Isabella es la hija del Duque Lennox, educada por la realeza desde su niñez. Al cumplir la edad para casarse, es comprometida con el Duque Erik de Cork, un hombre que desconoce los sentimientos y el amor verdadero.
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CAPÍTULO 12 UNA DISCUSIÓN PERDIDA
El sol se hundía en las montañas, pintando el cielo con tonos carmesí y anaranjados, mientras el Rey Evan seguía enfrascado en una disputa con el Duque Erik por su acto de grosería.
La noche se avecinaba, fría y silenciosa, como la tensión que flotaba en el aire. Erik había terminado de asegurar la montura en los lomos de su caballo, Dior, un semental de pelaje oscuro y ojos inteligentes.
Sin perder un segundo, le dio especificaciones al Barón Joel para que la caballería estuviera lista, pues en cualquier momento partirían.
La frustración del Rey Evan era palpable; el muy canalla de Erik no había podido comportarse hasta el final. Le había parecido extrañamente manso al ponerse el traje de bodas, pero ahora comprendía la treta: el muy infame tenía todo listo. El día de su boda había sido elegido, sin duda, como el día de su partida.
El Rey Evan se sintió derrotado. No había nada que pudiera hacer. Ahora tendría que inventar excusas para los invitados en el banquete, explicar la ausencia del novio en su propia boda. Su ira se desvió hacia su hijo. "¿Cómo osas partir en medio de una celebración que involucra a la casa de Lennox?"
le reclamó. Se sintió traicionado por su propio hijo, quien también formaría parte de la caballería.
Miler, defendiéndose, respondió: "Majestad, desconocía las intenciones del Duque de Cork. Jamás realizaría tal atrevimiento". Y fijando sus ojos en Isabella, continuó: "Jamás haría tal afrenta contra la señorita Isabella."
Erik no pasó por alto el cariño detrás de las palabras del príncipe. Solo soltó una mueca burlona al verse en medio de un escenario que él consideraba un circo.
La vez anterior, había mencionado los sentimientos del príncipe hacia Isabella por puro desliz, para molestarle, pero hoy confirmó que tanta preocupación era, en realidad, un amor profundo.
Miler era el reflejo de la nobleza en su estado más puro, un hombre que no podía ocultar sus verdaderos sentimientos.
Para Erik, esto era un festín, una forma de burlarse de un amor prohibido, un juego de poder que, aunque no buscaba, le resultaba entretenido.
Isabella solo permanecía en silencio, sumida en sus propios pensamientos. Era como si el mundo se hubiera olvidado de ella, o como si ella se hubiera olvidado del mundo.
La incomodidad y los nervios la habían sumergido en un estado de letargo, y por instinto, su mano se había agarrado del ferreruelo de la armadura del Duque Erik, como si de ello dependiera su vida.
Era una necesidad de aferrarse a la única constante en medio de un caos inesperado.
El Rey, resignado, dio la bendición a la partida de los caballeros. Era consciente de que no podían demorarse; su gente los necesitaba, y esa era la razón y la excusa para haber apresurado la boda.
Le dio un abrazo a su hijo, y aunque deseaba abrazar a Erik, sabía que este nunca se lo permitiría.
Luego se acercó a Isabella. "Una joven dama ha terminado en el pantano y en medio de rufianes," suspiró. "Espero que los cielos sean amigables con vos... Me imagino que tenéis una conversación con vuestro esposo antes de partir. Así os dejo." Besó su frente y se retiró con la guardia real, dejando solo al Príncipe Miler y a los recién casados.
En todo el suceso, el Príncipe Miler no había quitado sus ojos de Isabella. Sabía que ella estaba incómoda, así que se ofreció a escoltarla fuera de las caballerizas. "Señorita Lennox, pronto partiremos y habrá mucho movimiento, así que la escoltaré fuera de las caballerizas si usted me lo permite."
Isabella no había alcanzado a pronunciar una sola vocal cuando el Duque Erik exclamó con una voz que no daba lugar a dudas: "El Príncipe Miler no debe preocuparse por asuntos de otros. Más bien, debería ir a revisar que todo ande bien entre los caballeros, además de que esté lista la carga de guarniciones en las carrozas."
