“Mi niña. Una guerrera. Renaciendo.”
Esta no es solo una novela.
Es un grito ahogado convertido en palabras.
Es la historia de una mujer que fue rota…
Charrill no es solo un personaje.
Es cada mujer que ha callado.
Que ha llorado en silencio.
Que ha sentido que no vale nada…
Que ha perdido las esperanzas…
Esta historia duele.
Esta historia también sana.
Es para ti, que alguna vez pensaste rendirte.
Es para ti, que aún luchas por levantarte.
Acompáñame en este renacer.
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11. Sus verdugos.
POV Gerónimo
Veo a mi esposa por unos segundos y siento que podría caerme en cualquier segundo. Ella apenas me habla y eso me destroza.
Es Roqui quien me pone en contexto rápido, directo, como es él: sin filtros, sin anestesia.
El dolor en su expresión y el nudo en su garganta con cada palabra me atraviesan como un puñal. La situación con mi ahijada es mucho más grave de lo que imaginé.
Los surcos de lágrimas le han retirado el maquillaje, dejando al descubierto lo que el silencio intentó ocultar: los golpes. Su rostro es un mapa de moretones. Algunos frescos. Otros, ya desapareciendo. Todos, una maldita evidencia de lo que ha vivido.
Y por hombre que soy… me siento resquebrajar. Siento que se me parte el alma. Que el aire me falta. Que se ahoga en la garganta y no llega a los pulmones.
Sé que esto le remueve a Marla heridas viejas. Cicatrices que jamás cerraron del todo. La conozco. La forma en que aprieta los puños, la tensión en su mandíbula, el brillo opaco en sus ojos... es como si reviviera cada segundo de su propio infierno.
Cuando la veo en la sala de la embajada, lo único que quiero es correr a abrazarla, envolverla, prometerle que todo estará bien… pero su mirada me lo impide.
No hay espacio para el consuelo.
En sus ojos solo hay una súplica silenciosa: ayúdala a ella.
Mi pequeña ahijada… se ve rota. Como un conejito asustado, temblando en un mundo que ya no reconoce.
Frágil.
Vulnerable.
Como si el alma se le hubiese salido del cuerpo y solo quedara el cascarón.
No hay luz en sus ojos.
No hay voz en su garganta.
Solo el vacío.
Y entonces lo entiendo. Mi misión no es solo sacarla del país. Es rescatar lo que queda de ella. Proteger esa chispa que, aunque débil, aún no se ha apagado del todo.
Cuando se desmaya, la tomo en brazos sin dudarlo. Ya estaba preparado. Tengo al equipo médico junto a mí, esperando, alerta, como una extensión de mi voluntad.
La llevo a la habitación que me asignaron por esos días en la embajada. Allí la acomodo con suavidad sobre la cama.
La doctora, una psiquiatra especializada en traumas complejos, se inclina de inmediato para revisarla. Es la misma que me acompaña a la conferencia sobre violencia contra la mujer y trata de blancas. El destino nos la puso aquí, hoy, por una razón.
—La he sedado —dice con voz firme—. Su cuerpo necesita descanso. Pero, sobre todo, su mente. Sus ojeras profundas me dicen que no ha dormido bien en días… quizá semanas.
El silencio se llena de impotencia. Todos tenemos el corazón atravesado. El dolor en el ambiente se puede cortar con un cuchillo.
—Díganos, doctora… ¿qué hacemos ahora?
—Por lo que me han dicho, ella necesita tratamiento intensivo. Terapia constante. Mi recomendación es internarla. Ha perdido completamente la autoestima. No se ve valiosa, no cree que merece otra vida. Y eso es lo más peligroso. Alejarla físicamente del entorno es un primer paso… pero lo más difícil apenas comienza.
—Eso no está en discusión —interviene Marla, cortante, tajante, con la fuerza de una mujer que también sobrevivió—. Hoy mismo sale del país. No voy a permitir que sea una cifra más. No esta vez.
La doctora asiente con gravedad.
—Lo comprendo. Y lo apoyo. Las estadísticas son brutales: el 90 % de las víctimas regresan con su agresor. Y muchas… no sobreviven.
Roqui da un paso al frente. La voz le tiembla, pero sus palabras cortan el aire como un látigo:
—Tiene que ayudarnos, doctora. Es solo una niña… hermosa, noble, inocente… ¿cómo es posible que haya caído en las garras de ese malnacido?
La doctora lo mira con compasión, pero también con la crudeza de quien ha visto esta historia repetirse demasiadas veces.
—Porque no hay una razón específica. No hay un perfil único. A veces, simplemente pasa. El abuso psicológico es como una telaraña. Al principio no se nota. No duele. No pesa. Hasta que un día, ya no puedes moverte. Y cuando eso ocurre, hasta el daño se vuelve costumbre. Algo habitual como respirar…
Nos mira a todos, como si nos preparara para una guerra silenciosa.
