El santuario cobró vida con un resplandor etéreo. Hongos bioluminiscentes brillaban en el suelo, derramando tonos azulados y verdes sobre la hierba húmeda. Las enredaderas se enroscaban en los troncos de los árboles como si respiraran con la tierra misma. El aire tenía un peso diferente, cargado con un poder antiguo y primigenio.
A medida que avanzaban, el silencio se tornó reverencial. Incluso Jarlen y Claus, acostumbrados a enfrentarse a las sombras y a la brutalidad del mundo, sintieron la necesidad de moverse con cautela. Algo aquí estaba despierto. Algo los observaba.
De entre las raíces y el musgo, emergió una entidad de aspecto antiguo. Su piel parecía formada por corteza y piedra, sus extremidades eran largas y nudosas como las ramas de un árbol marchito. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una luz blanca intensa.
Terra.
El guardián del santuario. Un ser nacido de la tierra misma, antiguo como las raíces del mundo. Su forma era encorvada, como si llevara siglos cargando el peso de su existencia.
Los hongos a su alrededor pulsaron con un brillo más fuerte cuando habló, su voz profunda como el temblor de la montaña.
—Ivonne Bellarose.
Ivonne sintió un escalofrío recorrer su columna. Su nombre en boca de Terra sonaba como un eco de algo que siempre había estado ahí, esperando.
—¿Cuanto has crecido? Eres la viva imagen de Esmeralda Bellarose. —Los ojos de Terra la atravesaron con una mirada que parecía ver más allá de la piel. —He esperado mucho este día.
Ivonne respiró hondo y dio un paso al frente, con el corazón golpeando su pecho.
—Necesito respuestas. Sobre mi madre y que relación guardaba con la persona que domina el cuervo de Carrión.
Terra la miró fijamente, encontrándose con una mirada fría como el invierno uno que parecía ser duro y cruel pero a la vez hermoso y tranquilo. Cuando habló, su voz resonó en el aire como si viniera de todas partes a la vez.
—Jerico Carrión no es un enemigo cualquiera... —la pausa fue letal—. El es el hombre que domina al Cuervo... y es tu padre.
El mundo pareció volverse del revés.
Ivonne sintió como si el suelo desapareciera bajo sus pies. El eco de esas palabras retumbó en su mente, sofocando todo lo demás.
—Eso no puede ser... —susurró. Pero en lo más profundo de su ser, algo encajaba de manera aterradora.
Terra continuó, su voz inquebrantable como la roca.
—Esmeralda hizo un pacto conmigo para protegerte, —continuó Terra— .Ellos lo habían decidido así desde que eras pequeña.
Ivonne apretó los puños. Su madre, que había sido un refugio de amor y miedo, había escondido tanto.
—Esmeralda amó a Jerico desde el primer momento en que lo vio... incluso cuando él sacrificó su humanidad por poder. Aún así, lo amó. De esa unión naciste tú.
El corazón de Ivonne latía con fuerza. Era demasiado. Demasiado oscuro. Demasiado real.
Terra la miró con tristeza.
—El fruto de un mago consumido por el espíritu del caos y una bruja inexperta con afinidad con la naturaleza.
Las palabras pesaron en su alma.
—Este es el resultado—La entidad sentada entre las raíces la señaló y cerró sus ojos como si sus palabras fueran una sentencia. —Tu Ivonne. Y por desgracia, no eres solo la hija de una bruja y un mago. No eres solo el fruto de un amor condenado por el poder.
El espíritu la analizo por un momento. —No, tu eres a lo que yo llamaría una verdadera mestiza.
Ivonne frunció el ceño, confundida.
—¿Una verdadera mestiza?
Se giró hacia Violeta, buscando respuestas en su mirada, pero ella solo se encogió de hombros.
Su conversación visual con Violeta fue interrumpida por un extenso suspiro proveniente de Terra.
—Así que tu madre no te explicó nada. —Terra volvió a suspirar agotada por siglos de conocimiento. —Escucha bien. Los magos y brujas nacen cuando la magia se cruza con la humanidad. Pero tú... tú eres diferente. Eres el resultado de dos mestizos. Una verdadera fusión.
—Tu poder no está en las palabras, como los demás. Está en tus ojos, en tu corazón. Eres una observadora. Puedes ver y manipular almas.
Terra hizo una pausa, su voz cargada de tristeza.