El Príncipe Miler notó la hostilidad en las palabras del duque, como si este hubiera descubierto su corazón.
Pero no parecía enojo el conocer sus sentimientos por Isabella; era un festín para él, una manera de burlarse de su amor prohibido.
Isabella, por su parte, no parecía comprender la riña entre estos dos hombres. Se sentía cansada y agotada. Para ella, era más fácil resolver un problema matemático que las discusiones entre varones. Para apaciguar la disputa, expresó: "Su Majestad el Príncipe, agradezco vuestra sincera preocupación... No dejéis de ser diligente y compasivo." Aquellas palabras, tan sutiles como una brisa, eran un claro mensaje: no buscaba irrespetar al Príncipe, sino mantenerse en un punto neutro.
Erik no parecía interesado en los amores de nadie; para él, era una pérdida de tiempo. Aunque tampoco permitiría que un perro lamera un hueso que no le pertenece, su esposa había logrado librarse de la situación con un decoro admirable.
El Príncipe Miler comprendió las intenciones de Isabella, así que, para no causarle más problemas, se retiró, no sin antes manifestarle que en la casa real siempre sería bienvenida.
El Príncipe ya se había alejado lo suficiente. Erik, que había estado cepillando el pelaje de Dior, se volteó hacia Isabella. "Isabella... ya puedes soltar," le dijo.
Ella, desconcertada, fijó su mirada en él, y este le señaló su mano derecha. Isabella bajó la mirada y vio que una gran parte del ferreruelo de Erik estaba atrapada en su mano, formando una bolita. La soltó rápidamente, preguntándose en qué momento lo había hecho. Su mal hábito, que había abandonado hace años, había regresado.
Isabella de niña había tomado por costumbre hacer bolitas con las telas de su vestido cuando estaba nerviosa. La exigencia de su madre, con el anhelo de que su hija destacara en la sociedad, era insoportable. Al terminar las lecciones en el palacio, debía seguir con las de su madre en casa.
Tenía diferentes tutores que exigían que la joven no tuviera errores ni manifestara inconformidad. Esa era la presión impuesta por su progenitora. Su única manera de escape era usar su mano sobre sus vestidos, formando bolitas inconscientemente. Era una forma de liberar la tensión y el estrés. Pero este mal hábito había sido dejado atrás hace años.
Hoy, en medio del caos, había regresado, lo que la hizo sentir aún más frustrada consigo misma.
Erik no le dio importancia a la situación. Tomó las riendas del caballo, guiándolo hacia la salida de las caballerizas. Isabella, sin saber qué hacer, se quedó allí, inmóvil. Erik no había dado más de diez pasos cuando se volteó y le dijo: "¿Acaso pensáis seguir aquí?"
Isabella tomó de un lado su vestido y lo alzó un poco para ir detrás de su esposo. Pero a medio camino, su zapato se quedó atorado en el fango. No sabía qué hacer, ni qué decir. Se sentía acusada por las miradas de todos los hombres a su alrededor.
Erik soltó las riendas del caballo y se acercó a ella. Sin darle tiempo de asimilar lo que estaba ocurriendo, la rodeó con sus brazos por debajo de su trasero, alzándola hasta su cintura. Ella, al sentirse por los aires, se aferró a sus hombros en un frenesí de pánico. Solo deseaba desaparecer, la vergüenza era inmensa. Jamás había tenido tanta cercanía con un hombre, ni mucho menos ese tipo de intimidad en medio de tantas personas.
Erik dio la vuelta, la sentó en la silla de su caballo y le dijo: "No le tengáis miedo, es un buen crío, y parece que le agradáis." Acto seguido, se alejó para tomar la zapatilla que estaba enterrada en el fango. La limpió y se la colocó. Luego, tomó las riendas de Dior y prosiguió su camino.
Todos los caballeros que estaban organizando su equipaje y alistando sus caballos no perdían ningún detalle de lo que ocurría. Era la primera vez que veían al duque tratar a una mujer con tanta compasión. Algunos pensaban que estaban verdaderamente enamorados.
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