—Prepárense. Habrá momentos en los que ella querrá volver con él. Los verá a ustedes como sus verdugos. A él como la víctima. Es parte del trauma. Como una adicción. Solo que, en lugar de droga… se engancha al dolor. A la dependencia emocional que tiene.
—Estamos dispuestos a pasar por eso —afirmo, con la voz firme y el alma en ruinas—. No hay opción. No para mí.
—Entonces deben estar preparados para resistir. Para no ceder ante los chantajes emocionales. Para no flaquear… porque si ustedes se quiebran, ella también lo hará.
La doctora respira hondo, cargando el aire con pausa, como si nos ofreciera un momento para recomponernos… antes de asestarnos una nueva estocada.
Nuestro dolor, no es lástima. En dolor que arde, punzante, como si nos azotaran con látigos de acero, desgarrando la piel sin compasión ni tregua.
—Ella es una víctima. Su cuerpo sanará mucho antes que su mente… y muchísimo antes que su alma. Y esa parte… la invisible, la que no sangra pero duele, es la más difícil de reconstruir.
La psicóloga nos observa, luego baja la mirada hacia ese pequeño cuerpo dormido. Tan indefensa. Tan rota.
—Ahora mismo, ella ve a su agresor como su salvador. Y eso, señor Báez, es lo más peligroso de todo.
Y en ese instante, lo entiendo.
El verdadero infierno no son los golpes.
No es el dolor físico.
Es el miedo disfrazado de amor.
Es ese veneno lento que te convence de que mereces la miseria.
Que no vales nada más.
Que solo eso te toca.
Y juro, por lo que más amo en esta vida, que no pienso permitir que ese monstruo la destruya.
No mientras yo respire.
(…)
Días después.
La enfermera me informa que ha despertado y que puedo pasar a verla.
Llevo en mis manos una bolsa con un cuadernillo de diario, crayolas, una foto de su madre y su hermano. También hay fotos de nosotros junto a Marla y mi hijo Junior. Cartas de cada uno de los miembros de la familia, llenas de buenos deseos.
Al ingresar, la veo buscando su ropa.
La habitación huele a desinfectante, pero ella, entre esas paredes blancas y frías, escarba entre cajones como si pudiese encontrar la libertad en un pantalón arrugado.
—Nena, ¿qué pasa?
—Padrino, no me pueden retener aquí… debo regresar junto a Martín… él me necesita. Yo debo pagarle a Parmenio… ese hombre es peligroso y le puede hacer daño. Yo lo amo —solloza, pero en sus palabras siento el miedo que se le escapa.
Dios… me siento flaquear. Pero no puedo. La psiquiatra nos preparó para esto.
Me acerco y le tomo la mano con suavidad.
—Nena, ¿qué tal si le das un abrazo a tu padrino? Hace tiempo que no te veía y hoy solo quieres abandonarme… ¿Acaso me dejaste de amar? Siempre me decías que era como tu papá, ¿no? ¿Qué pasó? ¿Te acuerdas cuando decías que yo te cuidaba mejor que nadie?
Utilizo la psicología que la doctora me pidió que usara. Para ella, yo soy su figura paterna.
Ese lazo fuerte.
Seguro, que le genera respeto.
Debo usar eso a mi favor.
Ella baja la cabeza. Su rostro se tiñe de carmesí.
—Perdona, padrino… soy una tonta. Solo digo estupideces. Martín tiene razón… debo mantener la boca cerrada.
"¡Maldito hijo de puta!" reniego al desgraciado en mi mente.
Ese perro me las va a pagar. Cada vez que ella dice su nombre, a pesar de las marcas en su cuerpo, siento el estómago revolverse.
La doctora nos mostró las fotos de la tortura a la que fue sometida.
En su boca ha perdido tres piezas por los golpes. Su nariz presenta una desviación del tabique nasal. Su mandíbula tiene una fisura por esa misma causa…
Su espalda está lacerada por latigazos. Sus piernas y brazos, cubiertos de moretones y huellas de quemaduras de cigarrillo.
Su cuerpo parece el mapa de un tormento que nadie debería conocer.
Su zona íntima está destrozada… El maldito la violaba sin compasión.
Sus pechos… Dios… también fueron marcados por su crueldad, con moretones, mordidas, cicatrices que no solo son de carne, sino del alma.
Ella es una historia silenciosa y dolorosa. Y yo tengo que guardarme todo, tragarme el llanto, para no romperme frente a ella.
Respiro hondo, llamando a la calma. Aprieto los puños. Exhalo el aire contenido en mis pulmones y, como el mejor actor, le regalo una sonrisa cálida.
—No, bebé… tú eres una mujer muy inteligente —tomo su mano despacio, tratando de brindarle confianza.
Ella mira al techo, con los ojos llorosos.
—Padrino… ¿Tú crees que tengo una oportunidad? ¿Qué pueden reparar a una mujer defectuosa y sucia como yo? ¿Alguien rota… que ya nadie querría tocar…?
(…)
Solo sin palabras… Leo sus comentarios.
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