Un denso bosque circundaba el pequeño pueblo, sus árboles centenarios erigiéndose como guardianes silenciosos. En el corazón de este paraje, se erguía la mansión Blackwood, una construcción gótica que desafiaba el paso del tiempo, poseía una aura pesada.
Sus ventanas, estrechas y puntiagudas, parecían ojos vacíos que observaban el mundo con una fría indiferencia. Meave y Leon se encontraban en el patio trasero, un espacio amplio y descuidado donde la hierba crecía salvaje.
Ella, sentada en el césped húmedo, miraba fijamente al suelo, mientras él se apoyaba en sus rodillas, su mirada perdida en la lejanía. Un pesado suspiro escapó de los labios de Meave al tiempo que volvía la cabeza para encontrarse con los ojos de Leon.
—¿Está bien que le dejemos todo el trabajo a ella? —, preguntó Meave, su voz cargada de duda. Los gruesos muros de piedra de la finca amplificaban el eco de sus palabras, creando una atmósfera opresiva.
—Está bien, ya hemos pasado más de una semana limpiando este lugar, además, Agnes es la mejor en caso de hechizos y maldiciones—, respondió Leon con una voz más firme de lo que sentía.
Sin embargo, un escalofrío recorrió su espalda al pensar en las antiguas leyendas que rodeaban a la finca.
—Vamos, quizá necesita algo— sugirió Meave, levantándose con un esfuerzo. Se dirigió hacia las escaleras de piedra, sus pasos resonando en el silencio de la mansión.
—Llevamos como 2 días seguidos limpiando esto, ¿no?— agregó, tratando de disimular su cansancio.
—Así es— respondió Leon, siguiéndola de cerca. —Quieres irte a descansar un poco o...
—Todavía puedo seguir— afirmó Meave con determinación, aunque sus ojos reflejaban un agotamiento evidente. Los círculos oscuros bajo sus ojos y su palidez revelaban el agotamiento que la consumía.
Habían pasado diez días encerrados en aquella mansión maldita, luchando contra una fuerza oscura que parecía multiplicarse con cada hora que pasaba y parecía que cada vez que dejaban el lugar estaría repleto de entes nuevamente, asi que se encomendaron a la tarea de acabarlo sin dejar al menos uno de ellos el lugar.
Sin embargo, el cansancio comenzaba a hacer mella en ellos y la esperanza se desvanecía lentamente.
—No podemos seguir así—, dijo Meave, su voz apenas audible sobre el grito de entes.
Descubriendo poco después que no era una simple infestación, ahora estaban convencidos, gracias a la ayuda de Coralie, de que una maldición en este lugar estaba puesta.
Siendo así que, aunque Leon era capaz de mantenerlos a raya, fue que terminaron llamando a Agnes, una onironauta de primera clase, para ser exactos, una clase S experta en maldiciones.
—Está bien, pero en cuanto nos actualice Agnes, sal un momento, descansa y come algo.
Meave miró a Leon pero no tuvo la fuerza para replicar ya que realmente tenia hambre asi que solo se limitó a suspirar y seguir caminando por el pasillo hasta que llegaron a una puerta de madera, con sus incrustaciones de metal oxidado, parecía resistir el paso del tiempo.
La manija, fría y húmeda al tacto, crujió al girarla. Meave y Leon se miraron un instante, sus ojos llenos de cautela.
—¿Está todo bien?—, preguntó Meave.
—Si... parece que ocurre algo del otro lado y parece que con mucha urgencia. Saldré un momento.
—Claro... entonces me adelanto con Agnes.—
Las palabras de Meave se perdieron en el eco que resonaba en el pasillo mientras Leon se desvanecía en una cortina de niebla.
Un instante después, la realidad se distorsionó a su alrededor y el mundo se volvió líquido, ondulando como un espejo roto. Cuando la visión se aclaró, Leon se encontró en un cuarto blanco, en posición de loto, sobre un cojín, estaba amueblado con escasos elementos. El hombre se levantó y se estiró antes de buscar una camisa cuando volvió a escuchar golpes en su puerta.
—¡YA! ya voy.
Leon se acababa de vestir y cuando estuvo a punto de abrir la puerta fue tocada con desesperación, pero Leon abrió interrumpiendo el golpeteo y se encontró cara a cara con ella, la rubia de los ojos intensos que tanto lo había perturbado en el pasado.
La última vez que la había visto, había sido en circunstancias muy diferentes, y el recuerdo aún lo perseguía. Ahora, la veía de nuevo, pero algo había cambiado en ella. Su rostro, antes lleno de vida, estaba pálido y marcado por la fatiga.
—Necesito tu ayuda —dijo ella, su voz apenas un susurro.
Sus palabras resonaron en el silencio, como un llamado a la batalla. Su cabello, normalmente cuidado, estaba revuelto y su ropa parecía desgastada.
Los labios, habitualmente brillantes, estaban resecos y partidos, delatando una evidente falta de cuidado personal. A pesar de su aspecto desaliñado, sus ojos seguían brillando con una intensidad que no podía pasar desapercibida.
El chico se quedó mirándola fijamente, tratando de descifrar las emociones que se agazapaban detrás de aquellas palabras. ¿Era sincero su pedido? ¿O se trataba de una nueva manipulación? La duda lo invadía, pero al mismo tiempo, sentía una punzada de compasión, siendo que finalmente habló — Pax...
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