Mónica es una joven de veintidós años, fuerte y decidida. Tiene una pequeña de cuatro años por la cual lucha día a día.
Leonardo es un exitoso empresario de unos cuarenta y cinco años. Diferentes circunstancias llevan a Mónica y Leonardo a pasar tiempo juntos y comienzan a sentirse atraídos uno por el otro.
Esta es una historia sobre un amor inesperado, segundas oportunidades, y la aceptación de lo que el corazón realmente desea.
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Nuevos vínculos y amistades
Los días en la nueva ciudad transcurrían con una tranquilidad inesperada. Mónica se había adaptado rápidamente a su nuevo trabajo, y el hecho de que el edificio contara con una guardería le daba una enorme paz mental. Saber que Sofía estaba tan cerca, a solo unos pisos de distancia, era un lujo que no tenía en su empleo anterior. Cada mañana, después de dejar a Sofía, subía al ascensor con una sonrisa, segura de que su pequeña estaba bien cuidada.
Mónica también había encontrado un apartamento cercano al trabajo, y eso facilitaba aún más su rutina. Además, su vida social comenzaba a expandirse. Aunque extrañaba mucho a sus amigos de la ciudad anterior, especialmente a Diego, con quien compartía una profunda conexión, había comenzado a forjar nuevos vínculos.
Entre esos nuevos amigos estaba Anna, su vecina, quien también era madre. Anna tenía dos hijos: Isabella, una joven de su misma edad, muy madura, e Ian, un niño pequeño de la misma edad que Sofía. Los niños se habían convertido en inseparables, jugando juntos en el parque del edificio o en el departamento de Mónica. Para ella, ver a Sofía interactuar con niños fuera de la guardería era una bendición. La risa de Sofía mientras jugaba con Ian llenaba su corazón de alegría.
Una tarde, después de una semana tranquila en el trabajo, Mónica regresaba a su apartamento con Sofía. Estaba cansada pero de buen ánimo, pensando en preparar la cena y disfrutar de una noche tranquila con su hija. Cuando llegaron al piso donde vivían, algo llamó su atención. Isabella estaba frente a la puerta de su departamento, vestida de negro, con el pequeño Ian dormido en sus brazos. La expresión en su rostro era triste, casi desolada.
Mónica se detuvo en seco, observando la escena. Una sensación de preocupación se apoderó de ella. Caminó hacia Isabella lentamente, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
-Isabella, ¿necesitas ayuda?- preguntó suavemente, intentando no asustar a la chica.
Isabella, con lágrimas en los ojos, asintió levemente, luchando por sostener a Ian y abrir la puerta del departamento al mismo tiempo.
-No puedo abrir la puerta…-susurró, con la voz quebrada.
Mónica rápidamente tomó las llaves que Isabella sostenía en una mano temblorosa y abrió la puerta por ella. La joven entró con cuidado, todavía sosteniendo a su hermano, y Mónica las siguió. El silencio en el departamento era palpable, lleno de una tristeza que parecía impregnar el aire.
-¿Dónde está tu mamá?- preguntó Mónica, sabiendo en el fondo que la respuesta sería devastadora.
Isabella se quedó en silencio un momento, mirando al suelo. Finalmente, con un suspiro profundo, levantó la vista hacia Mónica y susurró:
-Mi mamá… falleció.- respondió la muchacha. Su voz se quebró al decir esas palabras, y una lágrima solitaria rodó por su mejilla.
Mónica sintió un nudo formarse en su garganta. No sabía qué decir. El dolor de Isabella era palpable, y no había palabras que pudieran aliviar lo que esa niña estaba sintiendo en ese momento.
-Oh, Isabella… lo siento mucho.- Mónica se acercó a la joven y le colocó una mano en el hombro, ofreciéndole su consuelo de la única manera que podía en ese momento.
Isabella asintió, incapaz de decir más. Mónica, sintiendo que no era el momento para más preguntas, se quedó a su lado un rato, en silencio, acompañando a Isabella en su tristeza.
Después de unos minutos, Mónica le dijo con suavidad:
-Si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedírmelo. Estoy justo al otro lado del pasillo. Puedes venir a buscarme en cualquier momento.
Isabella le dio una pequeña sonrisa triste, agradeciendo el gesto.
-Gracias, Mónica. De verdad… gracias.- Susurró, antes de mirar a su hermanito dormido y llevarlo al sofá con cuidado.
Mónica se despidió con delicadeza, prometiéndose a sí misma que estaría atenta a las necesidades de Isabella y su hermano. Sabía lo difícil que era perder al único ser querido que se tenía, y no quería que ella pasara por ese dolor sola.
