Su respiración se aceleró por instinto, y su cuerpo entero se tensó. Esa aura era como nada que hubiese sentido antes: pesada, venenosa, cargada de una malicia tan pura que parecía desgarrar el alma.
—¿Qué… es esto? —murmuró Leon, su voz casi inaudible mientras sus ojos se abrían tratando de buscar la causa.
Finalmente, detrás del ser del bajo astral, la vio: una figura alta y amenazante, envuelta en sombras. La figura llevaba un sombrero de copa, y su silueta parecía ondular levemente, como si su cuerpo no estuviera completamente anclado en este mundo. Sus ojos, si es que podían llamarse así, eran dos orbes brillantes y rojos que irradiaban odio puro.
—Hatman…— repitió Leon en un tono bajo, cargado de incredulidad y en el siguiente parpadeo, la figura desapareció.
Para alguien con los reflejos de Leon, acostumbrado a medir incluso los movimientos más veloces, esto era imposible. Hatman apareció de repente a su lado, su presencia tan inmediata y abrumadora que la piel de Leon se erizó al instante. Antes de que pudiera reaccionar, la postura de Hatman cambió. Era como si sus movimientos no fueran fluidos, sino imágenes congeladas, cada uno revelando un momento distinto en el tiempo.
Leon lanzó un golpe directo, su instinto de combate guiando cada fibra de su cuerpo. Pero el golpe pasó a través de Hatman, cortando el aire como si no estuviera allí. Entonces vino el contraataque.
El puño de Hatman, o al menos lo que parecía ser su mano, golpeó directamente el rostro de Leon con una fuerza devastadora. Fue un impacto seco y resonante, como si un martillo invisible lo hubiera alcanzado. El golpe fue tan fuerte que hizo que Leon cayera de rodillas, sintiendo cómo su visión se volvía borrosa por un instante. Antes de que Leon pudiera levantarse del todo, Hatman estaba nuevamente lejos, varios metros de distancia, junto al portal deformado que emanaba estática. El ser del bajo astral aprovechó la distracción y se arrastró hacia ese portal, como si supiera que era su única salida.
Leon se levantó tambaleante, limpiándose la sangre que goteaba por la comisura de sus labios. Su mirada era intensa, cargada de determinación. Observó cómo el ser del bajo astral cruzaba el portal pero este era diferente, como una puerta distorsionada por estática, su cuerpo desapareciendo entre la estática distorsionada.
Pero lo que realmente lo enfureció fue la calma con la que Hatman permanecía al lado del portal, como un centinela oscuro que controlaba la entrada. Con una mueca de fastidio, el puño comenzó a brillar nuevamente, esta vez con una luz aún más intensa. El aire a su alrededor vibraba con la energía acumulada.
—Antares — gritó, lanzando su ataque con toda su fuerza. La explosión de luz iluminó toda la zona, cegando momentáneamente incluso a Meave y Pax, quienes desde la distancia se observaba como forcejeaban.
Pero Hatman no se movió.
El haz de luz se dirigió hacia él, una fuerza imparable cargada de energía devastadora. Sin embargo, en el momento crítico, Hatman simplemente permaneció allí, inmóvil, su postura casi desinteresada.
El impacto debería haber sido suficiente para borrar cualquier cosa de la existencia, pero cuando la luz finalmente se disipó, Hatman seguía allí, intacto.
La luz de Antares atravesó su cuerpo como si no fuera más que una proyección de sombras. Y entonces, como si se burlara de la situación, Hatman giró ligeramente la cabeza, observando a Leon con esos ojos de odio inhumano.
De vuelta con Meave y Pax.
Meave, por su parte, estaba enfrascada en una lucha desesperada contra Pax. La rubia peleaba con una ferocidad salvaje y desgarradora. Meave había logrado inmovilizarla parcialmente utilizando sus hilos de sangre, que brillaban con un carmesí intenso mientras se extendían como finas redes alrededor del cuerpo de Pax. —¡Deja de resistirte, Pax! ¡Esto no eres tú!— gritó Meave, intentando contenerla.
Los hilos se habían incrustado profundamente en la piel de la rubia, creando cortes finos que comenzaban a teñir su ropa de rojo. Pero Pax, con la mirada nublada y una determinación ciega, se aferraba con todas sus fuerzas, empujando contra las ataduras y haciendo que los hilos se hundieran aún más en su carne.
—No… lo voy a perder… otra vez… —murmuró Pax con una voz rota, entrecortada por sollozos reprimidos y a medida que esas palabras salían de su boca, la rubia comenzó a liberar un aura más densa, oscura y peligrosa, como si toda su desesperación y conflicto interno tomaran forma alrededor de ella. El aire a su alrededor se volvió pesado y opresivo, cargado de una energía que parecía resonar con el bajo astral. Sin siquiera darse cuenta, Pax había comenzado a abrir más portales. Uno tras otro, comenzaron a emerger de forma caótica, desgarrando el espacio con grietas oscuras de donde se filtraban ráfagas de energía negativa y ecos de susurros inhumanos.
Los portales se desplegaron con tal rapidez que tomó a todos por sorpresa, incluso al propio ser del bajo astral, que se detuvo momentáneamente, como si estuviera evaluando la situación.
—¡¿Pero qué… qué está pasando?! —exclamó Meave, entre atónita y alarmada, mientras observaba los portales expandirse como un cáncer por todo el campo.
Por instinto, Meave soltó los hilos que la ataban a Pax y dio un salto hacia atrás, evaluando la amenaza creciente. Sin embargo, en ese momento, Pax, ahora completamente consumida por su obsesión, salió corriendo directamente hacia el ser. —¡No! — gritó Meave, reaccionando con rapidez.
La pelirroja se impulsó hacia adelante, y en un movimiento decidido embistió a Pax. La tomó por la cintura y ambas cayeron al suelo rodando. El impacto fue duro, y ambas giraron un par de veces sobre el suelo.
A pesar de la confusión del momento, Meave no soltó a Pax ni por un segundo. Con una sorprendente fuerza y movimientos ágiles, logró posicionarse sobre ella. La pelirroja se sentó sobre Pax, inmovilizándola con su peso mientras utilizaba una de sus piernas para bloquear las de la rubia. Sus manos, rápidas y firmes, tomaron los brazos de Pax, sujetándolos contra el suelo con fuerza.
—¡Cálmate de una maldita vez, Pax!—gritó Meave con severidad. Pax solo contestó con gemidos, forcejeando con desesperación bajo el control de Meave. Su cuerpo temblaba, sus músculos se tensaban, y sus ojos, llenos de lágrimas, parecían reflejar tanto el dolor como la confusión interna que la carcomía.
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