Los Moretti habían jurado dejar atrás la mafia. Pero una sola heredera bastó para que todo volviera a teñirse de sangre. Rechazada por su familia por ser hija del difunto Arthur Kesington, un psicopata que casi asesina a su madre. Anne Moretti aprendió desde pequeña a sobrevivir con veneno en la lengua y acero en el corazón. A los veinticinco años decide lo impensable: reactivar las rutas de narcotráfico que su abuelo y el resto de la familia enterraron. Con frialdad y estrategia, se convierte en la jefa de la mafia más joven y temida de Europa. Bella y letal, todos la conocen con un mismo nombre: La Serpiente. Al otro lado está Antonella Russo. Rescatada de un infierno en su adolescencia, una heredera marcada por un pasado trágico que oculta bajo una vida de lujos. Sus caminos se cruzan cuando las ambiciones de Anne amenazan con arrastrar al imperio que protege a Antonella. Entre las dos mujeres surge un juego peligroso de poder, desconfianza y obsesión. Entre ellas, Nathaniel Moretti deberá elegir entre la lealtad a su hermana y la atracción hacia una mujer cuya luz podría salvarlo… o condenarlo para siempre.
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Lobo y oveja
...ANTONELLA RUSSO ...
El dolor era un zumbido constante en mis costillas, y el sabor metálico de la sangre todavía me quemaba la lengua. Anne estaba frente a mí, despeinada, con la comisura del labio partida y moretones frescos asomando en su piel perfecta. Yo no estaba mucho mejor: el hombro me ardía, la mejilla me punzaba y apenas podía respirar sin sentir un dolor agudo.
...Unas horas antes…...
El balcón del casino parecía un lugar agradable para respirar, y no pensar en nada...digo, parecía porque la presencia de cierta maniaca me perturbaría esa tranquilidad.
Anne me había acorralado con sus palabras ponzoñosas, hasta que, de repente, soltó un puñetazo dirigido directo a mi cara.
Lo vi venir. Me incliné hacia atrás y el golpe rozó apenas mi rostro. Sentí la adrenalina explotar en mis venas. Mi mano se deslizó por instinto hacia la liga de mi muslo, y en un segundo frío, la pistola estaba en mi mano, apuntando a su frente.
Anne sonrió. Luego sacó una pistola del interior de su vestido, apuntándome.
—No puedes ser tan cobarde, cara mia —susurró con burla, el cañón fijo en mi corazón—. Esto se resuelve con elegancia. No querrás un espectáculo frente a todos esos idiotas ahí dentro.
Mis dedos apretaron el gatillo apenas un poco, suficiente para que ella notara que no estaba jugando.
—Y tú no querrás que tu sangre manche ese vestido carísimo, ¿o sí?
Nos quedamos en silencio, donde las dos medimos hasta dónde podíamos llegar. Y entonces, como si hubiéramos leído el mismo guion, bajamos las armas.
Pero aquello no fue una tregua. Solo fue el inicio.
Anne me sujetó del cabello, jalándome hacia atrás, y yo respondí con un rodillazo directo a su abdomen. El aire le salió en un gemido ronco, pero antes de que pudiera disfrutar la ventaja, su puño me impactó en el pómulo.
Nos empujamos contra las barandillas del balcón, con el riesgo de que cualquiera pudiera salir en ese momento y descubrirnos.
Hasta que, de repente, sentí algo extraño. Una presión brutal me sujetó por detrás. Dos hombres, trajeados y con el rostro pétreo, salieron de las sombras.
—¡Suéltenme! —intenté zafarme, pero eran demasiado fuertes.
Uno de ellos me inmovilizó los brazos, y antes de que pudiera gritar, sentí un paño húmedo cubrirme nariz y boca. Un olor químico, penetrante, me invadió los pulmones.
—Mierda… —alcancé a murmurar, pataleando con fuerza.
Anne se limpió la sangre del labio, sonriendo satisfecha mientras me observaba.
—Buenas noches, Antonella.
El mundo giró. Mis piernas se doblaron, la fuerza se desvaneció, y todo se volvió oscuridad.
...De vuelta al presente…...
Abrí los ojos otra vez, en aquel cuarto sombrío, con Anne observándome como una serpiente que disfruta ver a su presa atrapada.
Me desperté con la garganta seca y un ruido sordo en los oídos —los latidos de mi sangre parecían un tambor—. Estaba atada a una silla dura; las muñecas me ardían donde las cuerdas las mordían, y la espalda me dolía como si hubiera estado apoyada en madera todo el tiempo.
Anne estaba enfrente, impecable incluso en el desastre: el vestido arrugado, el maquillaje corrido apenas en las comisuras, y los ojos clavados en mí.
—Buenos días, muñequita —dijo como quien saluda a una amiga en el comedor—. Me alegra que hayas vuelto a la lucidez. Teníamos una cita pendiente.
Tragué saliva hasta que la garganta me ardió. Intenté mover las manos; las cuerdas se apretaron. Respiré con cuidado, midiendo cada sonido.
—¿Qué quieres, Anne? —logré decir, esforzando la voz para que sonara.
Se acercó despacio, disfrutando el paso. Tomó un vaso, lo giró en la mesa sin apuro, y apoyó la barbilla en la palma.
—Quiero que me digas la verdad —contestó—. ¿Qué diablos estás tramando? ¿Por qué te acercaste a mi hermano? ¿Desde cuándo eres tan lista para aparecer justo donde me estorbas?
