Lo Que Arde Entre Nosotros

-Capítulo 10-

La tarde se había ido tiñendo de rojo cuando bajé las escaleras y lo vi en la cocina. Elías, con las mangas de la camisa arremangadas y una cuchilla en la mano, cortando zanahorias como si la tabla le hubiese hecho algo imperdonable. Había una tensión en sus hombros, en su espalda, en la forma en que no me miraba aunque supiera que estaba ahí.

—No sabía que sabías cocinar —dije, apoyándome en el marco de la puerta.

—No sé, solo intento que tu mamá no me mate de hambre.

El tono fue seco, pero en su boca apareció esa media sonrisa torcida que tanto odiaba… porque me hacía querer cosas que no debía.

Me acerqué, no tenía intención, solo… lo hice.

Pasé detrás de él, rozando su espalda con la yema de los dedos, y sentí cómo se tensaba al instante, se giró de golpe, sin dejar caer la cuchilla, sin hablar.

Nuestros ojos se encontraron.

Y no hizo falta una palabra.

Fue un impulso, una necesidad, Elías dejó la cuchilla, me agarró de la muñeca y me empujó contra la encimera de madera con una fuerza medida. Mi respiración se aceleró, la suya también, su cuerpo cubrió el mío y cuando su boca rozó la mía, todo el mundo desapareció.

Era como si estuviéramos reclamando lo que habíamos querido negar.

Sus labios eran fuego, su cuerpo un refugio maldito.

Sus manos viajaban por mi cintura, mi espalda, mis muslos, como si quisieran memorizarme de nuevo. Y yo me rendía a él, porque no sabía, ni quería, resistirme.

—Abril —susurró contra mi piel— Esto está mal, pero me encanta.

—Entonces no pares —le pedí.

Y no lo hizo.

En esa cocina, bajo la luz tenue del atardecer, nos hicimos cenizas otra vez.

Esa noche, mientras me ponía un abrigo para salir hacia la cabaña de Yazmín, algo me hizo detenerme frente a la puerta del cuarto de mamá, estaba entreabierta. Dentro, mamá dormía, o fingía dormir, con su libro cerrado sobre el pecho.

Elías dormía en la habitación del fondo, desde siempre.

No recordaba haberlos visto compartir una cama, ni abrazarse, ni siquiera mirarse con ternura. Solo una convivencia amable, pactada, casi…fraternal

—¿Por qué siguen juntos? —le había preguntado una vez, años atrás, cuando era adolescente y no entendía nada.

Y él solo había dicho: “Porque a veces, lo correcto no se siente bien”.

Ahora esa frase pesaba más que nunca.

La cabaña de Yazmín estaba a diez minutos caminando, junto al lago. Era pequeña, acogedora, y olía a lavanda y vino tinto, me lancé en su sofá apenas llegué, con una sonrisa rota.

—No puedo más con este lugar —dije.

—Por eso alquile este lugar, para respirar.

Me sirvió una copa de vino, pero apenas le di un sorbo. Había algo en mi estómago… no dolor, no náusea, una incomodidad.

—¿Qué pasa? —me preguntó Yazmín, sentándose a mi lado.

—No lo sé, me siento…Mal, culpable, confundida y él… Elías… Lo odio, y lo amo, y me odio por amarlo.

Ella me escuchó en silencio, me dio espacio, y luego, se levantó y abrió un cajón de donde sacó una bolsa de farmacia, la cual tenía una caja con una prueba de embarazo.

La dejó sobre la mesa con un gesto simple, pero rotundo.

—Hazte la prueba, Abril.

Me quedé mirándola, la caja blanca con letras azules parecía más amenazante que cualquier cosa que hubiese enfrentado, una prueba de embarazo.

—¿Y si no estoy lista? —murmuré.

—Entonces no lo hagas, pero si lo estás, y si hay algo ahí dentro de ti… más vale saberlo.

Tragué saliva.

La duda me apretó el pecho.

Y así terminó la noche, con el test sobre la mesa, con Yazmín dormida en la habitación de al lado, y conmigo, despierta, en el sofá… observando esa caja como si tuviera dentro el resto de mi vida.