Ella tiene 17, él 25.
Ella quiere vivir, él quiere estabilidad.
Ella apenas empieza, él ya está listo para formar una familia.
No tienen nada en común... excepto lo que sienten cuando se miran.
Lía no está buscando enamorarse. Oliver no puede permitirse hacerlo. Pero el destino no siempre pregunta.
Un roce de manos, una conversación a medianoche y el miedo de amar cuando no se debe…
Una historia dulce, intensa y real sobre el amor que llega en el momento menos adecuado… o tal vez, en el más perfecto.
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capitulo 8
Narrado por Lía
El sol se colaba por las cortinas de mi cuarto como si supiera que hoy no tenía ganas de correr a ningún lado. Me di media vuelta, abracé mi almohada y suspiré.
Vacaciones.
La mejor palabra del diccionario después de “pijama” y “helado”.
Después de un baño tibio y una hora entera en ropa cómoda —porque nadie me obligaba a vestirme bien— me hice un desayuno ligero y me senté frente a la ventana con mi taza de café con leche. Tranquila, relajada, disfrutando de no tener planes ni obligaciones. Por fin.
Justo cuando terminé de lavar los platos, sonó mi celular.
Mi hermano.
—¡Eli! —respondí.
—Hola, Lía. ¿Tienes planes para el fin de semana? —preguntó directo, como siempre.
—¿Aparte de dormir y robarle el chocolate a mamá? No muchos. ¿Por qué?
—Vamos a repetir la reunión en la casa de la abuela Carmen —dijo con un tono relajado—. Esta vez la cosa estará más organizada. Nada improvisado. Vamos a quedarnos dos días, por si quieres llevarte algo más que un short y una toalla mojada.
—¿Otra vez? ¿Y eso?
—Bueno, algunos amigos se quedaron con ganas de volver. Haremos una fiesta en la piscina, pero esta vez con parrilla, música decente y sin que nadie termine borracho en el sofá. Bueno, eso espero.
Solté una risita. —¿Y mamá sabe?
—Le diré cuándo se este acercando el día, Todo bajo control.
—Me parece bien. Necesito otro fin de semana de sol. ¿Quiénes van?
—Los mismos de la vez pasada. Algunos amigos míos. Oliver también, por cierto.
Tragué saliva. No sé por qué ese nombre me sacó una pequeña electricidad por la espalda. No fue una sorpresa ni nada, simplemente... bueno, él también estaría.
No importa.
—¡Perfecto! —contesté con tono alegre— Aunque espero que no te de por ignorarme por un culo— suspire.
—Saldremos el viernes temprano. Así que alístate. Llévate protector solar y tu flotador de unicornio.
—¡No te burles! El flotador es fabuloso —reí.
—Nos vemos entonces. Te recojo.
Corté y me quedé un rato en silencio, mirando la pantalla apagada.
Dos días.
Otra vez piscina, sol, risas, comida rica… y Oliver.
No había vuelto a verlo desde aquella noche en la que terminé medio dormida en su sofá, y sinceramente, no pensaba mucho en eso. Bueno, no demasiado. Tal vez solo un poquito.
Es simpático. Tiene una sonrisa tranquila, y cuando se ríe de mis tonterías siento que no estoy exagerando mi forma de ser.
Pero no pasa nada. En serio. No es raro llevarse bien con alguien. Él es mayor, claro. Se nota. Habla de trabajo y rutinas como si tuviera una empresa bajo el brazo. Y yo… bueno, yo soy más de flotar en el agua y cantar a todo pulmón canciones viejas.
Suspiré.
Será un buen fin de semana.
Una escapada más antes de que todo vuelva a la normalidad.
Solo eso.
Nada más.
[...]
Los días pasaron más rápido de lo que imaginé. Entre preparativos, mensajes, pijamadas y madrugadas viendo series, de pronto ya era viernes otra vez, y yo estaba metiendo protector solar, ropa ligera y mi flotador de unicornio (el mismo del que Elías tanto se burlaba) en una mochila enorme que parecía más lista para un viaje a otro continente que para dos simples días en casa de la abuela Carmen.
