Embarazo Después Del Adiós.

Dimitri había dejado la propuesta sobre la mesa con la misma claridad con la que siempre hablaba: en un mes, la colección que habían trabajado durante casi un año vería la luz en Roma. Era una oportunidad única, una de esas que definen carreras y, quizás, vidas enteras.

Daniela escuchó atentamente, asintiendo de vez en cuando mientras él le mostraba algunos bocetos finales en su tablet. Hablaban de telas, de invitados, de locaciones, de fechas... pero también de realidades.

—No quiero presionarte —dijo Dimitri al cerrar la carpeta digital—. Pero necesitamos confirmarlo en los próximos días. Sabes lo importante que eres para esta presentación.

Daniela cruzó las piernas, pensativa, con el ceño levemente fruncido.

—Lo sé... y me emociona la idea, de verdad. Pero no quiero comprometerme sin estar segura. Este viaje —hizo una pausa, mirando en dirección al pasillo donde dormían los gemelos— tenía otro propósito también. Necesito cerrar algunos capítulos antes de abrir otros.

Dimitri asintió con serenidad. La conocía demasiado bien como para insistir más.

—Lo entiendo —dijo con una sonrisa cálida—. Solo prométeme que lo pensarás.

Ella le devolvió la sonrisa, aunque un poco más apagada.

—Eso sí puedo prometerlo.

Ambos se levantaron casi al mismo tiempo. Dimitri tomó su abrigo del respaldo del sillón y se lo colocó con la elegancia despreocupada que lo caracterizaba. Al llegar a la puerta, se detuvo.

—Antes de volver a Roma... ¿te gustaría cenar conmigo? —preguntó sin rodeos, pero con una mirada suave—. Solo tú y yo. Como antes. Sin decisiones de por medio, sin compromisos.

Daniela lo miró, sorprendida por el matiz que escondían sus palabras. Dimitri nunca se había tomado libertades con ella. Siempre había estado ahí como un refugio seguro, un compañero leal. Pero esa noche, por primera vez, sintió que él también estaba dispuesto a arriesgar algo.

Y ella lo notó.

—¿Una cena en la que pueda olvidarme de todo por un rato? —respondió, con una media sonrisa.

—Exacto —dijo él, dándole un guiño sutil—. Roma puede esperar un poco más. Pero yo... no estoy seguro de que pueda hacerlo mucho tiempo más.

Las palabras quedaron suspendidas entre ellos, suaves pero contundentes. No era una presión, no era una confesión directa. Era apenas una insinuación... una señal de que si ella no tomaba una decisión, alguien más lo haría.

Daniela lo observó marcharse, cerrando la puerta con cuidado. Se quedó en el umbral unos segundos más, en silencio. Sabía que estaba llegando el momento de elegir no solo hacia dónde quería ir, sino con quién.

***

La casa estaba en silencio, salvo por el tic-tac del antiguo reloj de pared. Eloísa estaba en la sala, sentada con elegancia en uno de los sillones de terciopelo, tomando un té como si cada movimiento suyo tuviera siglos de refinamiento detrás. Daniela entró con paso firme, pero no podía ocultar la tensión en su rostro.

—¿Tienes un momento? —preguntó con voz medida.

Eloísa dejó la taza sobre el platillo con delicadeza, alzando la vista.

—Siempre lo tengo para ti, Daniela. ¿Qué ocurre?

La joven se sentó frente a ella, aún procesando todo lo que venía arrastrando ese día. Se sentía como si cada conversación fuera una pieza más del rompecabezas que intentaba armar: uno en el que debía ser madre, empresaria, hija, hermana... y ahora, otra vez, tal vez, pareja.

—Erick quiere que sus padres conozcan a los niños.

Eloísa asintió, sin sorpresa.

—Me lo imaginé. Ha sido inevitable desde el momento en que pisó esta casa.

—No me niego —dijo Daniela con un suspiro—. Pero no quiero que esto se convierta en una guerra. Ya fue suficiente con lo que vivimos cuando nos casamos. No quiero que mis hijos crezcan entre conflictos familiares.

Eloísa se acomodó en su asiento, entrelazando los dedos sobre su regazo.

—Entonces hay que poner las reglas del juego desde el principio —dijo con claridad—. Que vengan. Que vean a los niños. Pero esta vez, lo harán bajo nuestras condiciones. No permitiré ni una sola falta de respeto.

—¿Nuestras? —preguntó Daniela, arqueando una ceja con una mezcla de sorpresa y alivio.

—Daniela, estos niños llevan la sangre de los Montero y de los Torres. Pero también la mía. Y no pienso quedarme de brazos cruzados viendo cómo esos dos —los nombró sin mencionarlos— vuelven a envenenar lo que tú apenas estás intentando reconstruir.

Daniela sintió un nudo en la garganta. Eloísa no alzaba la voz, pero cada palabra suya era una sentencia.

—Quiero que estés presente cuando vengan —dijo Daniela—. Tú los vas a recibir. No quiero que esto parezca una súplica ni una concesión. Quiero que entiendan que están aquí porque nosotros lo permitimos.

Eloísa asintió lentamente, con una pequeña sonrisa.

—Lo haré. Pero también les hablaré claro. No me importa si son millonarios, influyentes o si creen que tienen derechos sobre estos niños solo por compartir apellidos. Los respeto como abuelos, pero si cruzan una sola línea contigo o con los pequeños... no volverán a pisar esta casa.

Daniela bajó la mirada, sintiendo el peso de la emoción subir por su pecho.

—Gracias, abuela.

—No me lo agradezcas, querida —respondió Eloísa, tomando nuevamente su taza—. Esta vez, tú tienes el control. Y si alguna vez dudas de eso, yo estaré aquí para recordártelo.