—Tus padres eran dos idiotas y aunque lo sabían, no te explicaron nada. —Terra abrió sus ojos y su seño se frunció mientras miraba a Ivonne. — Ambos te amaron, pero con el tiempo, Jerico creyó que el hecho de que ustedes estuvieran bien no era suficiente. No, pensó que necesitaban protección. Así que tu madre hizo un pacto con la mismísima tierra para que te cuidara... Un pacto para que yo te cuidara.
El aire se espesó con la gravedad de las revelaciones.
—Pero con los años, eso no le pareció suficiente a tu padre. Quería tenerlas, encerrarlas, asegurarse de que nadie les hiciera daño. El no quería perderlas. Esmeralda se dio cuenta de que eso ya no era amor. Estaba rozando el borde de la locura y la obsesión.
Ivonne sintió su pecho oprimirse. Algo dentro de ella se rompía, como piezas de un rompecabezas torcido encajando en su lugar.
—Eso hizo que tu madre escapara. Jerico las buscó durante años, pero nunca pudo encontrarlas gracias a que Esmeralda me rogó ocultarte, abogando al pacto que hicimos. Tras la muerte de tu madre, mi pacto con ella ya no pudo continuar. Yo ya no puedo protegerte. Y por lo que veo él pudo encontrarte.
Silencio.
Las palabras flotaban en el aire, suspendidas como un hechizo antiguo. Ivonne sintió una verdad más grande formándose en su mente.
Los ojos de Ivonne se llenaron de lágrimas. Su madre le había ocultado todo.
La verdad.
Su origen.
Su destino.
Sus piernas temblaron, y Jarlen la sostuvo con fuerza, su rostro endurecido por la gravedad de la revelación. Pero en sus ojos negros brillaba algo más profundo: preocupación y una silenciosa promesa de protección.
—Ivonne... —susurró, su voz baja, casi temerosa de romper la delicada tensión del momento.
Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar, mientras su respiración se hacía más pesada.
Claus frunció el ceño, su mandíbula apretada. —Si es así, deberemos movernos a un lugar más seguro. Donde no pueda encerrarte.
Violeta, que hasta entonces había permanecido en silencio, colocó una mano en el hombro de Ivonne. —Estaremos bien —susurró, aunque ambas sabían que el peligro no pasaría tan fácil.
Esto no era solo una revelación.
Era un presagio.
Y en el fondo de su mente, Ivonne escuchó el eco de una risa profunda y familiar. Un sonido que heló su sangre.
—Deben irse. —La voz de Terra fue un susurro urgente, cargado de un poder antiguo. —Él está aquí. Y yo ya no puedo cuidarte. Debes encontrar tu propio poder, Ivonne.
El corazón de Ivonne latió con fuerza, cada latido resonando en su pecho como un tambor de guerra. —¿Cómo? ¿Cómo puedo encontrarlo? ¿Qué debo hacer? —La desesperación se filtró en su voz.
Terra la miró con una mezcla de tristeza y determinación. —Para vivir, debes hacer lo que hacen las brujas y magos. Debes forjar un pacto con una criatura que comparta afinidad con tu magia. Solo así serás más fuerte.
Ivonne se volvió hacia Violeta y Erasmos, buscando respuestas, apoyo o alguna señal de lo que debía hacer. Violeta sostuvo su mirada, asintiendo lentamente.
De pronto, la tierra tembló bajo sus pies. Jarlen dio un paso al frente, en posición de defensa, sus músculos tensos.
—Ya no pueden estar aquí. Deben partir. —La voz de Terra se hizo más grave, cargada de urgencia.
—¡Espera! —protestó Ivonne, queriendo entender más, hacer más preguntas. Pero antes de que pudiera decir algo más, Terra soltó un soplido profundo.
Los hongos a su alrededor brillaron intensamente y liberaron un humo espeso que los envolvió en un abrazo denso y cálido.
En un instante, el mundo desapareció.
Cuando el humo se disipó, Ivonne, Jarlen, Claus y Violeta se encontraron de pie en el claro que marcaba el inicio del santuario. El eco de la risa aún resonaba en su mente, un recordatorio de que el peligro no había terminado.
Ivonne, con el corazón aún palpitante, cerró los ojos por un segundo.
El bosque, que antes susurraba con vida, se tornó en un abismo de sombras y susurros inquietantes. El aire se volvió denso, cargado de electricidad estática, como si la misma naturaleza contuviera la respiración.
De pronto, el camino se cerró.
Una figura se alzó frente a ellos.
Jerico.
