas cosas mientras esté contigo.
No habrá más Nabí tonta y tierna.
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...Daemon...
Me despertó la vibración del móvil debajo de la almohada.
—¿Sí? —solté, la voz áspera por el sueño y la irritación.
—Buenos días, señor —la voz de Park sonó al otro lado de la línea, con su habitual formalidad—. Hay cambios en su agenda por orden del señor Robert. Tiene una reunión de emergencia dentro de dos horas. Voy en camino a las Colinas Euganeas; por favor, esté listo.
Fruncí el ceño de inmediato.
—Ni lo pienses —dije, y giré la cabeza para mirar a Nabí, que seguía dormida a mi lado—. Pones un pie en este hotel y estás despedido.
—Señor, de hecho, tiene prohibido despedirme.
—¿Quién diablos decidió eso?
—Usted mismo —replicó, sin el menor titubeo—. Usted mismo dijo que soy la única persona en la que confía.
Resoplé, una maldición silenciosa—: Eres un cabrón.
—Es la quinta vez que me lo dice en la semana, señor. ¿Sabe que la boca es el karma del hombre? Si sigue maldiciendo, se le devolverá tres veces peor.
—Cierra la puta boca —lo regañé, la paciencia agotada—. Hoy es sábado, no quiero estorbos.
—Si tiene alguna queja, puede llamar directamente al presidente y decirle que no asistirá a la reunión de los nuevos accionistas de la empresa que enmarcarán su posición como futuro presidente del Group Etere.
Abrí los ojos de par en par. El muy bastardo.
—Te quiero aquí en media hora.
—¡Sí, señor! —su voz sonó casi triunfante antes de colgar.
Solté un suspiro enorme y me restregué los ojos. Al final, mi jodido fin de semana no iba a ser como quería. Me quedé observando a Nabí, que dormía plácidamente. Sentí una presión en el pecho al pensar que tenía que despertarla. Me acomodé a su lado y me quedé viéndola dormir. Parecía un ángel, quién diría que esa misma mujer da unos sentones que te quitan el aliento.
El solo pensar en ese momento me recorrió un choque eléctrico por toda la espalda. Empecé a depositar besos suaves en su rostro, uno tras otro, con la clara intención de despertarla.