Se sentó elegantemente en uno de los lujosos sillones, procurando mantener una actitud serena y confiada. Los hombres la observaban con evidente apreciación, sin disimular sus miradas lascivas.
—Bien, señorita, vayamos al grano —dijo el señor Álvarez, acercándose a ella—. Nuestro amigo Javier nos ha hablado de su... propuesta. Y debo decir que estamos muy interesados.
María asintió, dando un sorbo a su copa de vino.
—Me alegro de que el señor Javier les haya transmitido mi ofrecimiento —respondió, con voz suave—. Como bien les habrá explicado, creo que podemos llegar a un acuerdo que beneficie a todos.
Uno de los hombres, de aspecto más joven, la interrumpió.
—Y díganos, señorita, ¿qué tipo de acuerdo tiene en mente? —preguntó, con una mirada maliciosa.
María tragó saliva, consciente de que debía manejar la situación con mucho cuidado.
—Bueno, señores, lo que les propongo es una colaboración exclusiva y confidencial —explicó, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. A cambio de mi discreción y compañía en determinados eventos, ustedes me ofrecerían una compensación económica que me permitiría mejorar significativamente mi calidad de vida.
Los hombres intercambiaron miradas cómplices, evidentemente complacidos por la propuesta.
—Eso suena realmente tentador, señorita —dijo el señor Álvarez, acercándose aún más a ella—. Y, dígame, ¿qué tipo de compensación tendría en mente?
María respiró hondo, sabiendo que debía ser astuta en sus negociaciones.
—Bueno, señor, considerando mi... particular belleza y los beneficios que eso les podría aportar, mi propuesta sería una suma de cinco mil pesos mensuales.
Los hombres soltaron exclamaciones de sorpresa, y uno de ellos incluso rio con desdén.
—¿Cinco mil pesos? ¡Eso es demasiado, señorita! —exclamó, mirándola con desprecio—. No crea que somos tan tontos como para pagarle semejante cantidad.
María se mantuvo serena, rehuyendo la mirada del hombre.
—Señores, comprendo que mi pedido pueda parecerles excesivo —dijo, con calma—. Pero déjenme recordarles que mi belleza y discreción son un activo valioso que ustedes podrían aprovechar. Estoy segura de que podemos llegar a un acuerdo justo para ambas partes.
El señor Álvarez levantó una mano, deteniendo a sus compañeros.
—Bien, señorita, entiendo su posición —dijo, con una sonrisa astuta—. Propongo que empecemos con una suma de dos mil pesos mensuales. Si la colaboración resulta satisfactoria, quizás podamos considerar aumentar la cantidad en el futuro.
María sintió cómo su corazón latía con fuerza. Dos mil pesos era mucho menos de lo que había pedido, pero sabía que debía aceptar si quería asegurar un mejor futuro para ella y Zabdiel.
—Señor Álvarez, me parece un trato justo —respondió, con una sonrisa cálida—. Acepto sus términos.
Los hombres se miraron entre sí, complacidos. El señor Álvarez se acercó a ella y le tomó la mano, depositando un beso en el dorso.
—Me alegro de que hayamos llegado a un acuerdo, señorita. Bienvenida a nuestro pequeño círculo exclusivo.
María reprimió un escalofrío, pero mantuvo su sonrisa. Sabía que acababa de entrar en un mundo peligroso, pero no tenía otra opción.
Después de ultimar algunos detalles, los hombres la acompañaron a la salida. Cuando finalmente estuvo sola, María se permitió dejar que las lágrimas fluyeran libremente por sus mejillas.
¿Qué había hecho? ¿Cómo pudo acceder a semejante trato? Pero entonces, la imagen de Zabdiel llegó a su mente, y supo que había tomado la decisión correcta. Haría lo que fuera necesario para darle a su hijo una vida mejor.
Secándose las lágrimas, se encaminó de vuelta a la choza, donde doña Clementina y Zabdiel la esperaban. Al ver a su madre, el niño corrió a abrazarla, contagiándola con su inocente alegría.
—¡Mami, volviste! —exclamó Zabdiel, con entusiasmo—. ¿Todo salió bien?
María sonrió, besando su frente.
—Sí, mi amor, todo salió perfecto —mintió, sintiendo cómo el nudo en su garganta se apretaba—. Ahora vamos a cenar, que tengo una sorpresa para ti.
Zabdiel la miró con ojos brillantes, emocionado ante la idea de una sorpresa. María se dirigió a doña Clementina, quien la observaba con preocupación.
—Gracias por cuidar de él, doña Clementina. Mañana le traeré el dinero del alquiler —dijo, con voz queda.
La anciana mujer asintió, apretando suavemente su brazo.
—No te preocupes, hija. Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites.
María le dedicó una sonrisa triste y se dispuso a preparar la cena. Mientras Zabdiel disfrutaba del simple pero sabroso plato, ella no podía dejar de pensar en lo que le esperaba en el futuro.
Durante los días siguientes, María cumplió con su parte del acuerdo, asistiendo a los eventos privados organizados por los hombres. Procuraba mantenerse alejada de cualquier tipo de contacto físico o insinuación inapropiada, y se limitaba a deslumbrarlos con su belleza y encanto.
Los hombres, por su parte, parecían complacidos con su discreción y profesionalismo. Puntualmente, le entregaban los dos mil pesos mensuales acordados, lo que le permitía pagar el alquiler, comprar comida y algunos artículos básicos para ella y Zabdiel.
Poco a poco, la choza de zinc fue transformándose en un hogar más acogedor. María logró ahorrar parte del dinero, soñando con el día en que pudiera mudarse a una casa más digna.
Zabdiel, ajeno a los sacrificios que su madre estaba haciendo, se mostraba cada vez más feliz y tranquilo. Su rendimiento en la escuela mejoró notablemente, y María se sentía orgullosa de verlo crecer sano y alegre.
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