Alto. Imponente. Vestido con una túnica oscura que parecía moverse con su propia voluntad. Su cabello, negro como la noche, caía en mechones desordenados sobre su rostro cincelado, y sus ojos, dos abismos de un naranja incandescente, los observaban con una calma que helaba los huesos.
Pero no era su apariencia lo que hizo que Ivonne sintiera su cuerpo tensarse hasta el borde del colapso.
Era su presencia.
Una energía oscura se retorcía a su alrededor como una criatura viva, extendiendo zarcillos invisibles que hacían que el aire vibrara con una intensidad sobrenatural. No era magia común. Era algo más profundo. Más antiguo.
Ivonne sintió un escalofrío trepar por su espalda, y con él, un destello de recuerdos dolorosos: la mirada cansada de su madre, la voz temblorosa rogándole que nunca se acercara a la oscuridad que la acechaba, las noches en vela temiendo lo que podría venir. Su garganta se cerró con un nudo de rabia y miedo mezclados.
No había necesidad de preguntar. Lo sabía.
Jerico sonrió. No una sonrisa burlesca o cruel, sino una calma inquietante que era peor que cualquier amenaza.
—Ahora lo sabes, ¿verdad?
—Jerico—susurró con rabia, el nombre se le escapó como un veneno.
Su voz era profunda, hipnótica, con un timbre que se deslizaba por los sentidos como un veneno dulce.
—¿Así saludas a tu padre? —Dijo Jerico con falsa indignación.— No soy un enemigo, Conejita. Soy tu sangre. Tú eres mi legado.
El corazón de Ivonne latió con fuerza, como si intentara liberarse de una prisión invisible. Su mente gritaba negación, pero su cuerpo parecía congelado por el peso de esa verdad abominable.
Jarlen se interpuso al instante, su postura protectora, casi animal. Sus ojos rojos ardían con una furia silenciosa, los músculos de su mandíbula marcados por la tensión, cada fibra de su ser lista para destrozar a quien osara acercarse a Ivonne.
—No intentes acercarte a ella.
Violeta, Claus y Erasmos también reaccionaron de inmediato, adoptando posiciones de combate. Violeta conjuró un fuego azul que danzaba en la palma de su mano, reflejándose en sus pupilas como un augurio de destrucción, Erasmos a su lado parecía listo para atacar en cualquier momento. Claus no necesitaba armas. Su mera presencia bastaba para amenazar, y sus ojos se estrecharon con una promesa silenciosa de violencia si se atrevía a acercarse.
Pero Jerico no atacó.
Ni siquiera parecía alterado; al contrario, parecía divertirse ante la escena.
Solo levantó ambas manos en señal de rendición, con una sonrisa burlesca dibujada.
—No he venido a luchar. No todavía. —Dijo con una calma perturbadora y hasta juguetona.— Vengo a hablar con mi pequeña hija.
—No quiero escuchar nada de lo que tengas para decirme. —La mirada de Ivonne era fría y airada. El odio por aquel que había hecho que su madre viviera oculta por el resto de su vida era casi palpable.
Su mirada se posó en Ivonne, intensa, abrumadora.
—No quieres... —dijo señalando a Ivonne con su dedo índice.— Pero me tendrás que escuchar.
Jerico señaló el suelo y, de la nada, un dolor intenso hizo que Ivonne se arrodillara. Un fuego abrasador se encendió en su tobillo derecho, consumiendo la ropa y el zapato.
Jarlen volteó a verla alarmado y, al intentar apagar el fuego con sus propias manos, el dolor se disparó a través de su piel, dejándolo impotente. La furia se mezcló con el miedo en sus ojos, frustrado por no poder protegerla.
El dolor pasó dejando una marca en forma de grillete alrededor del área quemada, como si un hierro al rojo vivo la hubiera perforado. El grito quedó atrapado en su garganta mientras su visión se nublaba por el dolor.
En medio de la agonía, la imagen de su madre, abrazándola con ternura en la oscuridad, le devolvió por un momento un destello de paz, justo antes de ser arrastrada nuevamente al abismo del dolor. Su madre susurraba su nombre con miedo y amor, pidiéndole que jamás se rindiera, implorándole perdón por no haberse dado cuenta de lo que les habían hecho.
—Por años había dejado abierta la jaula de mi pequeño conejo, pero he decidido jalar tu correa. —La voz de Jerico resonó en su mente como una sentencia ineludible.
Y entonces, algo en su interior gritó, no de miedo, sino con la furia de una tormenta ancestral despertando de un largo sueño.
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