una mirada una obsesión o amor a primera vista? su ángel misterioso o su demonio personal? que será de la vida de Mariana y Mauricio viconti.
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Capítulo 12 – Fiebre, verdades y un par de pantuflas de unicornio
[Punto de vista de Mariana]
Ya era evidente que algo le pasaba.
No solo porque se la pasaba espiando por la mirilla como una jubilada chismosa con tiempo libre, sino porque cada vez que escuchaba el ascensor, su corazón se aceleraba como si fuera a encontrarse con una estrella de cine en el pasillo.
Mauricio.
Ese vecino misterioso, atractivo, con voz de tormenta calma y ojos de océano profundo.
Y sí. Otra vez.
Quería cruzárselo.
Pero no había planeado salir así.
Se había quedado dormida luego de estudiar hasta tarde y, al despertarse, escuchó la puerta del departamento de él cerrarse.
—¡Lo perdí! —se lamentó dramáticamente.
En pijama, despeinada, con pantuflas de unicornio rosa, salió disparada fingiendo una urgencia.
Justo cuando llegaba al ascensor… lo vio.
Él.
De regreso.
—¿Otra vez al supermercado, Mariana? —preguntó con su sonrisa tranquila.
Ella abrió los ojos como si la hubieran descubierto robando.
—Eh… sí. Se me terminó el… ¡mate cocido!
Mauricio la observó de arriba abajo. Pantalón de pijama con ositos, una camiseta enorme con la cara de un gato, y las infames pantuflas.
—¿Así vestida? ¿Estás segura?
Ella se quedó congelada. Luego se miró.
Y quiso morirse.
—¡No! ¡O sea, sí! ¡Pero… voy a cambiarme! Es solo que… salí a ver si llovía.
—Estamos en el hall del edificio. Tenés razón, el clima es impredecible.
Ella se cubrió la cara y volvió a meterse en su departamento murmurando:
—Sos una ridícula, Mariana. Una total ridícula.
Tres días después, el karma la alcanzó.
Salió de la universidad bajo una lluvia torrencial.
Su paraguas se rompió al segundo charco.
Llegó empapada, con los pies helados y un estornudo tras otro.
Se acostó, temblando, con un té caliente que apenas pudo preparar.
Esa noche, la fiebre subió como espuma.
Soñaba cosas raras. Voces. Sombras que se acercaban.
Y unos ojos azules que la miraban con ternura.
[Punto de vista de Mauricio]
El timbre del teléfono de seguridad del edificio lo despertó a las tres de la madrugada.
—¿Señor Viconti? Su vecina no responde. La vimos entrando muy mal, empapada. La señora de limpieza dice que cree que está enferma. ¿Debemos llamar a emergencias?
No lo pensó dos veces.
—Déjenme pasar. Yo me encargo.
Usó su llave maestra —otra ventaja de haber elegido ese edificio y coordinar todo en las sombras— y entró con cuidado.
La encontró en el sofá, pálida, temblando y con un cuenco de té derramado al lado.
—Mariana… —susurró.
Se acercó, tocó su frente. Ardía.
La alzó en brazos con toda la delicadeza que pudo y la llevó a su cama.
Buscó medicamentos, una toalla fría, y se quedó junto a ella toda la noche.
Mariana murmuraba en sueños. A veces balbuceaba su nombre.
A veces decía cosas como: “Ya lo vi antes… esos ojos… siempre ahí…”
Él le sujetó la mano.
—Estoy acá, nena. Nunca me fui.
[Punto de vista de Mariana – Al día siguiente]
Despertó con un dolor de cabeza espantoso y la garganta como papel de lija.
Y una bandeja de desayuno al lado.
Tostadas, té, una nota:
"Te desmayaste. Estuve acá. Estoy acá. No te preocupes. –M."
Mariana se quedó mirando la nota un largo rato.
Luego, como un relámpago, le vinieron imágenes:
Él tocándole la frente, sosteniéndola, hablándole suave.
Se incorporó de golpe.
—¿Fue real?
Caminó hasta la puerta. Se asomó. No había nadie.
Volvió, se sentó, y sacó del cajón el cuaderno de dibujo que había recibido meses atrás.
Lo acarició con los dedos.
Empezaba a sospechar.
Las coincidencias.
Los momentos justos.
El cuaderno.
La beca.
Y ahora, esto.
—Sos vos, ¿no? —murmuró para sí—. Mauricio…
La siguiente vez que lo viera, se prometió, haría algo más que cruzar miradas y excusas tontas.
Tenía que saber la verdad.