Su tono era un filo envuelto en terciopelo. No sonó como una pregunta; sonó como la premisa de una sentencia.
Me obligué a mirarla al rostro. Podía sentir la tensión en sus hombros, la manera en que controlaba la rabia para que no le estallara en la boca.
Respiré y elegí no regalarle miedo.
—¿En serio me tienes aquí para jugar, por culpa de tus paranoias, Anne? —dije, y noté que mi propia voz no traicionó del todo la fragilidad—. No tienes derecho a...
Ella dejó escapar una carcajada pequeña, afilada.
—¿Derecho? —repitió—. Claro que lo tengo, estúpida. Estoy salvando a mi familia de gente como tú. Se que… te pusiste ese vestido bonito porque tenías muchas ganas de pasear en la alfombra roja, ser el centro de atención y cogerte a mi hermano pero…No. Hoy no. Lo siento por dañarte la noche querida, pero, hoy no era tu noche.
Se inclinó y, con un gesto despreciativo, me dio un golpe seco en la mejilla para marcarme; para que supiera que no estaba en posición de negociar.
El dolor se hizo punzante, y la rabia brotó caliente y pura. Tiré de las ataduras contra la silla; las fibras crujieron, pero no cedieron. Me costaba respirar, pero no iba a mostrarle el pánico.
—Habla —ordenó Anne, cada sílaba cuidadosamente fría—. ¿Qué quieres de nosotros? ¿Qué le diste al idiota de mi hermano? ¿Que intentas hacer?
Pensé en lo que me había costado llegar hasta aquí. Pensé en por qué soportaba esto. Cerré los ojos un segundo y saqué fuerzas de un lugar más profundo que el miedo.
—No voy a decírtelo —contesté con voz áspera—. No te daré lo que quieres, Anne.
Sus facciones se tensaron. Por un instante creí que sonreía; después, la sonrisa se convirtió en algo más peligroso.
—Qué admirable te ves intentando ser valiente —dijo con sorna—. Muy bonito. Pero valiente y estúpida no son mutuamente excluyentes.
Me acercó la cara hasta que casi pude sentir su aliento. Olí tabaco. Luego, sin romper la compostura de su voz, añadió:
—Te daré tiempo. Pero no seas absurda: si crees que voy a ponerte cómoda para una charla de té, te equivocas. Hay maneras de que la gente suelte la lengua. Y yo conozco muchas.
Mi estómago se contrajo. No iba a descubrir aquí los métodos que inventaba la mente de Anne; en cambio, respiré profundo.
—No estás en posición de amenazarme —dije—. Si quieres que Nathaniel se aleje de mí, ve y háblale. Juega con él. No con gente que ha perdido todo por esta porquería de familia.
Esa afirmación la pinchó.
—¿Crees que me importa lo que tú digas de mi familia? —escupió—. ¿Tu no entiendes? Si te acercas a mi hermano es porque sabes qué botones pisar. ¿O vas a negarlo hasta el final?
Anne hizo una ceña a uno de sus hombres y antes de que pudiera responder, uno de los tipos salió de las sombras y me dio un golpe en el costado que me arrancó un jadeo. Sentí el aliento pesado; la sala pareció inclinarse. Cuando recuperé el enfoque.
Luego Anne sacó un cuchillo. El frío del metal me rozaba la piel cuando Anne apoyó la hoja del cuchillo sobre mi dedo. La luz del foco caía sobre el filo, dándole ese brillo cruel que me recordaba lo poco que le temblaba la mano.
—No me hagas repetirlo, Antonella —murmuró con voz suave, como si conversara en un salón de té—. Habla… o tu vida empezará a pesar dedo por dedo.
El sudor me corría por la sien, pero no iba a darle lo que quería. Tragué saliva, sostuve su mirada y solté, con toda la calma que logré fingir:
—No pienso decirte nada.
Por un instante sus labios se curvaron en una sonrisa de loba satisfecha. Entonces apretó un poco más, dejando la hoja apenas hundida sobre mi piel. Yo ya estaba lista para el dolor cuando, de repente, la puerta del salón se abrió de golpe.
Un ruido seco de botas llenó el espacio, seguido de un silencio que heló el aire. Anne se giró, sorprendida.
—¿Qué demonios…? —alcanzó a decir.
La respuesta fue el eco de varias armas cargándose. Alessio Calderone apareció en el umbral con la seguridad de un rey entrando a su trono. Sus hombres lo escoltaban, trajeados, con miradas frías y fusiles en mano.
El corazón me dio un vuelco.
Anne, por primera vez desde que la conocía, perdió la compostura. Se quedó paralizada, los ojos abiertos como si estuviera viendo un fantasma. El cuchillo tembló apenas un segundo en su mano.
—Tú… —susurró, retrocediendo un paso—. Esto es imposible. Estas en mi territorio.
Alessio avanzó despacio, la sombra devorando su figura hasta que estuvo frente a ella. No necesitó gritar. Su voz, grave y cargada de poder, retumbó en cada esquina:
—Tu territorio termina donde yo decido poner un pie, Anne.
La tensión se volvió un nudo. Los hombres de Anne intercambiaron miradas nerviosas; sabían lo que significaba que los Calderone hubiesen irrumpido allí.
Anne intentó recomponerse, alzando el mentón.
—¿Vienes a rescatar a esta inútil? —dijo con veneno en la lengua, señalándome—. No puedes…
—Puedo —la interrumpió Alessio, acercándose un paso más—. Y lo haré.