Arthur O'Connor, un joven acostumbrado al lujo y a que todo se rinda ante su fortuna, a un exclusivo barrio en un pequeño pueblo. Con su mirada arrogante y su mundo perfectamente estructurado, está seguro de que el cambio no será un desafío para alguien como él. Sin embargo, todo su esquema se tambalea al bajar del carro y encontrarse con Margareth, una joven humilde, de risa fácil y una alegría que parece contagiarlo todo. Margareth, junto a su abuela, reparte mermeladas y tartas caseras por el vecindario, convirtiéndose en el alma del barrio con su espíritu caritativo y juguetón.
Para Arthur, ella es un desafío tan irresistible como desconcertante. Está convencido de que su dinero y su encanto serán suficientes para ganarse su atención. Sin embargo, Margareth, con su corazón puro y libre, no es alguien que pueda comprarse.
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Capitulo 16
El convento estaba en silencio, salvo por el suave susurro de las monjas que se movían en sus tareas diarias. Yo, en mi rincón, ordenaba algunas cosas que había traído conmigo, pero mi mente no dejaba de regresar una y otra vez a las palabras que había escrito en la carta.
¿Realmente había sido tan clara? ¿Habría entendido Arthur lo que mi corazón sentía por él?
Estaba tan absorbida en mis pensamientos que casi no escuché cuando una de las monjas se acercó.
—Hija, hay alguien en la entrada que te busca. —Su voz suave, pero decidida, me sacó de mi ensoñación.
Miré hacia la ventana, y mi corazón dio un vuelco al ver a un hombre acercarse. Lo reconocí de inmediato. Arthur.
Mi pulso se aceleró y sentí el calor subir a mis mejillas. No quería verlo, no quería que me mirara con esa expresión que sabía que tendría al saber lo que había escrito en esa carta.
Me apresuré a esconderme detrás de la puerta, mi vestido blanco brillando a la luz tenue de la habitación. Mi lazo blanco caía perfectamente, y mientras intentaba calmar mis nervios, escuché sus pasos acercarse.
La puerta se abrió lentamente.
—Margareth —dijo su voz, cargada de algo que no pude descifrar. No podía mirarlo. No podía enfrentarme a él después de todo lo que había dicho.
Me quedé en silencio, incapaz de moverme, hasta que finalmente se asomó y sus ojos se encontraron con los míos.
—¿Qué quieres? —dije, mi voz temblando sin que pudiera evitarlo.
Arthur se rió, una risa baja, casi burlona, y sentí cómo la vergüenza me invadía al instante.
—He leído tu carta —dijo con esa calma que me volvía loca.
Mis ojos se abrieron con incredulidad. ¿Qué había dicho en esa carta que él había leído? No podía mirarlo a los ojos después de eso.
—Si has leído la carta, entonces no debes estar aquí —respondí, casi susurrando, intentando evitar que viera lo que realmente sentía.
Antes de que pudiera añadir algo más, sentí su mano en mi brazo. Con firmeza, me sacó de mi escondite.
—Tienes que salir de allí —dijo, con una determinación que no dejaba espacio para respuestas.
No pude moverme, como si el peso de sus palabras me hubiese anclado al suelo.
—Arthur, yo... —empecé a decir, pero él me interrumpió.
—Nosotros dos tenemos que hablar —me miró fijamente, con una intensidad que me heló la sangre.
Todo mi cuerpo se tensó ante esas palabras. ¿De qué íbamos a hablar? ¿De lo que yo sentía? ¿De lo que él sentía? No sabía si debía sentir miedo o esperanza, pero algo dentro de mí me decía que lo que viniera a continuación cambiaría todo.
Y ahí, en ese momento suspendido entre el miedo y la incertidumbre, supe que no podía escapar.
Arthur me miraba con una expresión que nunca había visto en él. Un destello de frustración se mezclaba con algo más profundo, como si finalmente se hubiera cansado de contener algo que le quemaba por dentro.
—Pareces una niña, escondiéndote detrás de esa puerta —dijo, su voz más grave de lo que recordaba. Mis piernas temblaban, y mi corazón no dejaba de golpear con fuerza en mi pecho.
No sabía qué hacer ni qué decir. El tiempo parecía haberse detenido, y las palabras que se cruzaban entre nosotros no hacían más que confundir mi mente.
—¿Es todo lo que escribiste en esa carta cierto? —su voz raspa en mis oídos, como si quisiera arrancarme algo de lo más profundo de mi ser.
—¿Si no lo fuera, por qué lo habría escrito? —respondí sin poder evitarlo, mis palabras saliendo con más rapidez de lo que quería.
Su mirada se endureció, y se acercó un paso más hacia mí.
—¿Cómo puedes ser tan ciega? Tan ingenua... ¿Acaso no he sido claro contigo? —su tono era casi desesperado, pero su voz seguía firme.
No entendía nada. ¿Qué estaba pasando entre nosotros? ¿Por qué sus palabras me dolían tanto?
—No... no entiendo —musité, mi voz temblando. Cada palabra me dejaba más perdida, más aturdida.
Él suspiró con una mezcla de frustración y algo que no sabía cómo interpretar.
—Acabarás con la poca cordura que me qued. —Se acercó aún más, mirándome fijamente a los ojos. Me sentí atrapada, pero a la vez como si no pudiera huir. —Te lo diré claramente: desde que te vi por primera vez, lo capturaste. Mi corazón... es tuyo.
Todo dentro de mí se detuvo. Esas palabras… No podía creerlo. No podía ser posible.
—No... no, usted debe estar mintiendo —mi voz quebró, incapaz de contener el torrente de emociones que se desbordaban en mi pecho. —Los hombres como usted... seducen a las muchachas solas, como le pasó a mi madre...
Arthur cerró los ojos un momento, como si esas palabras le hubieran golpeado más fuerte de lo que imaginaba. Pero cuando los abrió, había una sinceridad tan palpable en su mirada que me paralizó.
—No haré eso con ti. —Su voz era ahora suave, pero grave, como si estuviera contando una verdad que le costaba salir. —Te lo prometo. Casi me muero en vida cuando pensé que te casarías con Mike. Créeme, Margareth, yo te amo.
Mis piernas flaquearon bajo el peso de sus palabras. No podía pensar con claridad, no podía entender por qué, pero mi corazón ya sabía la respuesta. Al fin y al cabo, no podía mentir a lo que sentía.
Entonces, sin poder evitarlo, me lancé hacia él. No hubo más dudas. No hubo más preguntas. Solo la certeza de que mi corazón le pertenecía, igual que el suyo parecía pertenecerme a mí.
—Yo también te amo —susurré contra su pecho, y sentí cómo su abrazo me envolvía, como si nada en el mundo pudiera separarnos.
Y, por primera vez en mucho tiempo, todo el miedo, todas las dudas, desaparecieron.