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ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

ABRIENDO PLACERES EN EL EDIFICIO

Status: En proceso
Genre:Acción / Comedia / Aventura / Amor prohibido / Malentendidos / Poli amor
Popularitas:1.1k
Nilai: 5
nombre de autor: Cam D. Wilder

«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»

Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.

En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.

«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.

NovelToon tiene autorización de Cam D. Wilder para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Las Llaves Perdidas

El reloj de la entrada marcaba las cuatro y cuarto con un tic-tac que parecía sincronizarse maliciosamente con las gotas de sudor que resbalaban por la frente de Arturo. Sus dedos, convertidos en exploradores frenéticos, se sumergían una y otra vez en los bolsillos de su chaqueta de tweed —esa que según su ex mujer le hacía parecer un profesor distraído de universidad. 

Del bolsillo derecho emergió un ejercicio de arqueología moderna: tres tickets arrugados del Mercadona (uno de ellos con el número premiado de la semana pasada), un caramelo sin envoltorio que había atraído suficientes pelusas como para formar un pequeño animal de compañía, y la nota que Karina había garabateado esa mañana recordándole comprar pinturas nuevas para su clase de arte. Del izquierdo, como si jugara a ser un mago fracasado, extrajo un pañuelo de papel usado, dos monedas de cincuenta céntimos pegadas entre sí por un chicle ancestral, y lo que parecía ser la mitad de una tarjeta de visita de un fontanero que había guardado "por si acaso".

La luz del vestíbulo, ese tipo de iluminación que los arquitectos modernos llamarían "ambiental" pero que en realidad era resultado de dos bombillas fundidas y una tercera agonizante, proyectaba sombras dramáticas sobre su rostro cada vez que se agachaba a mirar bajo el felpudo, como si estuviera protagonizando una película de suspense de bajo presupuesto.

—Vamos, vamos —murmuraba entre dientes, mientras sus manos pasaban del bolsillo trasero del pantalón (vacío excepto por un clip que le pinchó el dedo) al bolsillo interior de la chaqueta (que solo contenía una foto arrugada de Karina en su primera comunión)—. Estabais aquí hace un momento, malditas sean...

El eco de sus movimientos rebotaba en las paredes del vestíbulo como una sinfonía de la desesperación: el roce metálico de la cremallera de su maletín al abrirlo por tercera vez, el frufrú de papeles siendo revueltos sin misericordia, el golpeteo de sus zapatos contra el suelo de mármol mientras giraba sobre sí mismo como un trompo descontrolado, buscando un destello metálico que se negaba a aparecer.

La bombilla superviviente del vestíbulo parpadeó en ese momento, como si hasta ella encontrara divertido su predicamento. El efecto estroboscópico transformó su danza de la desesperación en una secuencia cómica de movimientos entrecortados, dignos del cine mudo.

Las sombras en las paredes replicaban sus movimientos como una audiencia burlona, y el espejo junto al ascensor le devolvía la imagen de un hombre de treinta y cinco años que parecía estar interpretando una versión moderna y tragicómica de "Buscando las llaves perdidas" en el teatro del absurdo que se había convertido el vestíbulo del edificio.

—¡Me cago en la leche! —masculló, su voz rebotando en las paredes del vestíbulo.

—¡Ese vocabulario! —La voz de María Alejandrina surgió de la nada como un látigo moral—. Que hay niños en el edificio, hombre de Dios.

Arturo se giró para encontrarse con la figura menuda pero imponente de María Alejandrina, que lo observaba con esa mezcla de reproche y diversión que parecía reservada exclusivamente para los inquilinos masculinos del edificio.

—Perdone, María Alejandrina —se disculpó, pasándose una mano por el pelo en un gesto que solo consiguió despeinarlo más—. Es que he perdido las llaves y Karina sale del cole en media hora...