Esta vez no pensaba repetir la experiencia de la camioneta abarrotada, con piernas dormidas y cabezas cayéndose sobre mi hombro. Así que, con mi mejor tono diplomático, le sugerí a Elías que usáramos la otra camioneta que había en casa. Él, por suerte, no protestó mucho.
Ahora iba en el asiento del copiloto, tranquila, con solo tres personas más: dos chicas bastante plásticas que no conocía de nada —aunque creo que una es influencer— y un amigo de Elías que no paraba de ver su propio reflejo en el espejo retrovisor. Dios, ¿de dónde lo había sacado?
El viaje fue largo pero soportable. Música bajita, sol entrando por la ventana y un viento cálido que me despeinaba apenas un poco. Cerré los ojos un momento y dejé que la tranquilidad me envolviera. Qué bonito era viajar sin caos.
Cuando llegamos, estacionamos justo al lado del carro de Elías. Bajé de la camioneta con mis lentes de sol en la cabeza y mi mochila colgada al hombro, lista para lanzarme a saludar.
Ahí estaban todos. Risas, abrazos, saludos y la abuela Carmen en la puerta con una sonrisa que parecía envolver a todos como una manta tibia. Pero fue Oliver el primero en notarme. O tal vez yo fui la primera en verlo. Es extraño.
Tenía una camiseta blanca sencilla y jeans oscuros, pero se veía… bien. Mejor de lo que recordaba. Estaba recostado ligeramente en el carro de mi hermano, con los brazos cruzados y una sonrisa a medias, como si ya supiera que iba a decir algo gracioso.
—Debo confesar —dijo en cuanto me acerqué— que extrañé que estuvieras en mis piernas.
Solté una carcajada. —La verdad es que ese trono es magnífico. Tal vez en otra ocasión ya te conviertas en mi esclavo y te use.
—Yo encantado de ser usado —respondió sin dudar, con ese tono suyo tan natural que no sé cómo describir. Ni burlón, ni serio. Simplemente… Oliver.
Me reí otra vez, no por el chiste en sí, sino por la forma en que lo dijo. Había algo en sus ojos cuando me miraba. Un brillo extraño, cálido. Como si observara algo que le gustaba y tratara de disimularlo.
No supe qué hacer con esa mirada, así que simplemente bajé la vista y comenté alguna tontería sobre lo caliente que estaba el día. Él siguió sonriendo.
—¿Ya te instalaste? —me preguntó mientras caminábamos hacia el jardín.
—Todavía no. Estaba esperando que me asignaran una habitación digna de princesa.
—Si no te dan una, yo te presto la mía. Duermo en una silla si hace falta.
—¿Siempre tan caballeroso?
—Solo con personas que me caen bien —respondió.
Sentí algo extraño en el estómago. No mariposas. Pero sí una especie de mini terremoto suave, de esos que apenas se notan, pero dejan vibrando el suelo.
La tarde pasó entre charlas, juegos en la piscina, bocadillos y música tranquila. Nada alocado esta vez. Y él… él siempre cerca. No demasiado. No invasivo. Pero atento. Le ofrecí toalla cuando salió del agua, le pasé un refresco sin que lo pidiera, y sin darnos cuenta estábamos sentados juntos, viendo cómo los demás armaban un partido de vóley improvisado.
—¿Sabes qué es lo curioso? —le dije, abrazando mis rodillas con los brazos—. Que no pensé que vendrías.
—¿Por qué?
—No sé. Te imaginé más del tipo “ya fui una vez, suficiente”.
—La verdad —dijo, mirando al frente—, pensé lo mismo. Pero… me gusta este lugar. Es tranquilo. La gente es agradable.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Eres tranquilo?
—No tanto como parezco —dijo, girando la cabeza hacia mí—. Pero intento serlo.
Lo miré unos segundos. Era una de esas respuestas que parecen simples, pero esconden más de lo que dicen. Y de nuevo, esa mirada. Tan directa. Tan limpia.
No entendía por qué, pero hacía que mi corazón se pusiera un poquito más alerta.
Pero no era nada. Solo una amistad. Una de esas bonitas. Una de las que tal vez se quedan para siempre.
[...]
