Bruno se niega a una vida impuesta por su padre y acaba cuidando a Nicolás, el hijo ciego de un mafioso. Lo que comienza como un castigo pronto se convierte en una encrucijada entre lealtad, deseo y un amor tan intenso como imposible, destinado a arder en secreto… y a consumirse en la tragedia.
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Y DE
La alarma del celular me despierta. Abro los ojos con pesadez; las cobijas están tan calientitas que me da flojera levantarme. Después de varios intentos, por fin pongo un pie fuera de la cama. Bostezo largamente.
Son las siete treinta de la mañana: un nuevo día comienza. Camino al baño, me siento en el retrete y dejo atrás la pereza de la noche. Después me lavo las manos, me cepillo los dientes, enjuago mi boca y me refresco la cara. Ya más despierto, me pongo un pantalón de mezclilla y una playera blanca.
Antes de bajar, me detengo frente a su puerta. Toco suavemente y entro.
Allí, acostado en la cama, reposa el cuerpo de Nicolás. Camino en silencio, recojo los restos de la cena de anoche —un desastre que él jamás limpiaría— y sacudo la mesa de centro. Bajo a la cocina a tirar la basura. Mientras tanto, la alarma de las siete cincuenta suena arriba. Regreso a su habitación, tomo el gotero oscuro de su buró y lo destapo: es hora de sus gotas.
—¡Buenos días, Nicolás!
Está completamente tapado. No responde.
—¡Buenos días! Es hora de que te ponga tus gotas en los ojos —insisto.
Nada. ¿Estaba molesto conmigo? ¿Me aplicaba la ley del hielo? Con cuidado le retiro la cobija. Está boca arriba, con los ojos cerrados, respirando profundamente.
—Nicolás… ¡Buenos días! Despierta, es hora de tus gotas.
Sigo sin obtener respuesta. ¿Dormía aún o fingía? Con una sonrisa traviesa me subo a la cama y acaricio suavemente su rostro. Al no reaccionar, abro uno de sus párpados: la pupila inmóvil delata su broma. Acerco mi boca y soplo.
—¡Canijo Nicolás! —murmuro divertido.
Le dejo caer tres gotas en el ojo.
—¿Qué me estás haciendo? —pregunta de pronto.
—Pensé que ya te habías muerto. ¡No me respondes!
—Sigo vivo.
—Ya lo noté. Me alegra que lo estés.
Repito la dosis en el otro ojo.
—¿Descansaste bien? —me pregunta.
—Sí, aunque me dio flojera levantarme. ¿Y tú?
—El té que me diste funcionó.
—Me alegra. Mi abuelita conocía muchos trucos.
—¿Y los aprendiste todos?
—Supongo que sí… pasábamos mucho tiempo juntos. —Sonrío al recordarla—. Pero bueno, ya es hora de levantarte.
Le doy unas palmaditas en las mejillas; sus vellos me pican un poco, pero esa sensación la deseaba desde la primera vez que vi su barba.
Al destaparlo descubro que sigue vestido con la ropa de anoche. Se incorpora y dice:
—Quiero un baño.
—¿Tina o regadera?
—La tina, por supuesto.
—Perfecto, la preparo.
En el baño abro la llave, dejo que la tina se llene y busco las sales y aceites.
—Quiero orinar —escucho su voz.
Regreso por él, lo ayudo a ponerse de pie y sus parpadeos más constantes me tranquilizan.
—¿Quieres desnudarte de una vez? —pregunto sin nervios ya.
—Bueno… ¡quítame la ropa!
Le retiro la camiseta, luego el pantalón, después el bóxer. Frente a mí queda su cuerpo desnudo, un cuerpo que me impresiona. Lo observo con inocencia: un arte vivo que ningún libro de ciencias naturales podría describir.
En ese instante vibra mi celular: es Iker.
—Te dejo, haz lo tuyo. Voy a contestar a Iker —le digo, y cierro la llave de la tina antes de salir.
—Hola, Iker.
—Hola, Bruno. ¿Cómo va todo por allá?
—Bien, ya me adapté a Nicolás. Justo le voy a ayudar con su baño.
—Perfecto. Afuera de la casa está el nuevo chofer, Ernesto. Ábrele el portón, la camioneta será tuya cuando la necesites.
—¿Un nuevo chofer? Entendido.
—Gracias, Bruno. Buen día.
Cuelgo y corro hacia la entrada. Afuera el aire es fresco. Presiono el botón y el portón se abre para dejar pasar una camioneta blanca. El chofer me saluda con la mirada; yo levanto la mano. Al bajar, me ofrece un apretón formal.
—¡Buenos días! Tú debes ser Bruno.
—Así es. Bienvenido.
Tiene tatuajes en el cuello y unos intensos ojos verdes.
—¿Y solo viven aquí tú y el jefe?
—Sí. Justo lo dejé en el baño. Si quieres, conoce la casa. Yo debo atenderlo.
—Gracias.
—Ah, y si llega un repartidor, recibe el desayuno de Nicolás. Si tienes hambre, hay comida en el refrigerador.
Él asiente agradecido. Yo vuelvo corriendo al baño.
—¿Puedo entrar? —pregunto.
—Adelante.
Lo encuentro ya dentro de la tina. Me asombra: ¿cómo lo logró solo?
—¡No me esperaste!
—Es que tardaste mucho.
Yo siento que apenas me fui. Me agacho a su lado, dispuesto a ayudarlo, cuando él me interrumpe:
—Yo soy el que te debe una disculpa.
Sus palabras me descolocan. ¿A qué se refiere? ¿Por qué se disculpa conmigo?
Nico me gusta... quiero saber más!!!
unos capítulos más, porfaaaaa
Estoy encantada de leerte nuevamente 🤗
Voy leyendo todas tus novelas de a poco...
Dejo unas flores y pronto algún voto!!! por favor no dejes de actualizar, me gusta mucho como viene esta historia 💪♥️