Sin embargo, la culpa y el miedo atormentaban a la joven mujer. Sabía que, tarde o temprano, tendría que rendir cuentas por sus acciones, y temía las consecuencias que esto podría traer.
Una noche, mientras cenaban, Zabdiel notó la expresión preocupada en el rostro de su madre.
—Mami, ¿estás bien? —preguntó, con inocencia—. Te veo triste.
María forzó una sonrisa, acariciando el cabello de su hijo.
—No te preocupes, mi amor. Mamá solo está un poco cansada, eso es todo —respondió, tratando de sonar despreocupada.
Zabdiel la miró con ojos grandes, claramente no convencido por su respuesta.
—¿Es por tu trabajo? ¿Acaso los señores del restaurante te han hecho algo malo? —insistió, frunciendo el ceño con preocupación.
María sintió cómo su corazón se encogía. ¿Cómo explicarle a su hijo todo lo que estaba pasando? ¿Cómo decirle que su madre se había vendido a unos hombres poderosos para poder darle un mejor futuro?
—No, mi vida, no es nada de eso —dijo, tomándole las manos—. Mamá solo está un poco estresada por las responsabilidades, pero te prometo que todo va a estar bien.
Zabdiel asintió, no muy convencido, pero decidió no presionar más. María respiró aliviada y se esforzó por mostrarse más animada durante el resto de la cena.
Esa noche, cuando Zabdiel se durmió, María se sentó en la desvencijada silla, con la mirada perdida. ¿Cuánto tiempo más podría mantener este engaño? ¿Acaso algún día podría revelarle a su hijo la verdad sobre su "trabajo"?
Cerró los ojos, sintiendo cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Odiaba tener que mentirle a Zabdiel, pero no tenía otra opción. No podía arriesgarse a perderlo.
De pronto, un ruido proveniente de afuera la sobresaltó. Rápidamente, se limpió las lágrimas y se acercó a la ventana, tratando de identificar la fuente del sonido.
Para su horror, vio a un grupo de hombres acercándose a la choza. Reconoció entre ellos al señor Álvarez, uno de los poderosos empresarios con los que había hecho el trato.
El corazón le latía con fuerza mientras los observaba avanzar hacia la puerta. ¿Qué hacían allí a esas horas de la noche? Una aterradora sospecha cruzó por su mente.
Rápidamente, fue a despertar a Zabdiel.
—Hijo, despierta, tenemos que escondernos —susurró, con urgencia.
Zabdiel la miró somnoliento, sin entender lo que estaba pasando.
—¿Qué sucede, mami? —preguntó, con voz adormilada.
—Shh, no hagas ruido. Vamos, tienes que esconderte —insistió María, tomándolo de la mano.
En ese momento, se escuchó un fuerte golpe en la puerta.
—¡Abran, sabemos que están ahí! —gritó una voz masculina desde afuera.
Zabdiel se aferró a su madre, con los ojos muy abiertos, lleno de temor. María lo abrazó con fuerza, tratando de tranquilizarlo.
—Escúchame, mi amor. Vas a esconderte en el armario y no saldrás hasta que yo vaya por ti, ¿entiendes? —le susurró, con urgencia.
Otra vez, el estruendoso golpe en la puerta. Zabdiel asintió, aterrorizado, y se escondió en el pequeño armario, mientras María cerraba la puerta tras él.
Tomando una respiración profunda, María se dirigió a la entrada de la choza. Abrió la puerta, encontrándose con los hombres que la habían estado buscando.
—¿Qué significa esto? ¿Qué quieren de nosotros? —preguntó, tratando de mantener la calma.
El señor Álvarez la miró con una mezcla de furia y decepción.
—¿Crees que puedes engañarnos, zorra? —escupió, avanzando hacia ella—. Sabemos todo sobre tus sucios tratos.
María retrocedió, sintiendo cómo el miedo le paralizaba el cuerpo.
—No sé de qué está hablando. Les juro que no he hecho nada malo —respondió, con voz temblorosa.
Otro de los hombres, de aspecto intimidante, la agarró con brusquedad del brazo.
—¡No te hagas la inocente! —gritó—. Hemos visto cómo te has estado acostando con todos nosotros a espaldas de los demás.
María abrió los ojos, horrorizada. ¿Cómo habían descubierto su secreto?
—Eso no es cierto, se lo juro —insistió, con desesperación—. Yo solo he asistido a sus eventos, nunca...
Antes de que pudiera terminar la frase, el señor Álvarez la abofeteó con fuerza, haciéndola trastabillar.
—¡Cállate, maldita mentirosa! —exclamó, con furia—. Hemos sido muy generosos contigo, y así es como nos pagas, ¿eh?
María sintió cómo el dolor le escocía en la mejilla, pero no se atrevió a protestar. Sabía que estaba en peligro y que debía mantener la calma si quería proteger a Zabdiel.
—Por favor, no nos hagan daño —suplicó, con lágrimas en los ojos—. Yo solo quería darle una vida mejor a mi hijo.
El hombre que la sujetaba la empujó con violencia, haciéndola caer al suelo.
—¡Eso no nos importa! —bramó—. Tú te has burlado de nosotros, y ahora vas a pagar por ello.
María cerró los ojos, esperando el siguiente golpe. Pero en lugar de eso, escuchó una voz familiar que la llenó de esperanza.
—¡Déjenla en paz, malditos buitres! —gritó doña Clementina, saliendo de la oscuridad con un palo en la mano.
Los hombres se volvieron hacia ella, sorprendidos por su inesperada llegada.
—¿Pero qué demonios...? —murmuró uno de ellos, antes de que el bastón de la anciana se estrellara contra su cabeza.
Doña Clementina, con una determinación sorprendente, se abalanzó sobre los intrusos, golpeándolos sin piedad.
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