Eran como las tres de la mañana cuando abrí los ojos. No sé por qué. Tal vez por el ventilador que hacía un sonido extraño o por la voz lejana de alguien hablando por teléfono. El caso es que ya estaba despierta y no parecía que fuera a dormirme de nuevo.
Me senté en la cama y miré la ventana. Todo estaba en silencio, el tipo de silencio que se escucha solo en el campo. Ese que no es vacío, sino lleno de grillos, hojas moviéndose y alguna que otra rana descarada croando por ahí.
Me puse un suéter grande, agarré una manta de las que la abuela guarda en el clóset del pasillo, y bajé a la cocina con sigilo. Hice dos tazas de chocolate caliente porque… bueno, por costumbre. Siempre hago de más. Tal vez para sentirme acompañada, aunque no haya nadie.
Caminé hacia el porche, con mis pantuflas arrastrando y el chocolate humeando en las manos. Y ahí estaba él. Sentado en uno de los sillones de mimbre, con una manta gris sobre las piernas y los ojos perdidos en la nada.
—¿No podías dormir? —pregunté, un poco sorprendida.
—No —respondió bajito—. ¿Y tú?
—Tampoco.
Le tendí una de las tazas, y él sonrió de lado.
—Gracias, hada nocturna.
—¿Sabes? No sé si me molesta que me digas así o si me encanta.
—Un poco de ambas es buena señal —rió.
Nos quedamos en silencio unos minutos. Solo el vapor del chocolate, el crujir del viento en los árboles y ese tipo de comodidad que aparece cuando no hace falta hablar.
—¿Piensas mucho cuando no puedes dormir? —le pregunté.
—Todo el tiempo —dijo—. Pienso demasiado, en realidad.
—¿En qué pensás?
—En lo que no debería. En lo que no puedo cambiar. En cosas que no digo. Cosas como…
Se detuvo, me miró, y desvió la vista otra vez. Tomó un sorbo largo.
—¿Cosas como qué?
—Como que a veces la vida pone a personas en tu camino que no deberías mirar demasiado, pero lo haces igual.
Me encogí un poco entre mi manta. Sentí que el aire se volvía más tibio de golpe.
—Yo pienso en lo contrario —dije en voz baja—. Que a veces la vida te pone justo frente a quien más necesitabas y ni te diste cuenta.
Él bajó la taza. Me miró de nuevo. Esta vez no apartó los ojos.
—Tienes algo raro —murmuró.
—¿Raro tipo qué? ¿Una mancha de chocolate en la nariz?
—No. Algo bonito. Como si tuvieras luz en la piel. No sé explicarlo.
Me reí bajito, algo incómoda, algo… flotando.
—¿Siempre dices cosas así a las tres de la mañana?
—Solo cuando no puedo dormir.
Me acerqué un poco más. Él me hizo espacio, y nuestros hombros se rozaron apenas. No sé por qué, pero me sentí segura. Calmada. Como si estar cerca de él apagara todos los ruidos de mi cabeza.
—Tus manos son pequeñas —dijo de pronto.
—¿Eso es un insulto?
—No. Es… curioso.
Sin pedirme permiso, tomó mi mano. Yo me congelé por un segundo, pero no la retiré. Sus dedos eran largos, tibios. Los suyos eran grandes y fuertes, pero se movían despacio, con cuidado. Como si tocarme fuera algo delicado. Como si tuviera miedo de romper algo.
—Son muy suaves —murmuró.
Me costaba respirar. Algo dentro de mí se revolvía de una forma nueva, desconocida.
—Gracias. Uso crema de lavanda.
Él sonrió.
—Me gustan.
No pude decir nada. Solo lo miré. No de la forma normal. Esta vez lo miré de verdad. Y en sus ojos había algo distinto. No era solo amabilidad. No era simple dulzura.
Era ternura.
Siguió acariciando mis dedos, sin prisa. Como si eso fuera todo lo que quería hacer en el mundo.
Y yo… me dejé.
Sin pensar, sin cuestionarlo. Solo me quedé ahí, con mi mano en la suya, con el chocolate ya frío y el corazón latiendo despacio pero fuerte.
No pasó nada más.
Y sin embargo, lo sentí todo.