En esta historia, se encontrarán con Ángel, una niña que fue abandonada al nacer y creció en una abadía, donde un grupo de religiosas le ofreció amor y cuidado. Sin embargo, a medida que Ángel va creciendo, comienza a sentir un vacío en su interior: el anhelo de tener un padre, como los demás niños que la rodean. A pesar de su deseo, no se atreve a manifestar sus sentimientos por miedo a lastimar a quienes la han criado, y su vida tomará un giro inesperado una noche fatídica.
Una enigmática mujer aparece y le revela a Ángel un oscuro secreto: es una heredera y debe buscar venganza por la muerte de su madre. Así inicia su transformación en la Duquesa Sin Corazón, una niña destinada a cumplir con un legado de venganza que no es suyo. ¿Qué elecciones hará Ángel en su camino? ¿Podrá encontrar su verdadera identidad en medio de la oscuridad que la rodea?
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CAPÍTULO 8. SOMBRAS SOBRE EL AGUA.
CAPÍTULO 8. SOMBRAS SOBRE EL AGUA
NARRADOR.
La duquesa Ágata estaba sentada en su oficina, con la espalda bien erguida y la cabeza en alto, pero sus manos que nunca habían temblado no soltaban el rosario que le pasaba entre los dedos. Siempre había sido una mujer fuerte, pero esa noche, el miedo se filtraba en su corazón como una brisa helada.
Ella sabía que Douglas tenía información sobre dónde estaba su nieta. Un simple rumor, casi un murmullo en la corte, fue suficiente para preocuparla. Ese hombre, arrastrado por su ambición, no dudaría en quitar cualquier obstáculo de su camino, más si ese obstáculo era de su familia.
Y no era solamente él. También había escuchado el nombre de Isabel, su prima, demasiado a menudo en las charlas que llegaban a sus oídos. Esa traidora. Si llegara a poner una mano sobre la niña, el ducado de Manchester se perdería… junto con su legado.
Un golpe firme en la puerta la sacó de su ensueño.
—Pasa —ordenó, con voz tensa y apremiante.
Un sirviente abrió la puerta con respeto.
—La persona que esperabas ha llegado, mi señora.
—Déjalo entrar. De inmediato.
Un hombre alto apareció, envuelto en una capa negra que ocultaba su rostro. Avanzó con confianza hasta el centro de la habitación y se arrodilló con reverencia.
—Mi señora —habló con una voz profunda—. La niña y la religiosa fueron llevadas al lugar acordado. La mujer dudó en subir al carruaje, pero mostré la carta. Aceptó. En este momento, están de camino a un lugar seguro.
La duquesa exhaló lentamente, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante mucho tiempo.
—Está bien. Prepárate. En unos días llevarás a Ángela junto a su hija. Si no lo logro… temo perderla para siempre.
—Lo haré, mi señora. Con su permiso.
El hombre se retiró en silencio. Ágata, ahora sola, apoyó ambas manos sobre el escritorio. Sus hombros se hundieron un poco. Había ganado algo de tiempo. Pero sabía que el enemigo seguía acechando… y pronto volvería a actuar.
Escribió un par de documentos con tinta negra, su mano temblando ligeramente, expresando sus últimos deseos en caso de que algo sucediera. Su médico ya le había advertido que el estrés podría afectarle. Y esa noche, su corazón lo confirmaba.
Horas después, el reloj del gran vestíbulo marcaba las once cuando un carruaje se detuvo frente a la mansión. Dos guardias del palacio bajaron rápidamente, con las botas empapadas por la lluvia que caía torrencialmente sobre el pavimento. Golpearon la puerta con fuerza. El mayordomo los hizo pasar con cautela, observando sus serios rostros. Eso no traía nada bueno.
—Informen a la duquesa —comentó uno de ellos—. Es urgente.
Pocos minutos después, Ágata bajaba las escaleras, ataviada con una bata de terciopelo color burdeos y con el cabello recogido con un broche de esmeraldas. Sus ojos se fijaron en los hombres con altanería y autoritarismo.
—¿Qué los trae a esta hora? ¿Es sobre mi hermana? —inquirió, con desdén. La reina siempre encontraba la manera de provocar visitas innecesarias.
—No, señora —contestó el capitán de la guardia, inclinando la cabeza—. No venimos en representación de Su Majestad.
Un silencio pesado cubrió la sala.
—Esta tarde —prosiguió— recibimos un aviso sobre un accidente… al oeste del reino. Un carruaje fue arrastrado por el río después de caer de un puente que se destruyó con las lluvias. Lo encontramos río abajo. No hubo sobrevivientes.
La duquesa se aferró a los brazos de su sillón. Un sudor helado le cubrió las manos.
—¿Qué carruaje? —murmuró.
—Tenía las insignias de su casa —manifestó el otro guardia con voz controlada—. A unos metros encontramos los cuerpos de un hombre y una mujer. Han sido identificados como los sirvientes de su hija, la duquesa Ángela.
Ágata se sentó de golpe. El mundo pareció detenerse. Su voz fue casi un susurro.
—¿Y ella? ¿Han hallado a mi hija?
—No, señora. El río está crecido. Su cuerpo pudo ser llevado por la corriente. Pero hemos encontrado algunas de sus prendas… y un objeto.
El capitán se acercó despacio y sacó de una bolsa de lino una capa embarrada con las letras A. D. bordadas en hilo plateado. En su interior había una joya rota: una letra "A" en diamantes, enganchada en un medallón.
Ágata la sostuvo entre sus dedos… y el grito que surgió de su garganta resonó como un trueno en las paredes de piedra.
—¡No! ¡NO! ¡Mi hija no! ¡No puede estar muerta!
Su cuerpo se dobló como si su alma se rompiera. Luego, sin más, se desmayó.
El capitán la sostuvo antes de que cayera al suelo. La llevó en brazos, pálido, temblando por lo que veía.
—¡Llamen a un médico! ¡Inmediatamente!
Los sirvientes corrían, asustados. El mayordomo los dirigía con voz entrecortada. La lluvia golpeaba los ventanales mientras el cuerpo inerte de la duquesa era transportado a su habitación. Y en la penumbra de esa noche… el destino de tres generaciones pendía de un hilo invisible, tejido por secretos, traiciones y una verdad que seguía viva bajo el agua.