Esa noche, mientras cenaban, Mónica no podía dejar de pensar en Isabella y en lo que estaba pasando. Recordó a su propia abuela, la única familia que había tenido antes de que Sofía naciera. La pérdida de su abuela había sido devastadora para Mónica, y ahora ver a Isabella en una situación similar hacía que su corazón se encogiera de tristeza.
-¿Estás bien, mamá?- preguntó Sofía con su vocecita, notando la expresión pensativa de Mónica.
-Sí, mi amor. Solo estaba pensando en Ian e Isabella. Su mami se fue al cielo hoy- Mónica intentó explicarlo de la manera más simple posible, sin querer sobrecargar a su pequeña con la gravedad de la situación.
Sofía frunció el ceño, como intentando comprender lo que eso significaba.
-¿Se fue al cielo?- preguntó- ¿Como mi abuelita?
Mónica asintió, tragándose un nudo en la garganta.
-Sí, cariño. Como tu abuelita.
Sofía se quedó en silencio por un momento, luego sonrió suavemente.
-Entonces, Ian va a estar triste. ¿ Puedo jugar con él para que esté más feliz?
Mónica sonrió con ternura ante la inocencia y la bondad de su hija.
-Eso es una idea muy linda, mi amor. Seguro le gustaría.
A partir de esa noche, la relación entre Mónica e Isabella se volvió más cercana. Isabella comenzó a visitar el departamento de Mónica con frecuencia, buscando apoyo y compañía. Mónica la acogió con los brazos abiertos, ofreciéndole un lugar seguro donde hablar o simplemente estar en silencio cuando lo necesitara. A veces, Ian y Sofía jugaban juntos mientras Isabella se sentaba en el sofá, mirando sin realmente ver, perdida en sus pensamientos.
-Es difícil sin mamá- confesó un día Isabella, mientras Mónica preparaba la cena- Siento que tengo que ser fuerte por Ian, pero no siempre sé cómo hacerlo.
Mónica dejó lo que estaba haciendo y se sentó junto a Isabella.
-Es normal sentirte así, Isabella. Es una carga muy grande para alguien tan joven. No tienes que hacerlo sola, ¿sabes? Si necesitas ayuda, aquí estoy. Puedo cuidar a Ian cuando necesites un descanso. También es importante que te cuides a ti misma.
Isabella la miró, sus ojos llenos de gratitud.
-Gracias, Mónica. No sé qué haría sin ti. Desde que mamá se fue, siento que todo está cambiando muy rápido.
Mónica le sonrió con calidez.
-Es natural sentirte así. Pero no tienes que enfrentarlo sola. Y no te preocupes por lo que venga, te ayudaremos a sobrellevarlo.
Los días pasaron, y la rutina diaria se fue ajustando lentamente a la nueva realidad. Isabella y Mónica se volvieron amigas cercanas, compartiendo confidencias y apoyándose mutuamente. Mónica admiraba la fuerza que Isabella mostraba, pero también se preocupaba por la carga emocional que la joven estaba llevando. Siempre estaba atenta, asegurándose de que Isabella supiera que tenía un refugio en su hogar.
Diego seguía visitando cada quince días, ahora siendo médico, y uno muy bueno, tenía su propio consultorio y podía disponer de su tiempo como quisiera. En cada visita, llegaba con regalos para Sofía y siempre encontraba una forma de hacerla reír. No importaba lo ocupado que estuviera, siempre encontraba tiempo para ellas. En una de esas visitas, Diego conoció a Isabella y a Ian, y su naturaleza protectora emergió de inmediato.
-Si alguna vez necesitas algo, Isabella, cuenta conmigo también- le dijo Diego un día, después de ver cómo la joven manejaba la situación con su hermano- Tienes a mucha gente que se preocupa por ti.
Isabella le sonrió tímidamente, agradecida por la oferta.
Los días difíciles pasaban, pero con la ayuda de Mónica y su grupo cercano de amigos, Isabella y su hermano encontraron una nueva estabilidad. Las risas en el parque volvieron a ser frecuentes, y aunque las cicatrices emocionales aún estaban presentes, la compañía y el apoyo de quienes las rodeaban las ayudaban a sanar.
Mónica, por su parte, sentía que su vida, aunque lejos de ser perfecta, estaba tomando un rumbo más claro y seguro. Entre su trabajo, su hija y los nuevos lazos que había creado, sabía que no estaba sola, y que siempre habría alguien dispuesto a ayudarla, al igual que ella ayudaba a Isabella. La amistad, el cariño y el apoyo mutuo se habían convertido en los pilares de su nueva vida.