María Alejandrina arqueó una ceja perfectamente delineada. A sus cincuenta y ocho años, mantenía esa elegancia de quien ha visto demasiado como para sorprenderse, pero no lo suficiente como para dejar de divertirse con las desgracias ajenas.

—Ay, Arturo, eres como un niño grande —suspiró, rebuscando en su bolso—. Menos mal que Don Pepe insistió en tener copias de emergencia. Aunque últimamente está más pendiente de otras... emergencias.

Su tono al pronunciar la última palabra llevaba una carga de ironía que podría haber hundido un barco.

Mientras subían en el ascensor, María Alejandrina no pudo evitar notar cómo la camisa de Arturo, ligeramente arrugada, se tensaba sobre sus hombros. "Tan despistado pero tan bien conservado", pensó, sorprendiéndose a sí misma.

—¿Sabes? —comenzó ella, mientras el ascensor subía con la velocidad de una tortuga reumática—. Mi Pepe también era así de despistado cuando nos conocimos. Claro que él perdía las llaves a propósito para hablar con la portera, que era más joven que yo...

Arturo soltó una carcajada que iluminó su rostro. —Bueno, yo prefiero perderlas sin querer y encontrarme con usted.

El comentario flotó en el aire del ascensor como un perfume inesperado. María Alejandrina sintió un cosquilleo en el estómago que achacó rápidamente a la merienda.

—Adulador —respondió, golpeándole suavemente el brazo con su bolso—. Que te he visto cómo miras a las jovencitas del edificio. Especialmente a Marta...

Como invocada por la conversación, las puertas del ascensor se abrieron en ese momento para revelar a Marta, que esperaba para bajar. Llevaba un vestido veraniego que hizo que Arturo se olvidara momentáneamente de su problema con las llaves.

—Buenas tardes —saludó Marta, su voz suave como una caricia.

—Bue... buenas tardes —respondió Arturo, tropezando con sus propias palabras—. Hace un día tan bonito como... como tú.

El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. María Alejandrina puso los ojos en blanco con tanta fuerza que casi pudo ver su propio cerebro.

—Jesús, María y José —murmuró entre dientes—. Más sutil que un elefante en una cacharrería.

Marta esbozó una sonrisa incómoda y se deslizó dentro del ascensor, colocándose lo más lejos posible de Arturo, quien parecía querer que el suelo se lo tragara.

—¡Marta, querida! —La voz de Don Pepe resonó desde el final del pasillo como un pregón inoportuno—. ¡Necesito discutir contigo un asunto urgente sobre la seguridad del edificio!

María Alejandrina reconoció ese tono. Era el mismo que su marido usaba cuando quería "revisar las tuberías" del apartamento de alguna vecina. Sus ojos se entrecerraron como los de un halcón que ha detectado a su presa.

—¿Qué seguridad ni qué niño muerto? —masculló, mientras empujaba a Arturo fuera del ascensor—. Venga, vamos a por tus llaves antes de que esto se convierta en una telenovela de sobremesa.

Mientras se alejaban, el eco de la voz de Don Pepe persiguiendo a Marta flotaba en el aire como el rastro de una colonia demasiado fuerte. Arturo miró hacia atrás una última vez, solo para recibir un golpe más del bolso de María Alejandrina.

—Ay, juventud —suspiró ella, sacudiendo la cabeza—. Entre mi Pepe y sus "asuntos de seguridad", y tú perdiendo las llaves cada vez que ves un vestido bonito, este edificio parece más una comedia romántica que una comunidad de vecinos.

El edificio, testigo silencioso de tantas comedias y dramas cotidianos, pareció suspirar con ella. En algún lugar, un timbre sonó, una puerta se cerró, y la vida siguió su curso en aquel peculiar microcosmos de deseos y despistes, mientras el sol de Madrid comenzaba su lento descenso hacia el horizonte.

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Alba Hurtado
se ve excitante vamos a leer que pasa con la vecina del tres b
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