EL TRONO DE CENIZAS

El sol apenas tocaba el horizonte cuando los tres guardianes condujeron a Lyra hasta el centro de un círculo antiguo, tallado con símbolos que parecían moverse por sí solos. Theryn se quedó fuera del círculo, con el rostro tenso.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Lyra, observando las runas que brillaban bajo sus pies.

—Nada —dijo el anciano—. Solo sobrevivir.

Y con un gesto, activaron el sello.

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El suelo desapareció.

Lyra cayó en un vacío sin forma, sin fin.

Cuando abrió los ojos, estaba en otro lugar… un campo de batalla, cubierto de ceniza y cuerpos. Reconoció cada rostro.

Kael, muerto.

Theryn, atravesado por su propia espada.

El Bastión reducido a polvo.

Y frente a ella… ella misma.

O al menos una versión suya. Envuelta en fuego oscuro, con una mirada vacía, coronada con llamas.

—Tú no puedes evitarlo —dijo su reflejo—. Esta es tu verdad. Tu destino.

Lyra dio un paso atrás.

—Esto es una ilusión.

—No. Es una advertencia.

La otra Lyra levantó la mano, y el fuego se lanzó contra ella. Lyra alzó los brazos y sintió cómo el sello dentro de su pecho latía con furia. Lo que sea que la mantenía estable… estaba temblando.

Pero no huyó.

Avanzó.

Caminó entre las visiones de los muertos. Tocó el rostro ensangrentado de Kael. Cerró los ojos de Theryn.

Y cuando llegó frente a la versión corrupta de sí misma, dijo con voz firme:

—No te temo.

—Entonces no entiendes quién soy.

—Sí lo entiendo. Eres la sombra de lo que podría ser. Pero no lo seré.

Y colocó su mano en el pecho de la figura.

El fuego la envolvió a ella también.

Pero no la destruyó.

Lo aceptó.

Lo transformó.

Lo dominó.

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Los guardianes afuera retrocedieron un paso cuando el círculo se iluminó con una llamarada blanca y dorada. Theryn se cubrió los ojos, y cuando la luz se apagó… Lyra estaba de pie en el centro.

Su vestido estaba desgarrado, su piel manchada, pero sus ojos brillaban como nunca.

—Lo logró —susurró el anciano.

Lyra dio un paso fuera del círculo. En sus manos, un nuevo símbolo ardía: el sello de la Reina Sellada… modificado. Quebrado. Propio.

—Ya no soy la herencia de otra reina —dijo—. Soy la dueña de mi poder.

—Entonces eres digna —dijo el guardián—. Y el ejército perdido de Dreval… será tuyo.

Desde las ruinas, comenzaron a surgir figuras antiguas, cubiertas de armaduras rotas, ojos brillando con fuego azul.

Los espectros de los que murieron por Aeloria.

La Legión Durmiente.

Y ahora… estaban del lado de Lyra.

El cielo sobre el Bastión se tornó gris en cuestión de minutos.

Kael lo sintió antes de verlo: una presión extraña en el aire, como si el mundo contuviera la respiración. Caminaba entre los muros recién reforzados, dando órdenes a los guerreros que quedaban.

—Revisad las torres. Nada entra sin que lo veamos —ordenó, mientras una ráfaga helada levantaba el polvo del suelo.

Pero no era el viento.

Era algo más.

Un sonido agudo —como el gemido de una criatura agonizante— se extendió desde el bosque.

—¡Alarma! —gritó un centinela desde lo alto—. ¡Movimiento al norte!

Kael subió corriendo a la torre más cercana. Desde allí, vio figuras que avanzaban en formación… demasiado perfectas, demasiado sincronizadas.

Sombras con ojos vacíos. Hombres que no respiraban. Algunos arrastraban espadas cubiertas de escarcha.

Eran los huecos. Guerreros sin alma.

Y entre ellos, una figura envuelta en telas negras. Sus ojos dorados brillaban incluso desde la distancia.

—Valekar… —murmuró Kael con furia contenida.

—¡Están rodeando el muro oeste! —gritó alguien.

Kael bajó de un salto, desenvainando su espada.

—¡A sus puestos! ¡Que nadie ceda terreno! ¡El Bastión no caerá hoy!

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El primer impacto fue brutal.

Los huecos treparon las paredes como arañas, lanzándose sin miedo, sin dolor. Los arqueros disparaban flecha tras flecha, pero parecía inútil.

Kael luchaba en primera línea, cortando carne muerta y huesos quebradizos, gritando órdenes y sosteniendo a los suyos. Pero eran demasiados.

—¡Cae la torre norte! —avisó una voz desesperada.

Y entonces, una explosión oscura sacudió los cimientos del Bastión.

Un grito mental cruzó la mente de Kael, como si alguien intentara desgarrar sus recuerdos.

Valekar.

Estaba usando magia prohibida. Estaba dentro de la muralla, sin siquiera estar físicamente ahí.

Kael cayó de rodillas, presionando sus sienes. Voces lo llamaban, lo arrastraban a recuerdos falsos, a dolores pasados.

—Kael… —susurró una voz femenina. Parecía la de Lyra, pero distorsionada, rota.

—¡No eres ella! —gritó, levantándose de nuevo.

Y justo cuando los muros comenzaban a ceder…

Una trompeta sonó a lo lejos.

Y el cielo, que había estado oscuro, se iluminó con fuego azul.

Desde la colina cercana, cientos de guerreros espectrales descendían como una ola. Armaduras antiguas. Llamas puras. Espadas silbando con magia antigua.

Lyra cabalgaba al frente de la legión, su capa ondeando como una llamarada viva.

—¡Por Aeloria! —gritó, alzando su mano.

El fuego cayó del cielo.

Los huecos comenzaron a arder.

Kael, de pie entre la sangre y el humo, sonrió al ver a Lyra.

—Llegaste justo a tiempo.

Ella bajó del caballo con los ojos encendidos.

—¿Y perderme la fiesta? Jamás.

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La batalla aún no estaba ganada.

Pero por primera vez en mucho tiempo… había esperanza.

Y fuego.

Mucho fuego.